7 mejores cuentos de Enrique Hernández Miyares
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7 mejores cuentos de Enrique Hernández Miyares

  1. 17 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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7 mejores cuentos de Enrique Hernández Miyares

Descripción del libro

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.Enrique Hernández Miyares fue un poeta y periodista cubano. Como periodista desarrolló una amplia labor durante años en múltiples publicaciones. La contribución de Hernández Miyares a la valía de la cultura nacional no se limita sólo al cultivo de su propia poesía o a sus dotes de crítico o narrador. También hizo posible la difusión de la obra de sus contemporáneos y estuvo inmerso desde su oficio de periodista en la vida política e intelectual del país. Utilizó los pseudónimos Grisóstomo, Hernán de Henríquez y Juan de Jiguaní.Este libro contiene los siguientes cuentos: La condesa de Jibacoa y Luis Felipe de Orléans.Rosa de la tarde.Monseñor Pepe.Los herederos.Beatriz.Tres poemitas.El tintero y la tinta.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9783969178225

Beatriz

La fiesta era brillantísima, como todas las que ofrecían a sus amigos los marqueses de G... Se celebraba en honor del conde de la A... y su bella hija. La sala era un remedo del día; en el centro del cielo raso una magnífica lámpara de cincuenta luces, hacia de sol; en cada espejo, en cada dorado, se reflejaba los rayos luminosos; flores de mil colores, plumas, diamantes, encajes, crujido de sedas, blondas; cien bellezas que pasan, los severos trajes negros de los caballeros, en los que semeja la pechera blanca, el acerado peto del guerrero antiguo; una visión que deslumbra en cada hermosa que baila, cada caballero que danza es un enlutado que se ríe de sus penas. ¡La fiesta era brillantísima!
A lo mejor del baile, cuando ya había comenzado el primer vals, se oyó al ujier anunciar un nombre:
—¡El conde de la A...!
Este anuncio produjo una revolución; cesaron los diálogos; todas las miradas se fijaron en la puerta principal; las elegantes parejas casi cesaron en su rápido valsar, y, allá, en la penumbra de un balcón se miraban relucir dos ojos, como dos ascuas, ojos de galán que acecha, ojos que hace reverberar un corazón que se agita con violencia: ojos de enfermo del alma.
Aquel que miraba: ¡Es ella! —dijo con trémula voz a un amigo que se hallaba a su lado—. ¡Es ella! y al pronunciar por segunda vez esta frase estrechó con tal fuerza el brazo de su compañero que éste tuvo que decir:
—Luis... me matas. ¡Y que no seas tan vehemente con ella!
—¡Pues lo he de ser! —replicó Luis— ¡lo he de ser esta noche!
Cuando ella entró en la sala del brazo de su padre el conde de A... convirtióse la revolución en paz octaviana; no se respiraba. ¡Tanta hermosura, tanta originalidad, tal sello misterioso, tanta elegancia, tanta nobleza, sorprendía los ánimos, esclavizaba a los concurrentes!
Luis atravesó la sala, del bazo de su amigo, decidió a encontrarse de frente con ella, la hija del venerable anciano el conde de A...
Aquellos ojos triunfadores, chocaron con aquellos otros de fuego que antes brillaron en el balcón. Fue un choque terrible, el de aquellas dos miradas. Ambos la mantuvieron; la de ella tenía fulgores de diamante herido por el sol; la de él era húmeda, como que contenía lágrimas.
Una ligera inclinación de cabeza de ella, un saludo ceremonioso de él. Y el amigo sintiendo en su brazo derecho, la corriente eléctrica que le comunicaba el brazo de Luis.
***
—Beatriz, me has hecho aborrecer a Dios. Al Dios que adoré sin comprenderlo desde niño, porque me lo ordenaba mi madre, que era tan buena como tú, Beatriz, pero incapaz de querer al que no la adoraba.
—Luis —dijo ella con apagada voz— no blasfemes. He venido al baile, he de concurrir a la ópera, he ser la primera en participar de todos los placeres del mundo: lo he jurado, como tú juraste amar a Dios cuando tu madre te lo pedía en la hora terrible de la separación eterna.
—Yo he quebrantado mi juramento; tú tienes la culpa. ¡Yo no creo en Dios!
—¡Impío y traidor!
—Hombre de razón. Creer en Dios es para mí poseerte. ¡Que seas mía! ¡Mía en cuerpo y alma! ¿No es para mí el cielo el azul de tus ojos? ¡Nada palpita en derredor mío, si no siento palpitar tu corazón, el arrullo de mis locas frases de ardiente enamorado! ¡Yo soy ateo!
—Yo creo en Dios. Y he de adorarlo, aunque me veas casada con él...
—¡Lo he de matar!
—Aunque tenga que mentirle el cariño apasionado de la desposada de hoy. Es el hijo del amigo que salvó a mi padre de la deshonra, de la miseria más espantosa... Él le tendió la mano, le prestó fuerzas. ¡Le salvó! ¡Lo ha hecho un anciano venerable!
—¡Beatriz!... ¡Beatriz!...
—Luis mío —y he de llamarte así por última vez— yo te amo... no, no, yo te he amado, y juro no amarte más. El conde es mi padre. Yo amaré al esposo que me destina Dios.
—¡Maldi...!
Y entonces en amigo de Luis, atento al diálogo, usando fe fuerzas increíbles, lo tomó por el brazo y lo condujo al balcón desde el cual brillaron aquellos ojos de enamorado que acecha, de enfermo del alma.
***
Se habló de un telegrama. Los corrillos dejaron de ser alegres. Se disolvían los grupos. Un secreto triste se divulgaba. La fiesta terminó en dos minutos. Los dueños de la casa no hicieron los honores de la despedida. El conde de la A... ¡pobre anciano! Lloraba amargamente la muerte del hijo de su amigo, de su futuro y adorable yerno, que cayó sin vida en un duelo a espada, por una cuestión que sobrevino en el Bosque...
Beatriz también lloraba, del brazo de su padre, y le decía:
—¡Dios reina sobre nosotro...

Índice

  1. Tabla de Contenido
  2. El Autor
  3. La condesa de Jibacoa y Luis Felipe de Orléans
  4. Los herederos
  5. Rosa de la tarde
  6. Monseñor Pepe
  7. Tres poemitas
  8. Beatriz
  9. El tintero y la tinta
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon