Parte VII
¿Podemos salvar a la vieja Europa? ¿Cómo inventar regulaciones globales para un capitalismo enloquecido?
Bolkestein, no Frankenstein
2 de mayo de 2005
Ahora que el sí al Tratado Constitucional europeo parece recuperar la delantera en las encuestas, sería útil retomar los debates suscitados por la denominada directiva Bolkestein, fuente de varios malentendidos durante la campaña. Pues si la famosa directiva no tiene estrictamente nada que ver con el proyecto de Constitución en debate, tiene como mínimo el mérito de ilustrar con claridad los desafíos y la complejidad de las políticas europeas de liberalización.
Inicialmente, el texto del comisario holandés (cuyo apellido dio nombre a la directiva) preveía que una empresa que brinda servicios desde un país externo a la Unión Europea sería regulada por el derecho del país de origen y no por el del país de destino. Aclaremos que la mayoría de los intercambios de servicios no se ven afectados por esta controvertida disposición. Cuando el servicio a distancia se realiza por completo desde el extranjero, por ejemplo en el caso de un servicio de mantenimiento informático o un centro de llamadas con base en Polonia o en la India, evidentemente se aplicará a los trabajadores implicados el derecho del país extranjero. Y cuando el servicio sea brindado de manera íntegra en el país de acogida por trabajadores inmigrantes, como puede ser el caso de un plomero polaco instalado en París –suponiendo que obtuvo los permisos necesarios, lo que no es fácil–, es obvio que se aplicará el derecho del país de acogida. El caso ambiguo, el único afectado por la cláusula del país de origen, es el de una empresa con base en el extranjero pero que debe enviar empleados en misión al país de destino en el marco de una prestación de servicios. Por ejemplo, una empresa letona responde a una convocatoria y envía a sus empleados a una obra en Suecia; estos últimos, según la directiva Bolkestein, estarían sometidos al derecho letón y no al sueco.
Por más excepcional que pueda parecer, esta regla se justifica para las misiones en el extranjero cortas y puntuales –ocho días en la directiva provisional de 1996–, ya que sería absurdo en ese tipo de casos reescribir por completo todos los contratos de trabajo. En numerosos sectores, como en el de los taxis, los comercios o las obras públicas, existen procedimientos y reglamentaciones que constituyen verdaderas barreras a la entrada y que conciernen más a la protección corporativa de rentas adquiridas, incluso a la corrupción, que al progreso social. Como destacaba un contrariado emprendedor polaco: “Es más fácil para una empresa occidental abrir un estudio de abogados en Polonia que para nosotros ir a azulejar un baño alemán”.
Pero al pretender resolver los problemas reales de discriminación que encuentran los trabajadores y las empresas del Este (tanto más injustificados si se tiene en cuenta la escasez de mano de obra nacional en muchos de estos sectores), Bolkestein adopta una solución que peca de excesiva. No fija ningún límite en la duración de las misiones y, sobre todo, soslaya el conjunto del derecho y las reglamentaciones del país de acogida. La directiva abre la vía a un dumping social y fiscal interminable, por el cual una empresa podría simplemente fijar el domicilio de sus empleados formalmente en el país que tenga las cargas sociales más bajas, para evitar, por ejemplo, pagar los aportes sociales del país en el que se desarrolla su actividad de manera permanente.
Con el fin de reformar ciertas reglamentaciones poco apropiadas, se termina utilizando a la Unión Europea para poner en duda el conjunto del edificio social y fiscal sobre el que se construyeron los Estados de bienestar europeos. Frente a este tipo de ofensiva, la izquierda europea debe construir coaliciones socialdemócratas ofensivas, dispuestas a cuestionar las reglamentaciones existentes cuando sean inadecuadas e, inversamente, a defender con firmeza los principios esenciales cuando sean amenazados, sobre todo en lo que concierne al dumping fiscal. Las propuestas de los eurodiputados de la socialdemocracia alemana para reformular la directiva van en este sentido, pero esa actitud constructiva y europea es poco frecuente entre los socialistas franceses, sobre todo entre los partidarios del “no”, que en general se aferran al repliegue demagógico o al oportunismo más crudo. ¿Es necesario recordar que el Informe Charzat proponía en 2001 exceptuar de impuestos franceses a los ejecutivos extranjeros radicados en Francia (medida que curiosamente nos recuerda la directiva Bolkestein) y que su impulsor, Laurent Fabius, estaba dispuesto a aplicarlo en un momento en el que un posicionamiento político de ese tipo lo favorecía?
En cualquier caso, es necesario repetir con fuerza que un “no” al tratado constitucional no haría más que disminuir las chances de los grandes países, y en particular de Francia, de pesar en este tipo de decisiones. Se puede lamentar, desde luego, que un texto que sólo comporta algunos nuevos, aunque tímidos, avances en relación con los tratados precedentes (sobre todo las nuevas reglas que definen la mayoría calificada: 55% de los Estados representan el 65% de la población) lleve el nombre de Constitución y sea objeto de un plebiscito, lo que conduce inevitablemente a numerosos electores a expresar un descontento general respecto de la Unión Europea. Pero ahora que el proceso se ha lanzado, sólo el sí nos puede permitir avanzar en la dirección correcta.
