
- 23 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
7 mejores cuentos de Ángel de Estrada
Descripción del libro
La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Ángel de Estrada fue un poeta, novelista y cuentista argentino, gran admirador y amigo del poeta nicaragüense Rubén Darío y con cuantiosas influencias del escritor italiano Gabriele d'Annunzio.Este libro contiene los siguientes cuentos:El viejo general.Recuerdos de un pintor.Cuento de Pascua.Una emboscada.La máscara.Becquer.El último canto.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Colecciones literariasRecuerdos de un pintor
¡Cómo sufrí en aquel primer año de prueba! Yo predicaba la concordia que engendra la fuerza, comprendiendo que en un medio poco propicio es necesaria. Y decía: — combatid si queréis las manifestaciones de tal talento, pero no neguéis el talento; desdeñad los frutos, pero no hiráis de muerte el tronco; no desarméis un caballero frente á la grosería triunfante.
Se trataba de un cuadro del más fuerte realismo, y allí estaba yo para admirar lo bueno y saltar con generosidad sobre lo malo ó mediocre. Se discutía á un refinado, á un pintor esencialmente intelectual, y mi visión del arte cambiaba para defenderle con brío. Y así yo que había encomiado excelencias de obras realistas llegué á exclamar ante fantasías de ensueño, de dibujo indeciso y concepción vaga:
— Saludemos con amor á estas mujeres pensativas, ya negras como el luto, ya blancas como corderos pascuales, entre calles de árboles silenciosos, reflejadas sobre cielos de pesadilla, bogando en mares desolados, que traen por vida, una luz de más allá de los ojos.
Aplaudía, pués, con el entusiasmo de mis veinte años, lo más diverso, si adivinaba en las tintas la vibración de un alma de elegido. Para mí se usó la forma contraria, y me retiré amargado, sin más recuerdo cariñoso, que el del maestro que enterré un día, sin pensar que enterraba con sus consejos y lecciones, el regocijo de mis años juveniles.
* * *
De vuelta del campo, expuse un cuadro. Declaró la crítica que no era pintor, ni lo sería jamás y que aquel paisaje era un epitafio.
Pocos días después, me dirigí al bazar de la exposición con la cara de un enfermo grave. Me llevaba la idea de retirar el cuadro. Un grupo de personas, bajo un cielo triste de otoño, permanecía frente á la vidriera. Del pecho de una estatua de Rebeca, reproducida al infinito por dos espejos, caía un paño perturbando su rostro blanco con un reflejo de púrpura, y sobre el paño, en la plena luz, resaltaba mi pobre pradera.
Hablaban y me detuve. Había jurado de tiempo atrás no oír nada, y sin embargo las observaciones de cualquier imbécil me excitaban ó afligían.
Un caballero, metido en irreprochable gabán, se dirigía á un joven. De seguida comprendí que era uno de los felices que saben todo sin haber sido discípulos de nada, y que frente aun cuadro, con el bagaje de la factura, las pinceladas calientes, la carnación, y otras palabras, hablan con un desparpajo que hoy desprecio en la medida que entonces me irritaba.
Para ser zapatero, ó cualquier cosa, es menester pasarse meses de aprendizaje sobre el banco; para ser, abogado ó ingeniero, muchos años en las aulas; pero para dominar el arte entero, de suyo lo más complicado y difícil, basta nacer y crecer como las plantas y los animales. Admirable lógica!
Y el señor del gabán, con voz probablemente habituada á disertar en las comidas y almuerzos caseros, entre su esposa y las amigas de su esposa, arremetió con las figuras y los pastos y las nubes de mi cuadro, como don Quijote con los títeres de Maese Pedro.
¿Que yo debí reírme? Por supuesto; pero aun así descendió á mi espíritu, como frescura balsámica, la voz de un viejo que exclamó:
— ¡Admirable, señor don José, admirable! Se dirigía á otro viejo, pero lo escuchaba todo el grupo.
— Ese campo, es campo que huele á trébol, la luz se mete hasta la nuca, y á las ovejas hay que decirles: arre, arre, porque están vivas. ¡Cuántos años que no veo una madrugada de estancia! Don José, este cuadro dá alegría.
Comprendí la exageración del juicio, pero oh! bendita criada de Moliere, tú cruzaste en aquel instante por la acera. Sentí un impulso, y bajo los ojos del caballero que parecían arrojar un cobre de limosna al nuevo crítico, los transeúntes vieron que un joven se prendía de un viejo, y que la cara del viejo, sorprendida, estupefacta, preguntaba á otro viejo: ¿qué es ésto? ¿agresión ó abrazo?
* * *
Expliqué todo y nos hicimos amigos. Los ofrecimientos no fueron vanos; al otro día estaba don Pedro en casa. Volvió á la semana siguiente y acabó por ser la sombra de mi estudio. Su constante buen humor era la antítesis de mi constante esplín silencioso. Había de niño vivido en el campo, y dijérase que sus vientos le habían soplado en el espíritu, aventándole todo germen de tristeza futura. Concluyó por hacerme hablar y reír.... Mientras yo pintaba, él leía. Calderón y Lope eran sus favoritos. ¡Oh! los parlamentos de sonantes endecasílabos, y los ingeniosos discreteos de damas y galanés; he ahí para él el ideal del arte, por serb de la vida.
Vestir calzón corto, tocarse con emplumado sombrero, llevar espadín al cinto y sacarlo por un quítame allá esas pajas, á los rayos del sol ó á la luz de los candiles, y batirse, matar, huir de la ronda, subir una reja, caer en tiernos brazos.... ¡Qué tristeza la de haber llegado, como Rolla, tarde, muy tarde!
A sentir la nostalgia de todo eso, llevaba al viejo su espíritu aventurero, su amor á las mujeres, su antipatía á la fe conyugal, su desprecio por la vida.
Pero eso sí, en cuanto á lo último, había de caer herido por hierro, y él diría á la muerte: —adelante, señora— y diciendo y haciendo, saludaba, mitad ceremonia, mitad sonriente.
En cambio morir en cama, de pulmonía por ejemplo, era ridículo, vulgar, grosero.
— Así es, hijo,que le doy un consejo: en Agosto, sobre todo, coserse á tiempo.
— ¿Qué dice Vd?
— ¡Que obedezca á un viejo y lo imite! Por las mañanas, hilo y aguja á las medias con el calzoncillo y al calzoncillo con las medias, y que vengan vientos, que á pie firme se les hace....
Y el tercio de Flandes, galán de Lope y Calderón, volvía á saludar con su sombrero de copa.
* * *
Ofrecí á don Pedro un retrato, y él me pidió primero el de su esposa.
— ¿Es ese un artículo del programa contra el matrimonio?
Comprendí que le incomodaba la pregunta, y le propuse un grupo, que aceptó radiante.
Con verdadero amor me puse á l...
Índice
- Tabla de Contenido
- El Autor
- El viejo general
- Recuerdos de un pintor
- Cuento de Pascua
- Una emboscada
- La máscara
- Becquer
- El último canto
- Sobre Tacet Books
- Colophon




