7 mejores cuentos de Antonio de Hoyos y Vinent
eBook - ePub

7 mejores cuentos de Antonio de Hoyos y Vinent

  1. 87 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

7 mejores cuentos de Antonio de Hoyos y Vinent

Descripción del libro

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.Antonio de Hoyos y Vinent fue un escritor y periodista español, perteneciente a la corriente estética del decadentismo. Marqués esteta, abierto homosexua y dandi, aspiró a ser el antihéroe decadente que tantas veces plasmó en sus novelas. En su obra narrativa pueden distinguirse tres fases, marcadas desde el punto de vista temático por el "escándalo aristocrático", el erotismo de tonos decadentistas y las aspiraciones filosóficas.Este libro contiene los siguientes cuentos:Hermafrodita.Eucaristía.Las ciudades sumergidas.Una aventura de amor.Una hora de amor.La estocada de la tarde.La torería.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a 7 mejores cuentos de Antonio de Hoyos y Vinent de Antonio Hoyos y de Vinent,August Nemo,Antonio de Hoyos y Vinent en formato PDF o ePUB. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9783969170649

La torería

I

En la «visera» hubo un movimiento de expectación. Por la carrera de San Jerónimo desembocaba en la Puerta del Sol, al trote de dos soberbias jacas andaluzas, la victoria, yantada de goma, de Tina Rosalba.
Los émulos de «Costillares» y Pedro Romero, que discutían, formando pintorescos corrillos, transcendentales cuestiones de tauromaquia; los traspillados hampones y las billeteras, en funciones a las altas horas de la noche de sacerdotisas de la señora Venus, agolpáronse en la acera contigua a la Carrera para ver pasar el joyante tren. Entre todos destacose con gran algazara el grupo formado por tres o cuatro admiradores (con más hambre que vergüenza) del «Lucero», el futuro astro, el que, según los vaticinios de algunos aficionados que se jactaban de no haberse equivocado nunca, había de emular las glorias de «Pepe Hillo» y de «Frascuelo», el que empezaba a ser ídolo de bellezas fáciles y envidia de las taurinas estrellas de Getafe y Tetuán.
Anochecía. Envuelto en un bochorno de la tarde primaveral, bajo el milagro azul del cielo, en que arrastraba aún por occidente la roja púrpura de su regio manto el sol agonizante, vibraba Madrid entero en cascabelera alegría. Ríos humanos rodaban en ondas de colores calle Alcalá abajo de vuelta de los toros. Por San Jerónimo, por Carretas, por Montera afluían incesantemente a la gran plaza, centro del vivir de la coronada Villa, gentes de todos tipos y pelajes, que se desbordaban de las aceras, poseídas de nerviosa alegría, prensándose, empujándose, dándose encontronazos, mezclando sus voces, sus gritos y sus risas en ensordecedora algarabía, sobre lo que dominaba el agudo de los pregones, el repiqueteo de los timbres de los tranvías y el bronco son de las bocinas de los automóviles. Coches de lujo con damas tocadas de inverosímiles sombreros de campana, soberbios eléctricos, carruajes de círculo con elegantes caballeretes, y vulgares «manuelas», llevando hembras de «trapío» que, envueltas en los chinescos mantones de vivos tonos y quiméricas floras, o cobijados los rostros por el Almagro de las mantillas, hacían surgir flores, picantes como granos de pimienta, en los labios de los toreros acampados a las puertas de Levante y Puerto Rico, pasaban en democrática promiscuidad entre vocear de golfos que pregonaban «La Corrida» y «El Tío Jindama», ofertas de floristas y burlas de guasones; y destacándose de todos aquellos coches, envuelto en el áureo polvillo, bañado por la atmósfera lujuriante, llena de sensualidades, de inconscientes sadismos, de morbideces y de lujurias, impregnada de aromas de perfume, de suciedad, de fuerza, de brutalidad y de deseos, atmósfera en que aún parecía flotar el vaho a sangre de toro y el tufillo a vino de bota, atmósfera insalubre, exasperadora de inconfesadas perversidades, avanzaba en apoteosis triunfal el milord de la Rosalba.