Entre portugueses y polacos
30 de mayo de 2005
Cualquiera que sea la razón, la campaña en torno al plebiscito dejó un gusto amargo entre los partidarios de la integración europea. No caben dudas sobre la razón principal que convenció a tantos asalariados franceses de votar “no”: se trata del miedo a los trabajadores de los nuevos países miembros y la idea de que la competencia con ellos –los estereotipos fueron el plomero polaco y la deslocalización de empresas en Rumania– conduciría irremediablemente a un deterioro de los salarios y de las condiciones del empleo en Francia.
Es legítimo que aquellos que sufren la realidad actual del mercado de trabajo y el estancamiento de los salarios desde hace veinte años expresen su cólera frente a su situación y al gobierno actuales, y no nos cansaremos de repetir que el texto propuesto a modo de Constitución no ofrece suficientes avances novedosos para evitar este riesgo. Sin embargo, el hecho es que las élites que respaldaron la idea de que este sufrimiento se debería a la Unión Europea y a sus nuevos ingresantes (o, peor aún, la idea de que un “no” atenuaría este sufrimiento) tienen una pesada responsabilidad ante la historia. Durante la campaña vimos a varios intendentes, incluso de izquierda, cazar trabajadores polacos instalados en sus comunas como en los peores tiempos de las topadoras antiinmigrantes del Partido Comunista Francés. Los partidarios del “no”, tanto de derecha como de izquierda, no se cansaron de explicar que la integración de nuevos países conduciría a la regla según la cual “el menos caro gana” y a un deterioro global de la situación de los asalariados.
Estos temores no corresponden, de hecho, a ninguna realidad económica seria. Si los salarios reales progresaron a ritmos excepcionales, del orden del 5-6% en los nuevos países miembros estos últimos años, esto no se debe a que los salarios en Francia y en Alemania hayan bajado en la misma proporción. En verdad aumentaron, aunque muy poco. La razón es que aquellos comenzaron a producir más, lo que en contrapartida aumenta su poder adquisitivo y los conduce a importar nuestros productos. Es exactamente lo que sucedió a partir de la incorporación de España y Portugal a la Comunidad Europea en 1986: se enriquecieron y se acercaron a la media europea. Y esto no se hizo a expensas de Francia, sino más bien lo contrario. Sin embargo, ya en aquella época, una coalición heterogénea se oponía a esos ingresos, con el argumento de que los asalariados franceses iban a tener que pagar el precio de la competencia con los trabajadores españoles y portugueses, mucho más cercanos a Francia, por cierto, que los polacos, pero con distancias salariales equivalentes. Esta coalición agrupaba, como de costumbre, a la extrema izquierda, el Partido Comunista Francés, la derecha soberanista y la extrema derecha. ¿Quién puede afirmar hoy con seriedad que los trabajadores franceses padecieron la competencia de España y Portugal y que las tasas de desempleo en Francia habrían sido menores si los dejábamos fuera? Nada en la evolución del desempleo durante los últimos treinta años (5% en la década de 1970, 10% en 1986-1987, entre 8 y 9% en 1989-1990, 12% en 1994-1996, entre 8 y 9% en 2000-2001, 10% hoy) ni en el análisis de las tasas de desempleo regionales permite afirmar una tesis como esta. Creer que el sufrimiento de los trabajadores franceses se debería ahora a la llegada de los nuevos ingresantes polacos o rumanos es una monstruosidad. La verdad es que el desempleo francés es un problema complejo, que no tiene mucho que ver con todo esto, y la tasa de desempleo probablemente no sería muy diferente si la integración europea se hubiera terminado hace treinta años.
¿Esto quiere decir que todo anda bien en Bruselas y que la Constitución propuesta es perfecta? Por supuesto que no. A diferencia de los trabajadores, los capitales son hoy notablemente más móviles que en 1986, y la Unión Europea desempeña un rol clave en las luchas contra el dumping fiscal. El tratado constitucional ofrecería herramientas superiores a todas las precedentes para avanzar en esta dirección, pero los adelantos son a todas luces insuficientes. Para ir más lejos, habría que convencer a nuestros socios de que el dumping no sólo es colectivamente dañino, sino absolutamente innecesario para asegurar el crecimiento y el buen funcionamiento de una economía de mercado. Es una ilusión imaginar que la mezcla de arrogancia, xenofobia y antiliberalismo sistemático que se expresó en Francia en estos últimos meses permitiría avanzar en este sentido. Utilizar la Unión Europea como chivo expiatorio de todos nuestros males nacionales es una tradición antigua. Ya en 1983 se explicaba el bloqueo de los salarios como una obligación impuesta por Europa, cuando en realidad este giro habría tenido lugar de todos modos, incluso si Francia se hubiese encontrado sola en el mundo: los bajos salarios habían progresado tres veces más rápido que la producción de 1968 a 1983, ritmo que no es sostenible eternamente ni en una economía abierta ni en una economía cerrada. La misma retórica de Europa como chivo expiatorio fue llevada a su paroxismo con esta campaña, y ahora pagamos el precio.
