
- 463 páginas
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eBook - ePub
Maestros de la Prosa - Robert L. Stevenson
Descripción del libro
Bienvenidos a la serie de libros de los Maestros de la Prosa, una selección de los mejores trabajos de autores notables.El crítico literario August Nemo selecciona los textos más importantes de cada autor. La selección se hace a partir de las novelas, cuentos, cartas, ensayos y textos biográficos de cada escritor.Esto ofrece al lector una visión general de la vida y la obra del autor.Esta edición está dedicada a Robert Louis Stevenson, un novelista, poeta y escritor de viajes escocés, más conocido por La isla del tesoro, Secuestrado, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y El jardín de versos de un niño. Famoso en vida, la reputación de Stevenson ha fluctuado desde su muerte, aunque hoy en día sus obras son aclamadas por todos. Actualmente está clasificado como el 26º autor más traducido del mundo. Este libro contiene los siguientes escritos:Novelas: El Dr. Jekyll y Mr. Hyde; La Isla del Tesoro; Secuestrado;.Cuentos: El ladrón de cadáveres; El mono científico; EL relojero; Janet la Torcida; Markheim; El diablo de la botella; El club de los suicidas.Biográfico: El Mito de Stevenson, por G. K. Chesterton.¡Si aprecias la buena literatura, asegúrate de buscar los otros títulos de Tacet Books!
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Información
Editorial
Tacet BooksAño
2020ISBN del libro electrónico
9783969442463Secuestrado
I. Emprendo mi viaje a la casa de Shaws
Comenzaré la historia de mis aventuras por cierta mañana, temprano, de primeros de junio del año de gracia de 1751, en que eché por última vez la llave a la puerta de la casa de mis padres. El sol empezaba a brillar sobre las cimas de los montes cuando bajaba yo por el camino, y al llegar a la casa rectoral, los mirlos silbaban ya en las lilas del jardín, y la niebla que rondaba el valle al amanecer comenzaba a levantarse y se desvanecía. El señor Campbell, el pastor de Essendean, estaba esperándome a la puerta del jardín. ¡Qué bueno es! Me preguntó si había desayunado, y cuando le dije que no me faltaba nada, apretó mi mano entre las suyas y me dio el brazo bondadosamente.
—Bien, Davie, muchacho —dijo—. Te acompañaré hasta el vado para ponerte en camino.
Y echamos a andar en silencio.
—¿Te apena abandonar Essendean? —me preguntó al cabo de un rato.
Os diré, señor —repuse—; si supiese adónde voy, o lo que va a ser de mí, os contestaría francamente. Es cierto que Essendean es un buen lugar, y en él he sido muy feliz; pero también es cierto que nunca he estado en otra parte. Muertos mi padre y mi madre, no estaré más cerca de ellos en Essendean que en el reino de Hungría, y, a decir verdad, si yo supiese que donde voy tenía posibilidades de superarme, iría de muy buen grado.
—¿Sí? —dijo el señor Campbell—. Muy bien, Davie. Ahora me corresponde a mí decirte tu suerte, o por lo menos lo que puedo decirte de ella. Cuando tu madre se fue de este mundo, y tu padre (hombre digno y cristiano) comenzó a contraer la enfermedad que le llevó a su fin, me encargó de cierta carta que, según me dijo, era tu herencia, y añadió: «En cuanto yo muera y hayan sido arreglados la casa y los efectos personales (todo lo cual se ha hecho ya, Davie), entregad esta carta a mi hijo en mano, y mandadle a la casa de Shaws, que no queda lejos de Cramond. De allí vine yo, y es muy lógico que allí vuelva mi chico. Es un muchacho sensato —añadió tu padre— y sagaz, y no dudo que sabrá apañárselas y que será querido dondequiera que vaya».
—¡La casa de Shaws! —exclamé—. ¿Qué tenía que ver mi pobre padre con la casa de Shaws?
—No lo sé —respondió el señor Campbell—. ¿Quién puede decirlo con seguridad? Pero el nombre de esa familia es el mismo que tú llevas, Davie, muchacho... Balfour de Shaws: una antigua, honrada y respetable casa, aunque venida a menos en estos últimos tiempos. Tu padre, por lo demás, era un hombre de saber, como correspondía a su posición. Nadie dirigía la escuela mejor que él; no tenía los modales ni la manera de hablar de un dómine cualquiera, por eso yo, como muy bien recordarás, me complacía en traerlo a la rectoría para que se reuniese con la gente distinguida, pues su compañía agradaba a todos los miembros de mi casa, a los Campbell de Kilrennet, a los Campbell de Dunswire, a los Campbell de Minch y a otros muchos, todos caballeros muy conocidos. En fin, para que estés al corriente de todo lo concerniente a este asunto, aquí tienes la carta testamentaria, escrita de puño y letra de tu padre, nuestro difunto hermano. Y me dio la carta, cuyo sobre decía: «Para entregar en mano a Ebenezer Balfour, señor de Shaws, en la casa de Shaws, por mi hijo, David Balfour».