Las negras jacas andaluzas trotaban, erguidas las nobles testas, que agitaban orgullosas, haciendo rebrillar con cegadores chisporroteos los dorados hebillajes de los arneses avellana, ensangrentados en las orejas por dos claveles púrpura. Al ritmo del paso elegantísimo, en que alzaban los remos con ademanes de montura ecuestre, agitaban las largas colas en belleza suprema de gesto que evocaba los triunfales paseos de los gomeles por la vega de Granada, el caracolear en las cañas de los jinetes moros, el triunfo de los Califas en las batallas fabulosas.
Un mantón de Manila que tendía su parterre de ensueño a modo de manta, y una flor roja en el ojal de la librea cocheril, completaban la elegancia jarifa, un poco achulada, elegancia española, a lo Próspero Merimée, del tren.
Sobre los almohadones, en un abandono lleno de gracia, Tina Rosalba lucía el turbador enigma de su hermosura. No era bella, en el sentido que el vulgo entiende la belleza; era... eso: turbadora, inquietante; señora y maja; dama y moza de rompe y rasga; cambiante, camaleóntica, rebelde a toda rutinaria clasificación. Era un rostro incorrecto, tal vez un poco tosco de facciones; los ojos castaños, rodeados de livores, brillaban llenos de viveza, de inteligencia y picardía; ojos netamente madrileños, ojos de chula, mejor de golfo; burlones, desvergonzados, audaces, cínicos, y a veces tristes con tristeza malsana, llena de anhelos y de curiosidades, tristeza de niño enfermizo y vicioso para quien la noche no tiene misterios. En las mejillas descoloridas se marchitaban dos rosas pálidas, y la boca... la boca era en aquel rostro el complemento de los ojos. De labios abultados, muy rojos, que mostraban al sonreír la cegadora blancura de los dientes, húmeda, entreabierta, era lúbrica en su oferta perpetua de besos, lúbrica y triste gracias al rictus que plegaba sus comisuras en doliente mueca de sarcasmo.
Envolvía su cuerpo frágil, ondulante y alargado como los de las majas-duquesas de Goya, en un traje de encajes cremosos; trágicos claveles rojos se apoyaban en los cabellos obscuros, y una mantilla negra, colocada sencillamente, sin artificio de peineta, caía hasta rozar la fina línea de las cejas, dejando adivinar por entre la telaraña de sus encajes la albura de magnolia de la frente.
Junto a ella iba Julito Calabrés que, exageradísimo, como siempre, y rematando su elegancia Alfred de Musset y sus gemas fantásticas -jacintos neronianos y esmeraldas de los Valois- se había plantado, con la misma gracia con que podría hacerlo una cupletista francesa, un cordobés blanco.
Al pasar la pareja, algunos comentarios chocarreros, acompañados de risas y requiebros enteramente primitivos, partieron de los grupos. Tina paseó por ello sus pupilas desafiadoras con ademán de desdeñosa indiferencia, y de pronto las abatió en caricia de terciopelo sobre el rostro del «Lucero». Extraña humedad veló su vista, tenue carmín le arreboló las mejillas, la lengua roja y fina humedeció sus labios, y como Julito saludara al grupo con afectado ademán chulesco, interrogó:
-¿Le conoces?
Hízose de nuevas «para que se desatara aquella loca».
-¿Yo?... ¿A quién?
-¿A ése?
Comprendió él muy bien de quién se trataba, pero no dio su brazo a torcer.
-¿Cuál?, ¿el moreno?
-¡No seas cargante ni te hagas el tonto! El rubio.
-¡Ah!, sí; «el Lucero». Lo vi de lejos en una «guñolería» -afirmó imitando el habla desfigurada de aquellas gentes-. ¿Te gusta?
La Rosalba lo miró fijamente.
-Ya sabes que no me gusta nadie.
-Se me olvidaba -formuló con un matiz levemente irónico-. La princesa sin corazón.
-Tampoco -afirmó ella con extraordinaria gravedad-. ¡Bien sabes que tengo corazón!
-¡Verdad!, ¡verdad! -aseguró Julito acentuando la ironía-. No eres más que una perversa imaginativa, una sentimental romántica.
Un velo de melancolía se había tendido sobre el rostro de Tina; nada quedaba en él de gracia pícara, de la cínica desenvoltura que eran su gala; las pupilas ambarinas se habían obscurecido y, soñadoras, parecían escrutar en lejanía una añoranza amada, y la boca roja marcaba un pliegue de tristeza ensoñadora.
