7 mejores cuentos de Manuel Díaz Rodríguez
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7 mejores cuentos de Manuel Díaz Rodríguez

  1. 29 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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7 mejores cuentos de Manuel Díaz Rodríguez

Descripción del libro

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Manuel Díaz Rodríguez fue un escritor modernista venezolano. Es quizá el más alto prosista de los últimos cincuenta años de la literatura venezolana. Después de su muerte, fue publicado un ameno libro suyo bajo el titulo de Entre las Colinas en Flor.Este libro contiene los siguientes cuentos:Cuento azul.Cuento rojo.Cuento blanco.Azul pálido.Cuento gris.Rojo pálido.Cuento áureo.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9783969173183

Cuento blanco

La abuela estaba muy pálida y triste. Una fiebre sorda minaba su vida y hacía brillar extrañamente sus ojos bajo los cabellos albos. Reclinada en el cómodo sillón de respaldo muelle, veía hacia el patio lleno de luz, por donde se desparramaba en risas, charlas y juegos locos la fresca alegría de los nietos. Algunos de los hijos y dos o tres de los nietos más formales rodeaban el sillón, atentos al rostro de la enferma, extenuado y melancólico.
La enferma no se quejaba: nunca, ni en medio de los más crueles dolores, la queja había roto la línea suave y harmoniosa de sus labios. Era sabia en sufrimiento, porque lo era en amor, y su existencia no había sido sino amor y sufrimiento. Quien ama sufre y hace sufrir, pues el amor más vive de lágrimas que de sonrisas. Amor siempre tranquilo, o siempre en fiesta, debe de ser privilegio de almas dudosas, almas pequeñas, almas pálidas de cretinos o eunucos.
Aun menos podía quejarse la abuela en aquella ocasión, cuando hijos y nietos festejaban su cumpleaños. Antes bien parecía aletargada en un reposo feliz, saboreando las dulzuras del día claro y del afecto filial. Gozaba de la ruidosa algazara de sus nietos y de la luz del sol, tan intensamente como si esa luz y esa algazara fuesen las últimas caricias de la vida a su vejez expirante.
Pero su tristeza, a pesar de todo el amor filiar y toda la luz, continuaba siendo la misma, quizás más honda y obscura. Algo extraño sucedía en su alma: nadie dudó jamás de su valor, pero tampoco nadie dejó, por aquel entonces, de advertir su desaliento. Algunos achacaron a la enfermedad su primera cobardía de mujer brava. Sin embargo, su valor no era de los que se turban ante la enfermedad y la muerte. Su tristeza era la tristeza de una ilusión imposible, de un deseo irrealizable, abierto en lo más recóndito de su alma como una flor tardía. ¡Pobre, dulce abuela! Se daba cuenta de lo irrealizable de su deseo, y guardábase de manifestarlo, llamándolo para sus adentros locura, delirio de vieja chocha. Y el deseo, no expresado, la consumía lentamente.
Poco tiempo atrás, al sentirse enferma, comprendió que esa enfermedad sería la última y, con el presentimiento de su próximo fin, entró en su corazón un huésped melancólico: la nostalgia. La abuela no conocía a ese huésped: por lo tanto nada sabía de sus abrazos tristes, de sus caricias amargas, ni de sus languideces voluptuosas. En su vida colmada de amor y sufrimiento no cupo jamás la nostalgia. Primero, el noviazgo; luego, el marido con sus empresas y luchas de batallador incorregible; después, los hijos con sus enfermedades y educación y sus problemas de porvenir; por último, los hijos de los hijos con sus gracias y también con sus dolores le impidieron echar menos la patria, el rincón por el cual se deslizaron los días de su niñez, el paisaje alegre y sano de su campiña tudesca.
No quería decir esto que hubiese renegado de su patria: pensaba mucho en ella, y de ella hablaba mucho, pero sin dolor ni amargura, como se habla de un pasado bello y apacible que no dejó ni un pensar, ni una sombra.
Y cuando menos lo esperaba, cuando se creía cerca, muy cerca de la tumba, ya bien apercibida al último viaje, la nostalgia, la gran melancólica, se abrazó de ella, convirtiéndola en juguete de una veleidad, en juguete de un deseo agudo, tanto más agudo cuanto menos realizable, el deseo de ver antes de cerrar los ojos al vano panorama de las cosas, las casa paterna, el jardín de la casa paterna y todo el paisaje nativo. Por primera vez halló monótona y fea su segunda patria, la patria de su prole, el país de Venezuela con su clima tropical, su naturaleza bravía, su verano perpetuo que mata follajes y hunde las almas en estéril modorra surcada de ardores bruscos y efímeros.
Víctima de su nostálgico deseo, la abuela se pasaba desgranando sus recuerdos, uno a uno, remontando cada día el curso de los años, esforzándose por vivir nuevamente, con el poder evocador de la memoria, su infancia
pura y tranquila. El día de su cumpleaños la mortificó, tal vez como nunca, su veleidad. Mientras miraba desde el cómo y venerable sillón, de respaldo mullido, los juegos de sus nietos y gozaba del sol que sobre pilastras y baldosas del patio repartía sus caricias brutales, ella, de vez en cuando, olvidaba los retozos infantiles y se olvidaba del sol, para irse lejos, lejos, y al fin de su viaje ideal hallarse a sí misma jugando con otros niños por primavera, o sola con su única hermana por invierno, en tanto que el cielo obscuro, color de plomo, caía nieve. Y gozando del sol de los trópicos, la abuela, en su honda nostalgia, suspiraba por un poco de nieve:
