Maestros de la Prosa - Katherine Mansfield
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Maestros de la Prosa - Katherine Mansfield

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Maestros de la Prosa - Katherine Mansfield

Descripción del libro

Bienvenidos a la serie de libros de los Maestros de la Prosa, una selección de los mejores trabajos de autores notables.El crítico literario August Nemo selecciona los textos más importantes de cada autor. La selección se hace a partir de las novelas, cuentos, cartas, ensayos y textos biográficos de cada escritor.Esto ofrece al lector una visión general de la vida y la obra del autor.Esta edición está dedicada a Katherine Mansfield, una destacada escritora modernista de origen neozelandés. Al igual que Virginia Wolf, con la que mantuvo una relativa amistad, Mansfield en sus relatos ,quería describir la vida cotidiana y las relaciones sociales en las clases medias cultivadas, a las que ambas pertenecían. Pero sobre todo, quería ver qué había debajo de esa bonanza. Podía ser algo dramático, la muerte, el término del amor o algo impreciso, un secreto... Para ello combinó hermosura y espanto, lo mezquino con lo sublime. Y para ello reflejó la belleza existente en toda vida humana.Este libro contiene los siguientes escritos:Cuentos: Las hijas del difunto coronel; La mosca; Felicidad; Fiesta en el jardín; Vida de Ma Parker; Sopla el viento; La señorita Brill; El Cansancio de Rosabel; Cómo Secuestraron a Pearl Button; Viaje a Brujas; Una Aventura Verídica; Los Vestidos Nuevos; La Abandonada o la Mujer Solitaria; El Viejo Underwood; La Niña; Millie; Pensión Seguín; Violet; Baños Turcos; Algo Infantil, Pero Muy Natural; Un Viaje Indiscreto; Estampas Primaverales; En Las Altas Horas De La Noche; Dos de Dos Peniques, Hage El Favor; La Gorra Nueva; Cuento De Hadas Suburbano; El Clavel; Juegos Infantiles; Esta Flor; La Casa que No Era; Seis Peniques; Veneno.¡Si aprecias la buena literatura, asegúrate de buscar los otros títulos de Tacet Books!