-¡Si supieras...! Ese chico despierta en mí un recuerdo... El recuerdo -evocó con voz grave- de un instante en que ante la muerte vi lucir en unos ojos azules un flamear de pasión y de valentía sobrehumanos; la memoria de un hombre primitivo a quien amé con locura durante media hora.
Julito rió cínico:
-No es mucho; pero tratándose de un hombre primitivo, basta.
El «Lucero» devoraba con los ojos la bella figura que, por un instante, le envolviera en la fascinación de sus pupilas de cobre y, mientras al correr del coche se alejaba, evocaba también reminiscencias de una figura amada.
-¡Vaya una hembra! -murmuró.
-Una «gachí» de «chipén» -corroboró «Morenito» con la seguridad que su frecuente trato con las damas le prestaba.
-Y está por ti -bromeó «el Temerario».
Los otros «chuflearon» al héroe. ¡Vaya una conquista! ¡Eso se llama tener pupila! ¡Una duquesa! Que supiese aprovecharse, y antes de un año, la alternativa.
¡Cómo se iba a poner!: hembras, aplausos, dineros...
-Porque, vamos a ver, ¿a qué están las mujeres si no es a eso? -formuló «Morenito» echándose el cordobés a la nuca con un golpe del índice-. Yo, aquí donde «ustés» me ven, le sorbí el seso a una gabacha que bailaba tango, «mismamente» que una girafa, en el salón Madrileño, y al principio «too» iba bien: « ¡Oh, tú «sej» mi «toguego» bonito! ¡Yo querer a tú!» Y mucho sobeteo, pero «pelás»... «¡Miau!» Total y que voy y digo: «míe» usté, u hay de aquí o tocan al «ahuequen».
«El Huesca» intervino:
-¡Si es que éste es un «panoli»! ¡Como fuese yo! -y siguió azotándose la pierna con el junquillo que llevaba en la mano.
«El Lucero» se defendía refugiándose, como todas las inteligencias primitivas, en la brusquedad. Sabido es que la vergüenza y la huida son la única defensa de ciertas almas rudimentarias, como la ironía y la indiferencia son privativas de los espíritus superiores.
«El Leñe», un chulo aburrido que ambulaba siempre por allí, perpetuo satélite de futuros planetas, le dio una palmada familiar en la espalda.
-Chócala... y convida para celebrar.
-¡Que os quitéis de ahí! -se defendió «el Lucero»-. ¡A que «vos» rompo la cara, «amos»!
-¡Valiente tía te has «echao, gachó»! -celebró «el Peque», muy chulo, con su pantalón abotinado y su chaquetilla plegada de lienzo.
-¡Que te «calle» tú, niño, «estamo»!
De regular estatura, más bien enjuto, pero fuerte y bien plantado, «el Lucero» tenía la varonil apostura de un hijo de la tierra. El traje gris claro, ligeramente achulado, no acababa de darle el aire rufián de sus compañeros, ese aire civilizado y perverso en su misma estética primitiva de las criaturas de placer con que las mórbidas costumbres modernas han sustituido a los antiguos gladiadores, a los esclavos nubios y a los legionarios favoritos de emperatrices y cortesanas; aire familiar que hace hermanos a los «apaches» de la barrera del Trono, a los golfos napolitanos y a los chulos de Lavapiés y del Rastro, perpetuos huéspedes de las trotacalles, recreo de princesas histéricas y de duquesas en mal de amor. En contraste con la corbata roja, su rostro aniñado era muy blanco; en sus ojos azules, claros, ingenuos, había una gran dulzura que bañaba su faz entera, y sólo en la boca, cobijada por aguileña nariz, vagaba una sombra de picardía por los labios rojos, cortados en la derecha comisura por la cicatriz de una cornada. Sus cabellos rubios se escapaban del fieltro tabaco, caído a la nuca, y subrayado por la tosquedad algo brusca del gesto, tenía toda su persona algo de pueril.
No había pasado «el Lucero» por el cruel aprendizaje que curtiera en los linderos de la vida a la mayoría de los que un ensueño de gloria o de riqueza lleva a exponer la piel ante la fiera. No conocía los días con hambre y las noches con frío, esas eternas noches de dolorosa peregrinación a lo largo de los callejones sombríos, mirando con envidia, al través de las vidrieras de las buñolerías, a los que toman un chocolate de treinta céntimos; no podía evocar en su memoria las rápidas escapadas, huyendo de sabuesos policíacos por vueltas y revueltas del Rastro y Embajadores, y por los descampados de la Fábrica de Tabacos y del Gasómetro, en una fantasmagórica carrera de pesadilla, para salvar un pañuelo de seda afanado