Novelistas Imprescindibles - Edward Bellamy
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Novelistas Imprescindibles - Edward Bellamy

  1. 395 páginas
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Novelistas Imprescindibles - Edward Bellamy

Descripción del libro

Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Edward Bellamy que son Igualdad y Mirando atrás desde 2000 a 1887. Edward Bellamy fue un autor, periodista y activista político estadounidense más famoso por su novela utópica, Mirando atrás. La visión de Bellamy de un mundo futuro armonioso inspiró la formación de numerosos "Clubes Nacionalistas" dedicados a la propagación de las ideas políticas de Bellamy. Novelas seleccionadas para este libro: - Igualdad. - Mirando atrás desde 2000 a 1887. Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9783967992939
Categoría
Literatura

Igualdad

Prefacio

Mirando Atrás era un libro pequeño y no fui capaz de entrar en todo lo que deseaba decir sobre el asunto. Desde que fue publicado, lo que se quedó fuera de él ha demostrado ser tanto más importante que lo que contenía, que me he visto obligado a escribir otro libro. He tomado la fecha de Mirando Atrás, el año 2000, como la de Igualdad, y he utilizado el marco de referencia del anterior relato como punto de partida para este que ahora ofrezco. Para que aquellos que no hayan leído Mirando Atrás no estén en desventaja, se adjunta una reseña de los aspectos esenciales:
En el año 1887, Julian West era un joven rico que vivía en Boston. Se iba a casar pronto con una joven de familia adinerada llamada Edith Bartlett, y mientras tanto vivía solo con su sirviente Sawyer en la mansión familiar. Como padecía de insomnio, había hecho construir una cámara de piedra bajo los cimientos de la casa, que usaba como dormitorio. Cuando incluso el silencio y el aislamiento de su retiro no conseguían hacerle conciliar el sueño, a veces llamaba a un hipnotizador profesional que le inducía el sueño mediante hipnosis, del que Sawyer sabía cómo despertarle en un momento determinado. Este hábito, así como la existencia de la cámara subterránea, eran secretos conocidos únicamente por Sawyer y el hipnotizador que le prestaba sus servicios. En la noche del 30 de mayo de 1887, West mandó llamar a este último, quien le indujo el sueño como de costumbre. El hipnotizador había informado previamente a su cliente de que tenía intención de irse de la ciudad para siempre esa misma noche, y le dio referencias de otros profesionales. Esa noche, la casa de Julian West se incendió y quedó completamente destruída. Se encontraron unos restos que fueron identificados como los de Sawyer y, aunque no apareció vestigio de West, se asumió que ciertamente había perecido también.
Ciento trece años después, en septiembre de 2000, el Dr. Leete, un médico de Boston, jubilado, estaba llevando a cabo unas excavaciones en su jardín, para hacer los cimientos de un laboratorio privado, cuando los obreros se toparon con una masa de mampostería cubierta con cenizas y carbón vegetal. Al abrirla, una cripta, lujosamente acondicionada al estilo de un dormitorio del siglo diecinueve, fue hallada, y sobre la cama un cuerpo de un joven que parecía como si acabase de acostarse para dormir. Aunque árboles magníficos habían crecido por encima de la cripta, la inaudita conservación del cuerpo del joven tentó al Dr. Leete para tratar de devolverlo a la vida, y para su asombro, sus esfuerzos tuvieron éxito. El durmiente volvió a la vida, y, tras un breve tiempo, al completo vigor de la juventud que su apariencia había indicado. Su conmoción al saber lo que le había ocurrido fue tan grande como para haber puesto en peligro su cordura, de no haber sido por las habilidades médicas del Dr. Leete, y los no menos comprensivos servicios de los otros miembros de la familia, la esposa del doctor y Edith, su hermosa hija. Enseguida, sin embargo, el joven olvidó maravillarse de lo que le había sucedido ante su asombro al conocer las transformaciones sociales por las que había pasado el mundo mientras él yació dormido. Paso a paso, casi como a un niño, sus anfitriones le explicaron a él, que no había conocido otro modo de vivir excepto el de la lucha por la existencia, lo que eran los sencillos principios de la cooperación nacional para la promoción del bienestar general sobre los cuales se asentaba la nueva civilización. Se enteró de que ya no había nadie que fuese o pudiese ser más rico o más pobre que los demás, sino que todos eran económicamente iguales. Se enteró de que ya nadie trabajaba para otro, ni por coacción ni por contrato, sino que todos por igual estaban al servicio de la nación trabajando para el fondo común, que todos compartían por igual, y que incluso la atención personal necesaria, como la de un médico, era dada en lo que se refiere al estado como la de un cirujano militar. Todas estas maravillas, le explicaron, habían ocurrido con toda sencillez como resultado de reemplazar el capitalismo privado por el capitalismo público, y organizar la maquinaria de producción y distribución, como el gobierno político, como cuestiones de interés general que han de ser realizadas para el beneficio público en vez de para el lucro personal.