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9783969440704

Las hijas del difunto coronel

I

La semana siguiente fue una de las más atareadas de su vida. Incluso cuando se acostaban, lo único que permanecía tendido y descansaba eran sus cuerpos; porque sus mentes continuaban pensando, buscando soluciones, hablando de las cosas, interrogándose, decidiendo, intentando recordar dónde...
Constantia permanecía yerta como una estatua, con las manos estiradas junto al cuerpo, los pies apenas cruzados y la sábana hasta la barbilla. Miraba al techo.
—¿Crees que a papá le molestaría si diésemos su sombrero de copa al portero?
—¿Al portero? —saltó Josephine—. ¿Y por qué tenemos que dárselo al portero? ¡A veces tienes cada idea...!
—Porque seguramente —replicó lentamente Constantia— debe tener que ir bastante a menudo a entierros. Y en..., en el cementerio vi que llevaba un sombrero hongo. —Hizo una pausa—. Entonces se me ocurrió que estaría muy agradecido si pudiese tener un sombrero de copa. Además tendríamos que hacerle algún regalo. Siempre se portó muy bien con papá.
—¡Por favor! —sollozó Josephine, incorporándose en la almohada y mirando hacia Constantia a través de la oscuridad—. ¡Piensa en la cabeza que tenía papá!
E, inesperadamente, durante un horrendo segundo, estuvo a punto de echarse a reír. Aunque, por supuesto, no tenía las menores ganas de reír. Debió haber sido la costumbre. En otros tiempos, cuando se pasaban la noche despiertas charlando, sus camas no cesaban de crujir bajo sus risas. Y ahora, al imaginarse la cabeza del portero tragada, como por ensalmo, por el sombrero de copa de su padre, como una vela apagada de un soplido... Las ganas de reír aumentaban, le subían por el pecho; apretó con fuerza las manos; luchó por vencerla; frunció severamente el ceño en la oscuridad y se dijo con voz terriblemente adusta: “Recuerda”.
—Podemos decidirlo mañana —añadió, dirigiéndose a su hermana.
Constantia no había advertido nada y se limitó a suspirar.
—¿Crees que también deberíamos llevar a teñir las batas?
—¿De negro? —exclamó Josephine casi con un chillido.
—¿De qué iba a ser? —prosiguió Constantia—. Estaba pensando que..., en cierto modo, no acaba de ser muy sincero llevar luto cuando salimos a la calle, y luego, en casa...
—Pero si nadie nos ve —respondió Josephine. Y retorció con tanta fuerza los cobertores que le destaparon los pies. Tuvo que subirse más en las almohadas para que le volviesen a quedar tapados.
—Kate nos ve —señaló Constantia—. Y el cartero también puede vernos.
Josephine pensó en sus zapatillas color rojo oscuro, que hacían juego con su bata, y en el verde indefinido de las de Constantia, también a juego con su bata. ¡Teñidas de luto! Dos batas negras y dos pares de mullidas zapatillas de luto, arrastrándose hacia el baño como cuatro gatos negros.
—No creo que sea absolutamente necesario —dijo.
Se produjo un silencio. Luego Constantia comentó:
—Tendremos que echar mañana al correo los periódicos con la esquela para que puedan salir en la primera recogida hacia Ceilán... ¿Cuántas cartas llevamos recibidas?
—Veintitrés.
Josephine las había contestado una por una, y veintitrés veces, al llegar a “echamos mucho de menos a nuestro querido padre”, no había podido contenerse y había tenido que recurrir al pañuelo y, en algunas, incluso había tenido que enjugar una lágrima de un azul muy pálido con la puntita del papel secante. ¡Qué extraño! Todavía no había logrado acostumbrarse..., pero veintitrés veces... Ahora mismo, por ejemplo, cuando se repetía tristemente “echamos mucho de menos a nuestro querido padre”, si hubiese querido hubiese podido echarse a llorar.
—¿Tienes bastantes sellos? —preguntó Constantia.
—Oh, ¿cómo quieres que lo sepa? —dijo Josephine, enojada—. ¿Para qué me preguntas ahora eso?
—Simplemente se me ha ocurrido, eso es todo —replicó Constantia conciliadora.
Se produjo otro silencio. Luego se oyó una leve carrerilla, un roce, y un salto.
—Un ratón —sentenció Constantia.
—No puede ser un ratón porque no ha quedado ninguna miga —rectificó Josephine.
—No, pero eso el ratón no lo sabe —dijo Constantia.
Sintió que el corazón se le contraía con un espasmo de compasión. ¡Pobrecillo animal! Ojalá hubiese un trocito de galleta en el tocador. Era horrible pensar que el animalito no iba a encontrar nada de nada. ¿Qué iba a ser de él?
—No entiendo de qué viven —dijo lentamente.
—¿Quién? —preguntó Josephine.
Y Constantia replicó en voz más alta de lo que se proponía:
—Los ratones.
Josephine estaba furiosa.
—¡Oh, deja de decir tonterías, Con! ¿Qué demonios tienen que ver los ratones en todo esto? Te debes estar durmiendo.
—No lo creo —replicó Constantia. Y cerró los ojos para asegurarse. Se había dormido.
Josephine arqueó la espalda, dobló las rodillas y también dobló los brazos de modo que los puños le quedasen bajo las orejas, al tiempo que apretaba con fuerza la mejilla sobre la almohada.