El corazón me latía con violencia ante el gran horizonte que ahora se abría de improviso ante un muchacho de dieciséis años, hijo de un pobre maestro de escuela del bosque de Ettrick.
—Señor Campbell —dije balbuceando—, ¿iríais vos si estuvieseis en mi lugar?
—Sin duda alguna —respondió el pastor—, claro que iría, y sin dilación. Un muchacho tan robusto como tú puede llegar a Cramond, que está cerca de Edimburgo, en dos días de camino, y en el peor de los casos, suponiendo que tus ilustres parientes (pues no puedo menos de imaginar que llevan algo de tu sangre) te pusieran de patitas en la calle, no tienes más que volver a andar otros dos días de camino y llamar a la puerta de la rectoría. Pero yo confío en que serás bien recibido, como preveía tu pobre padre, y además, si algo sé, es que con el tiempo llegarás a ser un gran hombre. Y ahora, Davie, muchachito —concluyó—, mi conciencia me obliga a aprovechar esta separación para ponerte en guardia contra los peligros del mundo.
En este punto buscó un asiento cómodo, eligió una gran piedra lisa, al pie de un abedul del borde del camino, se sentó con la cara muy seria, y como el sol brillaba entre dos crestas de los montes, y nos daba en la cabeza, se puso el pañuelo sobre su sombrero de tres picos para protegerse. Luego, con el dedo índice levantado, empezó por prevenirme contra un considerable número de herejías, por las cuales yo no sentía la más mínima tentación, y me pidió con insistencia que fuera constante en mis oraciones y en la lectura de la Biblia. A continuación me hizo una descripción de la gran casa adonde estaba destinado, y me explicó cómo debía comportarme con sus moradores.
—Sé dócil, Davie, en las cosas sin importancia —dijo—. Ten presente que, aunque de buena familia, has recibido una educación campesina. ¡No nos avergüences, Davie, no nos avergüences! En esa casa tan grande, tan opulenta, con todos aquellos criados, arriba y abajo, muéstrate tan amable, tan circunspecto, tan agudo en la comprensión y tan comedido en las palabras como el que más. En cuanto al dueño de la casa, recuerda siempre que es el amo. No te digo más. Honra a quien debas honrar. Es una satisfacción obedecer al dueño de la casa, o debe serlo para los jóvenes.
—Bien, señor; así debe de ser —dije yo—, y os prometo que intentaré hacerlo como decís.
—Así, muy bien hablado —repuso el señor Campbell con entusiasmo—. Y ahora vayamos a lo material, o para hacer un juego de palabras, a lo inmaterial. Aquí traigo este paquetito, que contiene cuatro cosas.
Mientras hablaba lo extrajo con bastante dificultad del bolsillo de los faldones de su casaca.
—De estas cuatro cosas, la primera es tu herencia legal: el poco dinero por los libros de tu padre y demás objetos, que he comprado, como te he explicado antes, con el objeto de revendérselos al nuevo maestro. Las otras tres cosas son regalitos que la señora Campbell y yo desearíamos fuesen de tu agrado. El primero, que es redondo, probablemente será el que más te guste al primer pronto; pero ¡ay, Davie, muchacho!, no es sino una gota de agua en el mar; te ayudará para dar un paso, y después se desvanecerá como la mañana. El segundo, que es plano y cuadrado y tiene cosas escritas, estará siempre a tu lado, como un buen bastón para el camino y una buena almohada para tu cabeza cuando estés enfermo. En cuanto al último, que es cúbico, te llevará, y ése es mi más piadoso deseo, a una tierra mejor.
Habiendo dicho esto, se puso en pie, se quitó el sombrero, rezó un momento en voz alta, en términos conmovedores, por el joven que emprendía su camino en el mundo, y después, repentinamente, me tomó entre sus brazos, me estrechó muy fuerte, me apartó de sí con los brazos extendidos, me miró con el semblante contraído por la pena y, finalmente, dio media vuelta y, diciéndome adiós a gritos, fue alejándose por donde habíamos venido, con una especie de paso al trote. A cualquier otra persona aquello le hubiera parecido cómico; pero yo no estaba para risas. Me quedé mirándole hasta que desapareció de mi vista, y vi que no dejó de correr y que no volvió la cabeza siquiera una vez. Entonces comprendí que todo aquello era por la pena que le causaba mi partida, y sentí un gran remordimiento de conciencia, porque por mi parte apenas podía contener la alegría que me producía dejar aquel tranquilo pueblo para ir a una casa grande y bulliciosa, entre gente rica y respetada, de mi nombre y de mi sangre.