a un desconocido y que representaba la pitanza del día siguiente; no recordaba, el niño mimado de honrados campesinos, las felpas propinadas por un padre borracho o por una mujerona violenta y cruel, traída para satisfacer el vicio de su progenitor, ni las lúbricas escenas entrevistas mientras lloraba en un rincón; ni podía tampoco evocar, en la sucesión de mejores tiempos, las juergas canallas en los colmados, entre criaturas de venta estucadas y oliendo a esencias baratas; las noches tumultuosas rodando en coches de alquiler, entre gritos y canciones por las afueras, ni las escenas violentas de celos, las riñas y peleas llenas de bofetadas y blasfemias, de una grosería inaudita, en las mancebías; ni las equívocas aventuras, entre las propicias sombras de la noche, en las calles extraviadas, con pálidos adolescentes pintados y perfumados como mujeres o con graves caballeros de venerable aspecto; ni menos aún las horas interminables de cárcel, las sombrías horas pobladas de vagos temores e irrazonados sobresaltos. Ningún recuerdo amargo y cruel torturaba, pues, su cerebro llevándole a fieras rebeldías. Para él fue la torería un cuento de encantamiento.
Hijo único de honrados campesinos que a fuerza de fidelidad y de trabajo habían llegado a administrar las fincas de un riquísimo aristócrata, crecía en la paz geórgica entre mimos y halagos. Toda su alegría era correr los inmensos predios, escalar los montes, bañarse en los ríos y revolcarse en las praderas entre las patas de los toros de la famosa vacada.
Aprendió desde chiquito a mirarlos como juguetes hechos para su recreo; aquellas bestias, mansas y tranquilas unas veces, feroces otras, le atraían con la fuerza irresistible del peligro. Su mayor placer consistía en escaparse a escondidas de su madre y correr a los prados donde pastaban, y allí, burlando la vigilancia de los vaqueros, jugar con ellas, azuzarles, huirles salvado por la oculta providencia, que parece velar sobre las temeridades de los niños. Sabía vagamente que aquellos animales valían miles de pesetas; que había una fiesta luminosa y magnífica en que, en circos de gloria, hombres vestidos de sedas y de oro se jugaban la vida ante ellas. Y de aquellos ensueños nació en el alma del niño una afirmación: «yo quiero ser torero». En las largas veladas del invierno, al amor de la lumbre, leía su padre descripciones del popular festejo y con ingenua admiración hablaba de sus héroes, de aquellos hombres, rudos campesinos, toscos trabajadores, miserables vagabundos ayer, hoy héroes del pueblo, elevados al pedestal de la guapeza por un rasgo de bárbara valentía. En el alma ingenua del pobre hombre, hecho a la lucha diaria, al lento batallar con las miserias de la vida, al trabajo, al ahorro, a la fidelidad, para quien la visión de la existencia se contenía en un estrecho marco de obligaciones morales y materiales, había una admiración inmensa por aquellos valientes que triunfaban al precio de su vida, que sabían mirar la muerte cara a cara y luego derrochaban ríos de oro entre juergas, amores fáciles y aventuras. La imaginación del niño, de José María, el futuro «Lucero», contagiada por los victoriosos panoramas, diose a soñar. Pasaron, sin embargo, los años indiferentes a aquel anhelo; los trabajos de cuidado y vigilancia compartidos con su padre, a quien largos días de fatiga habían gastado, fueron borrando implacablemente las bellas imágenes y el sueño tomó la inconsistencia de las cosas lejanas. Un día, tras algunos preparativos, vieron llegar a la finca coches y automóviles llevando a una fiesta de acoso y derribo bellas damas o ilustres caballeros, elegantes, toreros de fama, periodistas. Fue una tarde triunfal, el revivir de castizas costumbres, feria de donaires y elegancias en que bellas vestidas de chaquetillas de terciopelo grana adornadas de argentados alamares, la frente sombrea...

Índice

  1. Tabla de Contenido
  2. El Autor
  3. Hermafrodita
  4. Eucaristía
  5. Las ciudades sumergidas
  6. Una aventura de amor
  7. Una hora de amor
  8. La estocada de la tarde
  9. La torería
  10. About the Publisher
  11. Colophon