II

Otro factor que complicaba las cosas era que aquella semana la señora Andrews, la enfermera, iba a quedarse en su casa. La culpa era enteramente suya por habérselo pedido. Había sido idea de Josephine. Por la mañana, aquella última mañana, después de que el doctor se fuese, Josephine le había dicho a Constantia:
—¿No crees que sería una prueba de amabilidad por nuestra parte si invitásemos a la señora Andrews a que se quedase otra semana, como invitada nuestra?
—Estaría muy bien —aprobó Constantia.
—Tenía pensado —prosiguió Josephine rápidamente— decírselo esta tarde, cuando le hubiese pagado. Pensaba decirle: “Señora Andrews, mi hermana y yo estaríamos encantadas si, después de todo cuanto ha hecho por nosotras, quisiese quedarse otra semana como invitada nuestra”. Tendría que decirle eso de invitada, no vaya a pensar que...
—¡Oh, no creo que espere que le paguemos! —exclamó Constantia.
—Nunca se sabe —dijo Josephine prudentemente.
La señora Andrews, por supuesto, aceptó encantada. Pero había sido una mala idea. Ahora tenían que sentarse a la mesa a las horas indicadas y tomar una comida formal, mientras que, de haber estado solas, le hubieran podido pedir a Kate que les dejase una bandeja en cualquier sitio. Y lo cierto era que las comidas, ahora que lo peor había pasado, eran una verdadera pesadilla.
La enfermera era algo terrible para la mantequilla. La verdad es que debían reconocer que, por lo menos en lo de la mantequilla, se aprovechaba de su amabilidad. Y, además, tenía aquella costumbre absolutamente extravagante de pedir una pizca más de pan para terminar de rebañar el plato, y luego, cuando ya daba el último bocado, volverse a servir distraídamente —aunque evidentemente no tenía nada de distraída—. Cuando esto ocurría Josephine se ruborizaba y clavaba sus ojillos pequeños, diminutos, en el mantel, como si hubiese descubierto que algún insecto extraño y microscópico avanzaba entre el tejido.
Pero el rostro largo y lívido de Constantia se alargaba y contraía, y miraba a lo lejos —muy lejos—, mucho más allá de aquel desierto por el que la caravana de camellos serpenteaba como un cabo de lana...
—Cuando estuve en casa de lady Tukes —contaba la señora Andrews—, tenían un recipiente tan bonico para la mantequiya. Era un Cupido de plata que se sostenía en..., en el borde de una fuenteciya de cristal, con un tenedor chiquito. Y cuando alguien quería más mantequiya no tenía más que apretarle el pie y se inclinaba y clavaba un trocico en el tenedor. Parecía un juego.
Josephine apenas podía soportarlo.
—A mí me parece que esas cosas son una extravagancia —fue lo único que dijo.
—¿Por qué? —preguntó la enfermera, mirándola a través de sus gafas—. Nadie tiene por qué tomar más mantequiya de la que quiere, ¿no creen?
—Con, llama, por favor —exclamó Josephine. Estaba a punto de perder la paciencia.
Y la joven y orgullosa Kate, la princesita encantada, entró a ver qué demonios querían ahora aquellos vejestorios. Les retiró descaradamente los platos en los que les había servido no se sabía qué y plantó ante ellas un mejunje pastoso y blanquecino.
—La compota, Kate, por favor —dijo Josephine amablemente.
Kate se arrodilló, abrió de par en par el aparador, levantó la tapa del bote de la compota, vio que estaba vacío, lo colocó sobre la mesa y volvió a salir.
—Lo siento —dijo la enfermera al cabo de un instante—, pero está vacía.
—¡Oh, qué contrariedad! —exclamó Josephine. Y se mordió el labio—. ¿Qué podemos hacer?
Constantia parecía dubitativa.
—No podemos volver a molestar a Kate —dijo suavemente.
Mientras, la señora Andrews esperó, sonriéndoles a ambas. Sus ojillos no paraban de espiarlo todo desde detrás de sus gafas. Constantia, desesperada, volvió a sus camellos. Josephine frunció exageradamente el ceño, concentrándose. Si no hubiese sido por aquella estúpida mujer, Con y ella hubieran comido aquellas natillas sin compota, naturalmente. De pronto tuvo una ocurrencia.
—Ya sé —se dijo—. Mermelada. En el aparador queda algo de mermelada. Tráela, por favor, Con.
—Espero —dijo la señora Andrews riendo con una risita que parecía una cucharilla tintineando en el vaso de un enfermo—, espero que no sea una mermelada muy amarga.