Pero, aunque hacía poco tiempo que el primer asombro del joven forastero ante las instituciones del nuevo mundo se había transformado en admiración entusiasta y estaba listo para admitir que la humanidad había aprendido por primera vez a vivir, pronto comenzó a quejarse por el destino que le había presentado ante el nuevo mundo únicamente para dejarle oprimido por un sentido de soledad sin esperanza, que todas las amabilidades de sus nuevos amigos no podían aliviar, sintiendo que, como debía ser, estaban dictadas únicamente por la compasión. Entonces fue cuando se enteró de que su experiencia había sido aún más maravillosa de lo que había supuesto. Edith Leete no era otra que la biznieta de Edith Bartlett, su prometida, quien, tras largo luto por su amor perdido, se había permitido al fin ser consolada. La narración de la trágica pérdida que había ensombrecido su juventud era una tradición familiar, y entre las reliquias familiares estaban las cartas de Julian West, junto con una fotografía que representaba un joven tan apuesto que Edith estaba ilógicamente inclinada a criticar a su bisabuela por haberse casado con otro. En cuanto al retrato del joven, ella lo conservaba sobre su tocador. Naturalmente, de esto resultó que la identidad del inquilino de la cámara subterránea había sido completamente conocida para sus rescatadores desde el momento del descubrimiento; pero Edith, por razones propias, había insistido en que él no debería saber quién era ella hasta que ella considerase adecuado decirselo. Cuando, en el momento oportuno, ella vio que era adecuado hacer tal cosa, no hubo más cuestión de soledad para el joven, ya que ¿cómo podría el destino haber indicado de un modo más inconfundible que dos personas estuviesen hechas la una para la otra?
Estando ahora su copa de felicidad a rebosar, tuvo una experiencia en la cual pareció que se la arrebataban de los labios. Mientras dormía en su cama en casa del Dr. Leete, se vio agobiado por una horrenda pesadilla. Le pareció que abría sus ojos para encontrarse en su cama de la cámara subterránea donde el hipnotizador le había dejado dormido. Sawyer estaba completando los pases usados para despertarle de la influencia hipnótica. Mandó que le trajesen el periódico de la mañana, y leyó la fecha 31 de mayo de 1887. Entonces supo que todo este asunto maravilloso del año 2000, su mundo de hermanos, feliz, libre de preocupaciones, y la chica tan hermosa que había conocido allí no eran sino fragmentos de un sueño. Con su mente en un torbellino, se fue por la ciudad. La frenética locura del sistema competitivo industrial, los contrastes inhumanos del lujo y el infortunio - orgullo y abyección - la sordidez sin límites, miseria y locura del entero esquema de las cosas, que sus ojos encontraban en cada esquina, ultrajaba su razón y enfermaba su corazón. Se sentía como un hombre sano encerrado en un manicomio por accidente. Tras vagar todo el día de este modo, se encontró a la caída de la tarde en compañía de sus antiguos camaradas, quienes se congregaban a su alrededor debido a su angustiada apariencia. Les contó su sueño y lo que éste le había enseñado acerca de las posibilidades de un sistema social más justo, noble y sabio. Razonó con ellos, mostrándoles lo fácil que sería, dejando a un lado la locura suicida de la competición, por medio de la cooperación fraternal, hacer el mundo actual tan bendito como el que él había soñado. Al principio se burlaron de él, pero, viendo que iba en serio, se enfadaron, y le acusaron de ser un tipo infame, un anarquista, un enemigo de la sociedad y lo echaron. Entonces fue cuando, en un llanto de agonía, despertó, esta vez despertando de verdad, no falsamente, y se encontró en su cama en la casa del Dr. Leete, con el sol matutino del siglo veinte brillando en sus ojos. Mirando por la ventana de su habitación, vio a Edith en el jardín, recolectando flores para la mesa del desayuno, y se apresuró a descender hasta donde ella se encontraba y relatarle su experiencia. En este punto, le dejaremos que continúe la narrativa por sí mismo.