Evitar la trampa blairista
27 de junio de 2005
Como era previsible, Tony Blair aprovechó la oportunidad ofrecida por el “no” francés al plebiscito sobre la Constitución Europea para tratar de posicionarse como líder de la Unión Europea. El primer ministro británico nos anuncia que, tras muchos años de bloqueo institucional, podría someter a discusión la rebaja del aporte británico al presupuesto europeo obtenida por Margaret Thatcher en 1983. Pero a condición de que se lleve a cabo una revisión profunda de la estructura del presupuesto europeo y, en especial, que se modifique radicalmente la Política Agrícola Común (PAC), que absorbe el 40% de los recursos e impide que Europa invierta en el futuro (formación, investigación, infraestructura). La apuesta es grande (en 2002 se había acordado no volver a tocar la PAC hasta 2007), pero parece imparable.
Al adoptar esta postura ganadora, Tony Blair busca mostrar una Francia retrógrada y ubicarla en el banquillo de los acusados. Al poner el acento en la PAC, caricaturiza nuestro modelo social y lo hace aparecer como un sistema corporativo y nostálgico, en el que una pequeña minoría, dispuesta a mostrar las garras y defender las ventajas logradas en los años cincuenta, acapara la gran masa de las transferencias. En realidad, no hay por qué avergonzarse de haberse convertido en el primer exportador mundial de numerosos productos alimenticios de alta gama, y conocemos bien el carácter artificial de la famosa cifra del 40%, que, sobre todo, da cuenta de la debilidad del presupuesto global de la Unión Europea. Pero sin duda es difícil reconciliar a los ciudadanos europeos con una Unión que gasta el 40% de sus recursos actuales en beneficio de sólo un 2% de la población, y Tony Blair no se equivoca al estigmatizar el impacto negativo de la PAC en el desarrollo de los países del sur, que se volvieron incapaces de desarrollar sus producciones y exportaciones de materias primas agrícolas. La caricatura es completa si sumamos el hecho de que el Reino Unido considera haberse puesto a la cabeza del combate por la reforma de la ayuda pública al desarrollo al apoyar, por ejemplo, un mecanismo ingenioso de subvención a la producción privada de nuevas vacunas.
Francia aparece así como un país anquilosado, incapaz de comprender que el desarrollo económico y social debe apoyarse en las fuerzas del mercado, y que defiende políticas inadecuadas para sus propios ciudadanos y para el crecimiento del sur. Gran Bretaña estaría, al contrario, orientada por el discurso positivo y conquistador de Tony Blair sobre la mundialización. En lugar de tomar medidas de defensa y protección frente al mercado, anuncia a los trabajadores que les dará las armas necesarias para ocupar los empleos más dinámicos de la economía mundial.
Es urgente salir de esta trampa, sobre todo porque Francia se encuentra en realidad mucho mejor preparada que el Reino Unido para emprender el camino hacia “la economía del conocimiento más productiva del mundo”, anunciada por la cumbre de Lisboa. No nos cansaremos de repetirlo: la producción por hora trabajada en el Reino Unido es hoy un 25% más baja que en Francia o Alemania. Sólo porque los británicos trabajan un 25% más de horas que nosotros llegan a alcanzar el mismo nivel de PBI por habitante. Y el hecho de que los desempleados (menos productivos en promedio que los activos) sean más numerosos en Francia explica apenas una parte minoritaria de esta brecha (esto es, menos de un tercio).
La verdad es que, veinticinco años después de la llegada de Margaret Thatcher al poder y de sus reformas supuestamente salvadoras, el Reino Unido sigue siendo un país subcapacitado y escasamente productivo (la brecha de la productividad prácticamente no ha disminuido), que se ha visto obligado a adoptar métodos de países pobres (como el dumping fiscal y largas horas de trabajo) para ubicarse al mismo nivel que los otros. La mediocridad persistente de la productividad de la mano de obra británica se explica principalmente por el poco presupuesto que se destina a un sistema educativo marcado por fuertes estratificaciones sociales, herederas de un sistema aristocrático del que los norteamericanos se burlan desde hace dos siglos y que se encuentra en la base de la decadencia del Reino Unido.
Y, si bien es verdad que la enseñanza superior ha alcanzado una mayor modernización del otro lado de la Mancha, no es menos cierto que el sistema de enseñanza primaria y secundaria en Francia constituye una base sólida que ofrece una formación masiva de calidad envidiable. Además, es sorprendente constatar que una de las principales propuestas de Tony Blair durante las últimas elecciones haya sido la de instituir, en el Reino Unido, un exam...