
- 162 páginas
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eBook - ePub
Maestros de la Prosa - Guy de Maupassant
Descripción del libro
Bienvenidos a la serie de libros de los Maestros de la Prosa, una selección de los mejores trabajos de autores notables.El crítico literario August Nemo selecciona los textos más importantes de cada autor. La selección se hace a partir de las novelas, cuentos, cartas, ensayos y textos biográficos de cada escritor.Esto ofrece al lector una visión general de la vida y la obra del autor.Esta edición está dedicada a Guy de Maupassant, un escritor francés, autor principalmente de cuentos, aunque escribió seis novelas. Su prosa tiene la virtud de ser sencilla pero directa, sin artificios. Sus historias, variopintas, transmiten con una fidelidad absoluta la sociedad de su época. Pero lo que más lo caracteriza es lo impersonal de su narración; jamás se involucra en la historia y se manifiesta como un ser omnisciente que se limita a describir detalladamente sus observaciones. No en vano, está considerado como uno de los mayores cuentistas de la historia de la literatura.Este libro contiene los siguientes escritos:Cuentos: Bola de Sebo, El colar, El Horla, Ese cerdo de Morin, La cama 29, ¿Quién sabe?, Miss Harriet, Amor, Carta que se encontró a un ahogado, Confesiones de una mujer, El asesino, El ciego, El miedo, El velatorio, Encuentro, En el bosque, La cita, La madre loca, La muerte, La noche, La tumba, Las joyas, Los suicidas, Magnetismo, Nochebuena, Sueños, Una vendetta, Una viuda, Un extraño relato de Navidad.¡Si aprecias la buena literatura, asegúrate de buscar los otros títulos de Tacet Books!
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Información
Editorial
Tacet BooksAño
2020ISBN del libro electrónico
9783969440988Bola de Sebo
Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restosdel ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecíanhordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidasy sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio,sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados,incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andabansólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto separaban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchosde los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas,y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntariosimpresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmentea huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos,restos de una división destrozada en un terrible combate; artillerosde uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entrelos cuales aparecía el brillante casco de algún dragóntardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligerade los infantes.
Compañías de francotiradores, bautizados con epítetosheroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, LosCompañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto defacinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o decereales, convertidos en jefes gracias a su dinero -cuando no al tamañode las guías de sus bigotes-, cargados de armas, de abrigos y degalones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campañay pretendían ser los únicos cimientos, el único sosténde Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombrosde fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados,gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidosy truhanes.
Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.
La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba congran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos,fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combatecuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sushogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos quehasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entreleguas a la redonda, desaparecieron de repente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Senabuscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y sugeneral iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porqueno podía intentar nada con jirones de un ejército deshechoy enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencery al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.
Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron ala población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio,esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armasde combate un asador y un cuchillo de cocina.
La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron.De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio,al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.
La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, deuna vez, el invasor.
En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropasfrancesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta decómo ni por dónde, y atravesaron a galope la ciudad. Luego,una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otrasdos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume.Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en laplaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyóel ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacíanresonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.
Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lolargo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientrasque detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observabana los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas porderecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentíanla desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornosasoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y todaenergía son estériles. La misma sensación se reproducecada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existirla seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombreso de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz.Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario;un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinosahogados, junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejércitovictorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demásprisioneros, saquea en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus precesa un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azoteshorribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianzaque nos han enseñado a tener en la protección del cielo yen el juicio humano.
Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todaslas casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidosse veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores.
Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio,se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartíala mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientosdelicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnabaverse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecíanesas demostraciones de aprecio, pensando, además, que alguna vezsería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitaríanel trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A quéhubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fueramás temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defectode los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido enaquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustrea la ciudad. Se razonaba -escudándose para ello en la caballerosidadfrancesa- que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casalas atenciones, mientras en público se manifestase cada cual pocodeferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran;pero en casa era muy distinto, y de tal modo lo trataban, que reteníantodas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en familia.
La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior.Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianostransitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficialesde húsares azules, que arrastraban con arrogancia sus sables poraceras, no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del queles habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadoresfranceses que frecuentaban los mismos cafés.
Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutily desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, comouna peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturabalas viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos,produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos del propiopaís, entre bárbaras y amenazadoras tribus.
Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes pagabansin chistar; eran ricos. Pero cuanto más opulento es el negociantenormando, más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una parte,por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en manos deotro.
A pesar de la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la ciudad,siguiendo el curso del río hacia Croiset, Dieppedalle o Biessart,los marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el cadáverde algún alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o deun garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o lanzado al aguade un empujón desde oscuras venganzas, salvajes y legítimasrepresalias, desconocidos heroísmos, ataques mudos, más peligrososque las batallas campales y sin estruendo glorioso.
Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos dealgunos intrépidos, resignados a morir por una idea.