Capítulo I.

Una aguda investigadora de análisis cruzado
Con muchas expresiones de compasión e interés, Edith escuchó el relato de mi sueño. Cuando, por último, puse punto final, ella se quedó meditando.
"¿En qué piensas?" dije.
"Estaba pensando," respondió, "cómo habría sido si tu sueño hubiese sido verdad."
"¡Verdad!" exclamé. "¿Cómo podría haber sido verdad?"
"Quiero decir", aseveró, "si todo hubiese sido un sueño, como supusiste que lo fue en tu pesadilla, y nunca hubieses visto realmente nuestra República de la Regla de Oro ni a mi, sino que solamente hubieses dormido una noche y soñado todo acerca de nosotros. Y supón que hubieses procedido tal y como lo hiciste en tu sueño, y hubieses ido arriba y abajo diciendole a la gente la terrible locura y maldad de su modo de vida y cómo había un modo más noble y feliz. Piensa cuánto bien podrías haber hecho, cuánto podrías haber ayudado a la gente en aquellos días en los que tanta ayuda necesitaban. Me parece que debes casi lamentar el haber regresado aquí."
"Tienes el aspecto de casi lamentarlo tú misma," dije, porque su expresión de tristeza parecía susceptible de esa interpretación.
"Oh, no," respondió, sonriendo. "Era sólo por ti. En cuanto a mi, tengo muy buenas razones para estar contenta de que hayas regresado."
"Lo mismo debería decir yo, de hecho. ¿Te has parado a pensar que si hubiese soñado todo ello, tú no habrías existido salvo como una ficción en la mente de un hombre que dormía hace cien años?"
"No había pensado en esa parte," dijo sonriendo y aún medio seria; "aún así, si yo pudiese haber sido más útil a la humanidad como una ficción que como una realidad, no me debería haber importado el—el inconveniente."
Pero le contesté que mucho me temía que ninguna oportunidad de ayudar a la humanidad en general me habría reconciliado con la vida en ningún lugar o bajo ninguna condición después de dejarla atrás en un sueño—una confesión de vergonzoso egoísmo que ella hizo el favor de pasar por alto sin especial reproche, en consideración, sin duda, a mi desafortunada educación.
"Además," volví a la carga, con la intención de defenderme un poco más, "no habría hecho ningún bien. Te acabo de decir cómo, en mi pesadilla de anoche, cuando trataba de contar a mis contemporáneos e incluso a mis mejores amigos el más noble modo en que las personas podían vivir unidas, me ridiculizaron como a un tonto y a un loco. Esto es exactamente lo que habrían hecho en realidad si el sueño hubiese sido cierto y me hubiese puesto a predicar como en el caso que supones."
"Quizá unos pocos podrían haber actuado al principio como lo hicieron en tu sueño," replicó. "Quizá no les habría gustado en un principio la idea de la igualdad económica, temiendo que ello podría suponer bajar su nivel, y no entendiendo que pronto supondría elevar el nivel de todos juntos a un plano de vida y felicidad, de bienestar material y dignidad moral, inmensamente más alto que el más afortunado que hubiesen disfrutado jamás. Pero incluso si los ricos en un principio te hubiesen confundido con un enemigo de su clase, los pobres, las grandes masas de los pobres, la nación auténtica, ellos seguramente habrían escuchado desde el primer momento, por sus vidas, porque para ellos tu relato habría significado buenas noticias motivo de enorme alegría."