III

Pero, después de todo, ya no faltaba tanto, y cuando se fuese se iría para siempre. Y no debían olvidar que realmente se había mostrado muy amable con su padre. Le había cuidado día y noche hasta el final. Claro que tanto Constantia como Josephine consideraban, para sus adentros, que había exagerado un tanto al no abandonarle en sus últimos momentos. Cuando habían entrado a despedirse de él la señora Andrews había permanecido sentada junto a la cabecera, tomándole el pulso y haciendo ver que miraba el reloj. Seguro que aquello no era necesario. Y, además, era una falta de tacto. Supongamos que su padre hubiese deseado decirles algo —algo confidencial. Aunque eso no quiere decir que su padre se hubiese reprimido. ¡Todo lo contrario! Había permanecido yaciente, con el rostro encendido, congestionado, enojado, y no se había dignado dirigirles la mirada ni siquiera cuando habían entrado. Y luego, mientras permanecían allí, sin saber qué hacer, inesperadamente había abierto un ojo. ¡Ah, qué diferencia tan grande, qué diferencia en el recuerdo que iban a tener de él, si tan sólo hubiese abierto los dos! Hubiese sido mucho más fácil contárselo a la gente. Pero no, uno, sólo había abierto un ojo. Un ojo que las miró centelleando unos segundos y luego... se apagó.

IV

Para ellas había resultado muy embarazoso cuando el reverendo Farolles, de Saint John, acudió a verlas aquella misma tarde.
—Espero que sus últimas horas fueran apacibles —fueron las primeras palabras que dijo, mientras parecía deslizarse hacia ellas por entre la penumbra de la sala de estar.
—Lo han sido —respondió Josephine débilmente. Y ambas bajaron la vista. Estaban seguras que aquella última mirada de un solo ojo no había sido nada apacible.
—¿No quiere sentarse? —inquirió Josephine.
—Gracias, señorita Pinner —dijo el reverendo Farolles agradecido. Se recogió los faldones de la levita y fue a sentarse en el sillón de su padre, pero cuando ya casi tocaba asiento volvió a levantarse y se sentó en una silla vecina.
El reverendo Farolles carraspeó. Josephine juntó las manos. Constantia parecía abstraída.
—Quiero que sepa, señorita Pinner —d...

Índice

  1. Tabla de Contenido
  2. El Autor
  3. Las hijas del difunto coronel
  4. La mosca
  5. Felicidad
  6. Fiesta en el jardín
  7. Vida de Ma Parker
  8. Sopla el viento
  9. La señorita Brill
  10. El Cansancio de Rosabel
  11. Cómo Secuestraron a Pearl Button
  12. Viaje a Brujas
  13. Una Aventura Verídica
  14. Los Vestidos Nuevos
  15. La Abandonada o la Mujer Solitaria
  16. El Viejo Underwood
  17. La Niña
  18. Millie
  19. Pensión Seguin
  20. Violet
  21. Baños Turcos
  22. Algo Infantil, Pero Muy Natural
  23. Un Viaje Indiscreto
  24. Estampas Primaverales
  25. En Las Altas Horas De La Noche
  26. Dos de Dos Peniques, Hage El Favor
  27. La Gorra Nueva
  28. Cuento De Hadas Suburbano
  29. El Clavel
  30. Juegos Infantiles
  31. Esta Flor
  32. La Casa que No Era
  33. Seis Peniques
  34. Veneno
  35. Sobre Tacet Books
  36. Colophon