«¡Davie! ¡Davie! —me dije—, ¿dónde se ha visto ingratitud más negra? ¿Eres capaz de olvidar los antiguos favores y a tus antiguos amigos por la simple mención de un nombre? ¡Qué vergüenza!».
Y me senté en la piedra que el buen hombre acababa de dejar para abrir el paquete y ver en qué consistían mis regalos. El que había llamado cúbico no me ofrecía demasiadas dudas; era, efectivamente, una pequeña Biblia para llevar en el bolsillo del tartán. El que había dicho que era redondo resultó ser un chelín de plata, y el tercero, el que tan maravillosamente útil había de serme en la salud y en la enfermedad durante todos los días de mi vida, era un trozo de papel basto y amarillento, con un escrito en tinta roja que decía así:
«Para hacer Agua de lirio de los valles.
Tómense las flores del lirio de los valles y destílense en vino dulce, y bébanse una cucharada o dos según los casos. Esta bebida devuelve el habla a los que padecen parálisis en la lengua. Es buena contra la gota; reanima el corazón y fortalece la memoria; y metiendo las flores en un frasco bien tapado, colocando éste en un hormiguero durante un mes, y sacándolo después, se conseguirá un licor que procede de las flores. Este licor, guardado en un frasco, es bueno tanto para el hombre como para la mujer, estén sanos o enfermos».
Y después de esto, de puño y letra del pastor, se añadía:
«Del mismo modo, para los esguinces, por medio de friegas, y para el cólico, tómese una cucharada grande cada hora».
Como es de suponer, me reí de esto, pero era una risa más bien trémula, y me alegré cuando até el hatillo al extremo de mi bastón, atravesé el vado y empecé a subir por la colina de enfrente, hasta que, al llegar al verde camino que se extendía a través del brezal, contemplé por última vez la iglesia de Essendean, los árboles que rodean la rectoría y los grandes serbales del cementerio donde yacían mi padre y mi madre.
––––––––
II. Llego al final de mi viaje
En la mañana del segundo día, al llegar a la cima de un monte, vi toda la comarca que descendía hacia el mar; y a la mitad de aquel descenso, en una larga loma, la ciudad de Edimburgo, humeando como un horno. Una bandera ondeaba en el castillo. Unos barcos se movían y otros permanecían anclados en el estuario; y a pesar de estar tan distantes unos y otros, los distinguía con toda claridad, y todo aquello me trajo el nombre de mi patria a los labios.
Poco después llegué a una casa donde vivía un pastor, el cual me indicó vagamente la dirección de la vecindad de Cramond, y así, preguntando a unos y a otros, seguí mi camino hacia el oeste de la capital, por Colinton, hasta llegar a la carretera de Glasgow. Y allí, con gran satisfacción y maravilla, vi un regimiento que marchaba al compás de los pífanos y marcando el paso a un tiempo. Un viejo y coloradote general, montado en un caballo rucio, iba delante, y siguiéndole, la compañía de granaderos, con sus sombreros muy parecidos a tiaras. El orgullo de mi vida parecía subírseme a la cabeza al ver a los casacas rojas y al escuchar aquella alegre música.
Un poco más lejos me dijeron que me hallaba en la parroquia de Cramond, y empecé, pues, a preguntar por la casa de Shaws. Pero este nombre parecía sorprender a todos aquellos a quienes preguntaba el camino. En un principio pensé que la sencillez de mi aspecto, mi indumentaria de aldeano y el polvo de la carretera que me cubría casaban mal con la grandeza del lugar al que me dirigía. Pero, después de que dos o quizá tres personas me hubieran mirado del mismo modo y dado igual contestación, empecé a sospechar que algo extraño había en lo referente a Shaws.
Para calmar aquellos temores, creí más oportuno cambiar la forma de mis preguntas, y viendo a uno que tenía apariencia de buen hombre, y que iba por el camino, encaramado en el varal de su carro, le pregunté si había oído hablar de la casa que llamaban de Shaws. El individuo paró el carro y me miró como lo hicieran los anteriores.
—Sí —respondió—. ¿Por qué?
—¿Es una gran casa? —le pregunté.
—Desde luego —repuso—. La casa es grande, muy grande.
—Ya —dije—; pero ¿y la gente que la habita?
—¿La gente? —exclamó—. ¿Estás loco? Allí no hay gente que pueda llamarse tal.
—¿Cómo? —repliqué—; ¿no vive allí el señor Ebenezer?
—¡Ah, sí! —dijo el hombre—. Allí está el amo, ¡claro!, si es a él a quien buscas. ¿Y qué asuntos te llevan allí, muchacho?