"No me sorprende que pienses así," respondí, "pero, aunque todavía estoy aprendiendo el A B C de este nuevo mundo, conocía a mis contemporáneos y sé que no habría sido como imaginas. Los pobres no habrían escuchado mejor que los ricos, porque, aunque en mis tiempos los pobres y los ricos eran dispares en todo lo demás, estaban de acuerdo en creer que debía haber ricos y pobres, y que una situación de igualdad material era imposible. Se solía decir y a menudo parecía verdad, que el reformador social que tratase de mejorar la condición de la gente encontraría un obstáculo más desalentador en la falta de esperanza de las masas a las que quería enardecer, que en la activa resistencia de los pocos, cuya superioridad estaba amenazada. Y de hecho, Edith, para ser justos con mi propia clase, estoy obligado a decir que el mejor de los ricos a menudo tenía tanto esta misma falta de esperanza como el deliberado egoísmo que les hizo lo que solíamos llamar conservadores. Ya lo ves, no habría hecho ningún bien incluso si hubiese ido a predicar como imaginas. Los pobres habrían considerado mi charla sobre la posibilidad de una igualdad de riqueza como un cuento de hadas, cuya escucha no se merece el tiempo de un trabajador. De los ricos, el de la peor clase se habría burlado y el de la mejor clase habría suspirado, pero ninguno habría prestado oído seriamente."
Pero Edith sonrió con serenidad.
"Puede parecer un gran atrevimiento que yo trate de corregir las impresiones que tienes de tus propios contemporáneos y de lo que se podría esperar que pensasen o hiciesen, pero ya ves que las peculiares circunstancias me dan una ventaja bastante injusta. Tu conocimiento de tus tiempos termina cerca de 1887, cuando dejaste de ser consciente del curso de los acontecimientos. Yo, por otra parte, habiendo ido a la escuela en el siglo veinte, y habiendo sido obligada, muy en contra de mi voluntad, a estudiar la historia del siglo diecinueve, conozco naturalmente lo que ocurrió después de la fecha en que cesó tu conocimiento. Sé, aunque pueda parecerte imposible, que caíste en tu largo sueño muy poco antes de que el pueblo americano comenzase a estar profunda y ampliamente apasionado por aspiraciones a un orden igual al que disfrutamos, y que muy pronto se alzó el movimiento político que, tras varias mutaciones, resultó a principios del siglo veinte en el derrocamiento del antiguo sistema y el establecimiento del actual.
Esto fue de hecho una información interesante para mi, pero cuando empecé a preguntar más a Edith, ella suspiró y sacudió la cabeza.
"Habiendo intentado mostrar mi superior conocimiento, debo ahora confesar mi ignorancia. Todo lo que sé es el escueto hecho de que el movimiento revolucionario comenzó, como decía, muy poco después de que te durmieses. Mi padre debe contarte el resto. Yo podría perfectamente admitir y estoy a punto de hacerlo, porque lo averiguarás muy pronto, que no sé casi nada ni de la Revolución ni de los asuntos del siglo diecinueve en general. No tienes ni idea de lo afanosamente que he intentado ponerme al corriente sobre el tema para ser capaz de hablar inteligentemente contigo, pero me temo que no ha servido de nada. No pude entenderlo en la escuela y parece que no puedo entenderlo mucho mejor ahora. Más que nunca, esta mañana estoy segura de que nunca lo entenderé. Desde que me has estado contando cómo te parecía que era el viejo mundo en ese sueño, tu charla me ha traído aquellos días tan terriblemente cerca que casi puedo verlos, y aun así no puedo decir que parezcan ni una pizca más inteligibles que antes."
"Las cosas eran bastante malas y bastante negras ciertamente," dije; "pero no veo qué tenían de particularmente ininteligibles. ¿Cuál es la dificultad?"
"La principal dificultad viene de la completa falta de acuerdo entre las pretensiones de tus contemporáneos acerca de la manera en que su sociedad estaba organizada y los hechos reales como se cuentan en la historia."
"¿Por ejemplo?" interrogué.
"No supongo que sea de mucha utilidad tratar de explicar mi problema," dijo. "Pensarás únicamente que soy tonta por mis inquietudes, pero trataré de hacerte ver lo que quiero decir. Deberías ser capaz de clarificar el asunto, si hay alguien que puede hacerlo. Acabas de hablarme de las chocantes condiciones de desigualdad entre la gente, los contrastes de despilfarro y necesidad, de orgullo y poder de los ricos, de abyección y servidumbre de los pobres, y todo el resto del espantoso relato."