–¡Ver un poco de nieve, y luego morir!... Ausentándose unas veces en alas del deseo, atendiendo otras veces a las travesuras de los chiquillos en el patrio lleno de luz, la abuela sintió como unidas por un lazo invisible su propia infancia y la infancia de sus nietos. De pronto sonrió, y sus labios, al sonreír, parecieron a la vez murmurar algunas palabras.
–¿Qué quieres, abuelita?, dijo fijándose en ella, una muchacha de trece a catorce años. –Nada, hija. –Me pareció que decías algo. –¡Ah! sí. Estaba pensando en una historia muy vieja, casi tan vieja como yo, pero que guarda, a pesar de los años, la frescura juvenil de los rostros como tu rostro. Es la historia de unos novios chiquitines.
–¿Por qué no la cuentas, abuela? –No es alegre esa historia, hija. –Cuéntala. No importa que no sea alegre. Te distraes. ¿Los llamo a todos para que te escuchen? – Y sin espera contestación, llamó a todos los chicuelos que alborotaban en el patio.
La abuela se vio rodeada en seguida de muchas miradas curiosas, de muchas mejillas tersas, de muchos labios en flor y bucles indomables, y al verse de este modo, en estado de sitio, se rindió, sacudiendo por un instante su letargo y empezando a decir, como empezaba a menudo:
–Entonces tendría yo siete años, más o menos... Invariablemente, cuando la abuela comenzaba así, aparecía en las caras de algunos de los nietos una expresión de incredulidad candorosa:
–¿Será posible que la abuela haya tenido nunca siete años? –Parecían preguntarse aquellos incrédulos. Más, a la expresión de sorpresa y duda sucedía la expresión del contento, porque la abuela, cuando empezaba así, hablaba de su niñez y de su patria, y decía muchas cosas bellas. Decía de praderas alfombradas de margaritas y amapolas; de unos árboles muy hermosos, de follaje verde claro, llamados tilos, en cuyas copas cantan los ruiseñores; decía de una gran chimenea de piedra en donde gimen las brasas; decía de nieve, de brumas, de noches de escarcha, muy frías, tras de las cuales vienen mañanas también muy frías, pero claras, luminosas, de cielo azul transparente sobre los árboles vestidos de caprichosos trajes blancos.
–Entonces, tendría yo siete años, más o menos. Mi hermana Elsa era menor que yo. A fines de primavera venían los tíos y con ellos los primos Juan y Rosa, para volver a la ciudad sino a mediados o a fines del otoño. Y todo ese tiempo lo pasábamos juntos los cuatro primos, jugando a más no podre en el vasto jardín delicioso, a la sombra de árboles corpulentos.
–¿Eran tilos abuela? –Tilos y encinas... –Y los tilos echan florecitas blancas, ¿verdad? –Sí, florecitas blancas... Pues con esas flores y otras muchas flores engalanamos a Elsa un día de la última primavera que nos vio juntos a los cuatro. Jugábamos a novios, y a Elsa, la novia, la vestimos de flores, de la cabeza a los pies. En los cabellos, en el seno, por todas partes le prendimos flores de tilo, margaritas y rosas. Después de haberla ataviado, la aplaudimos mucho, porque estaba muy bella la novia de ojos azules con su traje en flor. Toda era flores la novia: flores el traje, flores ella misma con sus ojos como violetas y sus labios como rosas.
Juan había propuesto el juego; además, él ejercía sobre nosotras el doble ascendiente del sexo y de la edad, y se daba aires de tirano: nada más natural que él fuese el novio. Rosa fue la madrina, y yo.... ¡ah! yo desempeñé
un papel muy serio, el más importante en apariencia, en realidad el más tonto: yo era el cura, y como tal había de bendecir la unión de la novia adorable y el novio fuerte. ¡Nadie sabe cómo me arrepentí, después, de haber sido cura! ¡Algunos remordimientos de conciencia me costó el oficio.
Bueno... Pues desde esa ocasión en que por primera vez jugamos a novios, muchas veces durante aquella temporada jugamos el mismo juego, y siempre, aunque Rosa y yo protestáramos, era Juan el novio, la novia Elsa, Rosa la madrina y yo el cura. Imposible trocar los papeles: Juan no admitía otra novia que Elsa, y ésta andaba un tantico orgullosa de las preferencias de Juan.
En casa, nadie sabio de nuestro juego: de éste no hablábamos jamás delante de las personas mayores, por miedo a las burlas. Rara vez iba alguien hasta el rincón de jardín en donde jugábamos, a la casita de madera construida para nosotros al pie de un tilo. Nuestras chiquilladas y travesuras no las presenciaba sino el perro de casa, un perro muy leal, muy fiel y como un león de valeroso. Mejor que ninguna niñera nos cuidaba ese perro: para llegar hasta nosotros era necesario toparse con él y, sin su venia, no era posible seguir adelante.
Jugando a los novios, descuidados y felices, dimos inconscientemente ocasión a que brotara y creciera una chispa de un fuego raro e ideal, conocido de muy pocos. Juan llegó a tomar en serio su papel de novio, y, además de hacer cuanto agradaba a Elsa, permitióse forjar colos...

Índice

  1. Table of Contents
  2. El Autor
  3. Cuento azul
  4. Cuento rojo
  5. Cuento blanco
  6. Azul pálido
  7. Cuento gris
  8. Rojo pálido
  9. Cuento áureo
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon