7 mejores cuentos de Juana Manuela Gorriti
eBook - ePub

7 mejores cuentos de Juana Manuela Gorriti

Juana Manuela Gorriti, August Nemo

Compartir libro
  1. 41 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

7 mejores cuentos de Juana Manuela Gorriti

Juana Manuela Gorriti, August Nemo

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Juana Manuela Gorriti fue una escritora argentina, aunque también se ha hecho célebre por las peripecias de su vida. Juana Manuela Gorriti se ha hecho célebre no solo por su vida llena de vicisitudes y por su innegable valor como literata, y por ser en su madurez una política progresista sino por su interesante libro de arte culinaria llamado La cocina ecléctica, el cual, además del valor gastronómico, tiene un gran valor documental, ya que aporta muchas recetas folclóricas argentinas, de otros países latinoamericanos e incluso cocina europea de su época.Este libro contiene los siguientes cuentos: Quien escucha su mal oye.Una apuesta.Un drama de 15 minutos.El postrer mandato.Una visita al manicomio.La ciudad de los contrastes.Caer de las nubes.

Preguntas frecuentes

¿Cómo cancelo mi suscripción?
Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
¿Cómo descargo los libros?
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
¿En qué se diferencian los planes de precios?
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
¿Qué es Perlego?
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
¿Perlego ofrece la función de texto a voz?
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¿Es 7 mejores cuentos de Juana Manuela Gorriti un PDF/ePUB en línea?
Sí, puedes acceder a 7 mejores cuentos de Juana Manuela Gorriti de Juana Manuela Gorriti, August Nemo en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Colecciones literarias de escritoras. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783969170984

Una visita al manicomio

I

En el lindo pueblecito del Cercado, lugar sombroso y romántico, situado como un apéndice de Lima, entre el circuito de sus murallas, elévase ese suntuoso y lúgubre edificio rodeado de huertos, jardines y fuentes.
Envuélvelo profundo silencio, tan solo interrumpido allá, de vez en cuando, por algún extraño grito que aleja a los paseantes de aquel ameno sitio, y desgarra el corazón a aquellos que vagan atraídos por el amor de seres queridos encerrados entre sus fúnebres muros. Cuán honda compasión inspiran esas madres, hijas y esposas que vienen cada día a pasar horas enteras ante la gran verja, pegado el rostro a las barras de hierro, fijos los tristes ojos en esa puerta que recuerda el Lacciate ogni speranza de la terrible leyenda.
-Jamás me atrevería a pasar esos siniestros umbrales, madre Teresa -dije a la hermana de Caridad, superiora de esa casa, un día que pasando por allí me divisó desde el peristilo, y me llamaba con expresivas señas.
-Pues sí, que los atravesará usted -insistió ella, viniendo a mí, que me había detenido cerca de la verja. Estaba vacilando, entre usted y Carmencita, para dar a la una o la otra una delicada misión.
-¿De qué se trata, madre?
-De devolver a su familia a Delfina H. que está ya del todo curada de su locura; pero empleando para ello las precauciones necesarias a fin de que no se aperciba de qué lugar sale, pues la hemos hecho creer que se halla en una casa de campo a seis leguas de Lima, donde la hermana María y yo estamos convaleciendo, y la trajimos a ella enferma de tercianas a la cabeza. He ahí todo. Ahora invente usted a su modo y compóngase como pueda.
-¡Y bien! ¡espéreme usted aquí un momento!... Supongo que en este carruaje he de llevarla.
-Precisamente.
-Vuelvo luego.
Corrí a casa de una amiga que habita en la huerta inmediata, dejo mi manto, endoso una talma, calo un sombrerito, y regreso a reunirme con madre Teresa. Di previamente algunas órdenes al cochero, y seguí a aquella en el interior de esa mansión más temible que la tumba.
Asida al brazo de la superiora caminaba yo profundamente conmovida a la idea de las escenas dolorosas que iba a presenciar.
Pero a medida que avanzábamos, ofrecíanse a mis ojos cuadros de una alegría y sencillez infantiles que serenaron mi espíritu y me dieron ánimo para contemplar en todos sus detalles la fantástica existencia de esos seres, cuya alma habita el mundo misterioso de los delirios.

II- Un diablo enamorado

Era la hora de la recreación. Los pensionistas de la casa tenían ante sí ese tiempo de ocio, y lo empleaban al grado de su fantasía, riendo, hablando o meditando.
Aquí entre las columnas de un pórtico, una antigua actriz ensayaba su rol y exclamaba:
-¡Quiere que crea que lo persigue un Dios!... ¡Como si los dioses fueran como Dido!...
-¡Lucía! -dijo con dulce acento la hermana Teresa.
-Madre -respondió la reina de Cartago, cambiando en un gracioso movimiento la amarga sonrisa de su labio.
-Cuide usted su voz para las letanías del rosario.
-Ya, ya, madre; heme aquí silenciosa. Y nos despidió con un majestuoso ademán.
Más allá, sentada en una piedra, juntas las manos y los ojos elevados al cielo, una hermosa italiana cantaba el «Stabat mater».
Habíala vuelto loca la muerte de su hijo asesinado en sus brazos por los celos de un marido feroz.
No lejos de ella una docena de lindas jóvenes cuyos cabellos cortos indicaban la aplicación de la nieve a sus enfermos cerebros, sentábanse en semicírculo, y figurándose en el teatro, aplaudían sonriendo aquel canto lastimero.
Luego, alzándose como una bandada de aves corrieron a coger flores que entretejían con sus nacientes rizos, mirándose en el agua azulada de los estanques: después, separándose en parejas derramáronse por todos los senderos del jardín, unas silbando a los pájaros, otras llamando a las nubes; esta platicando cariñosa con el tronco de un ciprés, aquella procurando estrechar en sus brazos un rayo de sol que se deslizaba entre dos ramas; y todas cantando, bailando, riendo.
Habíamos llegado al fondo del jardín.
-Esta puertecita da entrada al huerto -díjome la hermana Teresa abriéndola con una llave que tomó de su bolsillo.
Una vasta selva de árboles frutales, fresca, sombrosa, agreste a la vez que cultivada, extendía en un largo espacio su verde fronda poblada de armoniosos rumores.
-En este lado del edificio, continuó la hermana Teresa -hay una habitación aislada con puerta y ventana al huerto. En ella he alojado a Delfina, que tanto por las miras de su padre, como porque no es el médico de la casa quien la asiste sino la doctora Retamoso, debía permanecer aquí oculta a las miradas de todas, ignorando su hospedaje desde el capellán hasta los empleados del establecimiento. ¿Quiere usted esperarme aquí en tanto que voy a prepararla a esta visita? Pero quizá tenga usted miedo de quedarse sola.
-¡Oh! ¡no, madre! ¿Soy acaso una muchacha?
Pero cuando la blanca toca de la hermana Teresa, hubo desaparecido entre el ramaje, púseme a temblar, y un extraño terror invadió mi mente.
-¡Si estuviera yo loca, y que la visita a este sitio temible, la misión dada por la hermana Teresa y las escenas del jardín, fueran otros tantos desvaríos de un cerebro enfermo!
Y un sudor frío bañó mis sienes y alzando los ojos al cielo, oré con fervor, pidiendo a Dios que apartara de mí aquella horrible alucinación.
-¡Psit! ¡psit! -oí decir de repente, y mirando en torno inquieta, vi venir hacia mí, ocultándose entre los troncos de los árboles a un joven moreno, flaco y pálido, de ojos vivísimos aunque vagarosos, que andando de puntillas, con un dedo sobre los labios cual si me impusiera silencio, sentose a mi lado y me dijo con ademán sigiloso:
-¿Quién quiera que seas: puedes encargarte de una embajada al reino de las tinieblas?
-Ignoro en qué continente se asienta esa negra monarquía; pero quien boca tiene a Roma llega -respondí sonriendo para ocultar mi inmenso miedo. Él lo conoció, sin embargo, con esa lucidez extraña que a veces se revela en los dementes.
-No tema -me dijo- que aunque diablo y perteneciente a la décima legión, llevo debajo la diamantina coraza un corazón asaz blando; y tanto que cierta dulcísima pasión, encontrándole muy cómodo, ha hecho de él un asiento. Breve: estoy enamorado; enamorado, ¡y de quién! de una esposa de Dios, vulgo monja. Pero ¡qué monjita, Belcebú! con unos ojos de hurí, y una boca de coral; y un piececito limeño, y un donaire de gitana, y, y, y cien mil íes de más, en aquel cuerpo gentil.
Pero pálida y cenceña como la flor del café.
Mas esa palidez da nuevo realce a su belleza.
¡Y luego, aquellos blancos cendales, que la idealizan! Es de la Concepción, como si dijéramos: el país de las buenas mozas.
Vila un día que me colé en el convento, oculto bajo el antojo de una mujer en estado interesante.
La vi, y olvidé las profundas regiones del fuego, y los espacios infinitos donde me llevaba la voluntad del dueño: hice oídos de sueco a su tremenda voz y todo lo olvidé, y todo lo arrostré, para pensar tan solo en la suprema dicha de contemplarla, y buscar valiendome, si era necesario, de todos los medios infernales la manera de quedarme en ese estrecho recinto.
¡Ah! era que para mí encerraba una eternidad de amor.
¿Pero dónde esconderme? ¿de quién asirme, allí, que no fuera a dar conmigo en el lugar vedado?
Por dicha a la mujer del antojo antojósele visitar la celda de mi bella. Se extasió ante los caprichosos dibujos de las blondas que adornaban profusamente su lecho virginal; ante la Urna y los magníficos ramos de briscado tachonados de pedrería colocados ante ella; cosechó impíamente las perfumadas rosas de su jardincito; acarició a la cuculí que arrullaba entre los dorados alambres de una jaula; admiró la belleza de las sultanas del gallinero, y las lucientes plumas del valiente jiro que las acompañaba...
Rápida como un relámpago, cruzó mi mente una idea; y de ella a la ejecución, no mucho más largo espacio.
De repente el gallo exhaló cantos de alborozo que hicieron estremecer a mi monja. Era que yo había hecho de él mi escondite. ¿Qué sitio más cómodo ni más próximo a mi amada? Desde entonces el tiempo tornose para mí dulce como un sueño de amor. Veíala a toda hora, ya sola, ya rodeada de sus lindas compañeras. Como la luna entre miradas de estrellas. Mi canto era el regulador de sus horas: coro, labor, lectura, descanso. Entonces con qué delicia contemplaba yo la expresión meditabunda de su mirada, que algunas veces se elevaba al cielo cual si buscara la explicación de algún misterio.
Era que la atmósfera de mi amor circundaba su alma, y ella aspiraba sin saberlo, sus ardientes efluvios.
Pero no hay dicha durable; y he ahí que un día mi monja cayó enferma, enferma de languidez; y los médicos ordenando el cambio de aires arrancáronla de su bello monasterio y la relegaron al de C. antro de tarascas, todas viejas como las parcas y feas como el pecado.
Y allí tuve que seguirla; y abandoné al déspota del corral bajo cuya pluma habíame ocultado; y me embarqué en el sahumador; y próximo ya a cerrarse la portería de nuestra nueva morada, me encarné, en el atrasado cuerpo del mandadero, que fue lo primero que se me presentó.
¡Mas lo que puede el amor! allí me aclimaté; y por los bellos ojos de mi princesa me he dado al servicio de aquellas brujas.
Pero ¡ca! si apenas me dejan tiempo para mirarla a la cara. Todo el día me estiran a comisiones, de la mañana a la noche; del austro al septentrión; y de la aurora al ocaso.
«Como que vas a la portada del Callao, acércate por Cocharcas», suelen decirme aquellas pécoras; y me aturrullan con mensajes al confesor, al síndico, al abogado, al padre capellán.
El tedio de vida tal me habría devorado, si no hallara una excelente manera de conjurarlo, pescando los dichos y hechos que, de mañana a la noche ruedan por las veredas de esta excéntrica ciudad.
Compré una canasta en el almacén del té, y allí los echaba en graciosa confusión para llevarlos a mi hermosa, que los recibía con la ávida curiosidad de una monja y la sonrisa de una hada.
Un día que en mi canasta, llevaba, mezclados con el recado, diálogos de todos los colores, desde el rojo subido hasta el azul de cielo, encontré con un diablo amigo mío.
-¡Qué sed tengo! -me dijo echando humo por la boca-. ¿Llevas siquiera guayabas en esa elegante canasta?
-No, que son acordes y discordancias.
-¡Malditos sean ellos! ¿para qué guardas esa peste?... Sin embargo; ahí anda uno de nuestros camaradas dando serenatas de violín... Da eso, que está a proposito para que haga un potpourrí.
-Pero si es para las monjas.
-¡Para las monjas! ¡quita allá, mentecato!
¿Necesitan acaso de tu chismografía las que tienen a su servicio una legión de mujeres de todas las castas, que se la llevan a cuál mejor? ¿Quieres saber las cosas más ocultas de la calle? Pregúntalo en los conventos.
Y hablando así, vació de mi canasta a sus enormes bolsillos todo lo que no era huevos, papas, yucas y coles, me hizo una mueca, y se largó.

III

De...

Índice