Pero como los vencedores, a pesar de haber sometido la ciudad al rigorde su disciplina inflexible, no habían cometido ninguna de las brutalidadesque les atribuía y afirmaba su fama de crueles en el curso de sumarcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los vencidos y la convenienciadel negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de la región.Algunos tenían planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupadotodavía por el ejército francés, y se propusieronhacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe,en donde podrían embarcar.
Apoyados en la influencia de algunos oficiales alemanes, a los que tratabanamistosamente, obtuvieron del general un salvoconducto para el viaje.
Así, pues, se había prevenido una espaciosa diligenciade cuatro caballos para 10 personas, previamente inscritas en el establecimientode un alquilador de coches; y se fijó la salida para un martes,muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y aglomeraciónde transeúntes.
Días antes, las heladas habían endurecido ya la tierra,y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones empujados por un vientonorte descargaron una tremenda nevada que duró toda la tarde y todala noche.
A eso de las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se reunieronen el patio de la Posada Normanda, en cuyo lugar debían tomar ladiligencia.
Llegaban muertos de sueño; y tiritaban de frío, arrebujadosen sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la oscuridad, yla superposición de pesados abrigos daba el aspecto, a todas aquellaspersonas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con sus largas sotanas. Dosde los viajeros se reconocieron; otro los abordó y hablaron.
-Voy con mi mujer -dijo uno.
-Y yo.
El primero añadió:
-No pensamos volver a Ruán, y si los prusianos se acercan a ElHavre, nos embarcaremos para Inglaterra.
Los tres eran de naturaleza semejante y, sin duda, por eso teníanaspiraciones idénticas.
Aún estaba el coche sin enganchar. Un farolito llevado por unmozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una puerta oscura,para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos herían conlos cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la paja de suscamas, y se oía una voz de hombre dirigiéndose a las bestias,a intervalos razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles anunciabael manejo de los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto enun tintineo claro y continuo, regulado por los movimientos de una bestia;cesaba de pronto, y volvía a producirse con un brusca sacudida,acompañado por el ruido seco de las herraduras al chocar en laspiedras.
Cerrose de golpe la puerta. Cesó todo ruido. Los burgueses,helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.
Una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente, abrillantaday temblorosa; cubría la tierra, sumergiéndolo todo en unaespuma helada; y sólo se oía en el profundo silencio de laciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensaciónmás que ruido, encruzamiento de átomos ligeros que parecenllenar el espacio, cubrir el mundo.
El hombre reapareció con su linterna, tirando de un ronzalsujeto al morro de un rocín que le seguía de mala gana. Loarrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltasen torno, asegurando los arneses; todo lo hacía con una sola mano,sin dejar el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de nuevo al establopara sacar la segunda bestia reparó en los inmóviles viajeros,blanqueados ya por la nieve, y les dijo:
-¿Por qué no suben al coche y estarán resguardadosal menos?
Sin duda no es les había ocurrido, y ante aquella invitaciónse precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos instalaron a susmujeres en la parte anterior y subieron; en seguida, otras formas borrosasy arropadas fueron instalándose como podían, sin hablarni una palabra.
En el suelo del carruaje había una buena porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado primero llevaban caloríferos de cobre con carbón químico, y mientras lo preparaban, charlaron a media voz: cambiaban impresiones acerca del buen resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro sabidas debieron tener olvidadas.
Por fin, una vez enganchados en la diligencia seis rocines en vez decuatro, porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz desdeel pescante preguntó:
-¿Han subido ya todos?
Otra contestó desde dentro:
-Sí; no falta ninguno.
Y el coche se puso en marcha.
Avanzaba lentamente a paso corto. Las ruedas se hundían en lanieve, la caja entera crujía con sordos rechinamientos; los animalesresbalaban, resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo de mayoralrestallaba, sin reposo, volteaba en todos sentidos, enrollándose y desenrollándosecomo una delgada culebra, y azotando bruscamente la grupa de algúncaballo, que se agarraba entonces mejor, gracias a un esfuerzo másgrande.
La claridad aumentaba imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos queun viajero culto, natural de Ruán precisamente, había comparadoa una lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un resplandor amarillentose filtrab...
Índice
- Tabla de Contenido
- El Autor
- Bola de Sebo
- El colar
- El Horla
- Ese cerdo de Morin
- La cama 29
- ¿Quién sabe?
- Miss Harriet
- Amor
- Carta que se encontró a un ahogado
- Confesiones de una mujer
- El asesino
- El ciego
- El miedo
- El velatorio
- Encuentro
- En el bosque
- La cita
- La madre loca
- La muerte
- La noche
- La tumba
- Las joyas
- Los suicidas
- Magnetismo
- Nochebuena
- Sueños
- Una vendetta
- Una viuda
- Un extraño relato de Navidad
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