—Me han dado a entender que puedo encontrar una colocación —respondí lo más modestamente que pude.
—¿Cómo? —exclamó el carretero con un tono de voz tan agudo que hasta el caballo se sobresaltó; y luego añadió—: Bien, jovencito, eso no es asunto mío; pero como pareces un muchacho decente, si quieres aceptar mi consejo, aléjate de la casa de Shaws. La persona que encontré después era un atildado hombrecillo, con una bonita peluca blanca, y me pareció que era un barbero que iba haciendo su recorrido. Y sabiendo yo que los barberos son grandes charlatanes, le pregunté abiertamente qué clase de hombre era el señor Balfour de los Shaws.
—¡Eh, eh! —dijo el barbero—. Ese no es ninguna clase de hombre, ninguna clase de hombre.
Y empezó a preguntarme de forma muy astuta por los asuntos que me llevaban hasta allí; pero en ese punto era yo más astuto que él, y tuvo que marcharse en busca de su próximo cliente sin saber mucho más de lo que sabía al encontrarme.
No puedo expresar el golpe que todo esto asestó a mis ilusiones. Cuanto más confusas eran las acusaciones, menos me agradaban, porque dejaban ancho campo a la fantasía. ¿Qué clase de gran casa era aquélla, que toda la parroquia se quedaba asustada y asombrada cuando preguntaba yo el camino para llegar hasta ella? ¿Y qué clase de señor era aquél, cuya mala fama era tan conocida incluso por aquellos andurriales? Si una hora de camino hubiese bastado para volverme a Essendean, hubiera abandonado mi aventura en seguida y habría regresado a casa del señor Campbell. Pero ya que había llegado tan lejos, mi propio pundonor me impedía desistir hasta no poner a prueba el asunto. Por respeto a mí mismo, estaba obligado a llevarlo adelante, y aunque me agradaban muy poco los rumores que había oído, y aunque ya empezaba a aminorar el paso, seguí preguntando el camino y seguí avanzando.
Cercana ya la caída de la tarde, me encontré con una mujer fornida, morena, de huraño semblante, que bajaba con dificultad por una colina. Cuando le hice mi acostumbrada pregunta, dio repentinamente media vuelta, me acompañó hasta la cima que ella acababa de dejar, y me señaló un enorme edificio, que se alzaba desangelado en una pradera del fondo del cercano valle. El paisaje del entorno era muy agradable, con colinas bajas deliciosamente surcadas por arroyos y pobladas de árboles. Los sembrados que se ofrecían a mi vista aparecían maravillosamente lozanos; pero la casa en sí era una especie de ruina; no existía camino alguno que condujera a ella; no salía humo de sus chimeneas; allí no había nada que se asemejara a un jardín. Aquello me descorazonó.
—¿Es ésa? —exclamé.
El semblante de la mujer se iluminó de una ira malévola.
—¡Esa es la casa de los Shaws! —exclamó—. Se construyó con sangre; la sangre interrumpió su construcción; la sangre la derribará. ¡Mira! —volvió a exclamar—. ¡Escupo en el suelo y maldigo a ese hombre! ¡Negra será su caída! Si ves al amo, dile lo que me has oído; dile que con ésta son ya mil doscientas diecinueve las veces que Jennet Clouston le maldice a él y a su casa, a sus establos y cuadras, hombres y huéspedes, amo y esposa, hijos e hijas... ¡Negra, negra será su caída!
Y la mujer, cuya voz había elevado hasta una especie de sobrenatural sonsonete, se volvió de repente y se marchó. Yo me quedé donde me dejó, con los pelos de punta. Por aquellos días aún creía la gente en las brujas y temblaba ante una maldición, y ésta de ahora, lanzada tan oportunamente que parecía un presagio del camino para impedirme que llevara a cabo mi propósito, me dejó sin fuerzas en las piernas.
Me senté y me quedé mirando fijamente la casa de Shaws. Cuanto más la miraba, más agradable me parecía aquel paisaje. Todo estaba cuajado de matas de espinos blancos, llenos de flores; los campos aparecían salpicados de ovejas; una hermosa bandada de grajos volaba en el cielo; todo indicaba la bondad del suelo y del clima, y, sin embargo, el edificio que se alzaba en el centro hería mi fantasía.
Mientras estaba sentado en la cuneta los campesinos volvían de los campos, pero me faltaban ánimos para darles las buenas...
Índice
- Tabla de Contenido
- El Autor
- El Dr. Jekyll y Mr. Hyde
- La Isla del Tesoro
- Secuestrado
- El ladrón de cadáveres
- El mono científico
- El relojero
- Janet la Torcida
- Markheim
- El diablo de la botella
- El Club de los Suicidas
- Sobre Tacet Books
- Colophon