"Sí."
"Parece que esos contrastes eran casi tan grandes como en cualquier otro período previo de la historia."
"Es dudoso" repliqué, "si hubo alguna vez una mayor disparidad entre las condiciones de las diferentes clases que la que encontrarías en una media hora andando por Boston, Nueva York, Chicago, o cualquier otra gran ciudad de América en el último cuarto del siglo diecinueve."
"Y aun así," dijo Edith, "en todos los libros aparece que al mismo tiempo el mayor orgullo de los americanos era que se diferenciaban de todas las otras y anteriores naciones en que ellos eran libres e iguales. Uno se encuentra constantemente con esta frase en la literatura de aquellos días. Ahora bien, has dejado claro que ellos no eran ni libres ni iguales en el sentido habitual de la palabra, sino que estaban divididos como la humanidad había estado dividida anteriormente, en ricos y pobres, amos y sirvientes. ¿Podrías decirme entonces, por favor, qué querían decir cuando se llamaban a sí mismos libres e iguales?"
"Quería decirse, supongo, que eran todos iguales ante la ley."
"Eso significa en los juzgados. ¿Y eran los ricos y los pobres iguales en los juzgados? ¿Recibían el mismo tratamiento?"
"Estoy obligado a decir", repliqué, "que en ninguna otra parte eran más desiguales. La ley se aplicaba igual para todos en sus términos, pero no de hecho. Había más diferencia en la posición de los hombres ricos y de los pobres ante la ley que en cualquier otro aspecto. Los ricos estaban prácticamente por encima de la ley, los pobres bajo sus ruedas."
"En qué aspecto, entonces, eran iguales los ricos y los pobres?"
"Se decía que eran iguales en oportunidades."
"¿Oportunidades para qué?"
"Para mejorar, para hacerse ricos, para ponerse por delante de otros en la lucha por la riqueza."
"Me parece a mi que sólo significaba, si fuese verdad, no que todos eran iguales, sino que todos tenían la misma oportunidad de hacerse desiguales. ¿Pero era verdad que todos tenían iguales oportunidades para hacerse ricos y mejorar?"
"Puede haber sido así hasta cierto punto, en los tiempos en que el país era nuevo," repliqué, "pero ya no era así en mis días. El capital había monopolizado prácticamente todas las oportunidades económicas en aquél tiempo; no había entrada en las empresas de negocios para aquellos que no tuvieran un gran capital, excepto por alguna extraordinaria fortuna."
"Pero seguramente," dijo Edith, "¿debe de haber habido, para darle al menos una apariencia a todo este alardeo sobre la igualdad, algún aspecto en el que las personas fuesen iguales de verdad?"
"Sí, lo había. Eran políticamente iguales. Tenían todos un voto equivalente, y la mayoría era el supremo legislador."
"Eso dicen los libros, pero esto hace que las cosas sean más absolutamente incomprensibles de hecho."
"¿Por qué?"
"Vaya, porque si estas personas tenían todas una voz igual en el gobierno—esas masas de pobres que trabajaban duro, que pasaban hambre, que pasaban frío, que estaban en la miseria—¿por qué no pusieron término enseguida a todas esas desigualdades que padecían?"
"Con toda probabilidad," añadió, ya que no repliqué inmediatamente, "al decir esto sólo estoy demostrando lo tonta que soy. Sin duda estoy pasando por alto algún hecho importante, pero ¿no decías que toda la gente, al menos todos los hombres, tenían una voz en el gobierno?"
"Ciertamente; en la última parte del siglo diecinueve el sufragio de los hombres se había hecho prácticamente universal en América."
"Es decir, la gente hacía las leyes a través de los agent...

Índice

  1. Tabla de Contenido
  2. El Autor
  3. Igualdad
  4. Mirando atrás desde 2000 a 1887
  5. Sobre Tacet Books
  6. Colophon