Un niño afortunado (6º edición ampliada)
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Un niño afortunado (6º edición ampliada)

  1. 312 páginas
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Un niño afortunado (6º edición ampliada)

Descripción del libro

6ª edición. Prefacio de Miquel Roca i Junyent. Un niño afortunado es una obra de una humanidad, lucidez, ternura y tolerancia excepcionales. A los diez años ya había sobrevivido a dos guetos, el campo de exterminio de Auschwitz y el de Sachsenhausen, y a la terrible "Marcha de la Muerte" de 1945. El número B-2930 tatuado en su brazo forma parte de su vida. "No me quiero borrar el número. Nunca quise. Es parte de mi vida, es mi identidad." La vida de Thomas Buergenthal ha sido un duro camino desde que nació en 1934, de padres judíos alemanes, hasta convertirse en juez de la Corte Internacional de Justicia en el año 2000. Entre estas dos fechas, sobrevivió a los campos nazis, se educó en Estados Unidos y se dedicó al derecho internacional y a la defensa de los derechos humanos. Su autobiografía es un claro homenaje a las poderosas palabras de su padre: "No desesperar bajo ningún concepto". El pequeño Buergenthal hace suyas estas palabras y conserva, con inmensa voluntad de sobrevivir, su vida y sus principios, sin sucumbir a la tentación del odio ni al cinismo. Los campos de exterminio no sólo no lo quebraron, sino que lo convirtieron en una persona que buscará siempre la justicia y el respeto de los derechos humanos. "Un libro escrito de forma tan contenida que impresiona." Lola Huete, El País "Después de haber luchado toda su vida por los derechos humanos, Thomas Buergenthal se decidió por fin a luchar contra el fantasma de su pasado: la infancia de un niño polaco en el campo de Auschwitz." Javier del Pino, El País "Lo que impresiona al hablar con supervivientes de Treblinka, Auschwitz, Mathausen... es el proceso de su memoria: la mayoría tiene dificultades para recordar lo que hicieron ayer, pero retienen con precisión su vida en los campos. Dirías que sobreviven solo para recordar. Thomas Buergenthal también ha sido afortunado en esto: recuerda el ayer, pero vive el presente." José Martí Gómez, La Vanguardia

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788416256310

Capítulo 1 De Lubochna a Polonia

Era enero de 1945. Nuestros vagones de ferrocarril desprovistos de techo ofrecían escasa protección contra el frío, el viento y la nieve tan típicos de los duros inviernos de Europa del Este. Estábamos cruzando Checoslovaquia en nuestra ruta desde Auschwitz, en Polonia, hasta al campo de concentración de Sachsenhausen, en Alemania. A medida que nuestro tren se aproximaba a un puente, vi a gente que nos hacía señas desde lo alto y luego, inesperadamente, panes que llovían sobre nosotros. El pan siguió cayendo cuando pasamos bajo uno o dos puentes más. Con excepción de la nieve, no había comido nada desde que nos hicieran abordar el tren tras una marcha forzada de tres días desde Auschwitz, apenas unos días antes de la llegada de las tropas soviéticas. Ese pan probablemente me salvó la vida, así como la de muchos de mis compañeros de lo que hoy se conoce como la Marcha de la Muerte de Auschwitz.
En aquel entonces no se me ocurrió relacionar el pan de los puentes con Checoslovaquia, mi tierra natal. Eso sólo me sucedió años después de la guerra, en aquellas ocasiones en que, por uno u otro motivo, se me pedía que presentase un acta de nacimiento. Como carecía de ella, me exigían una declaración jurada afirmando que, «según la información con la que cuento y de la que doy fe», nací en Lubochna, Checoslovaquia, el 11 de mayo de 1934. Cada vez que firmaba uno de esos documentos, mi memoria me devolvía por un instante la imagen de los puentes checos.
Poco después de la caída del régimen comunista de Checoslovaquia, logré por fin obtener mi acta de nacimiento. El documento confirmaba la información de la que yo había dado fe en tantas declaraciones juradas, y generó en mí el impulso de visitar Lubochna con mi esposa Peggy. Ella sentía curiosidad por conocer el sitio donde yo había nacido, mientras que a mí me movía el deseo de entrar en contacto con esa porción de tierra de nuestro planeta en la que había abierto los ojos por primera vez.
Tras conducir desde Bratislava, capital de la actual Eslovaquia, recorriendo durante varias horas sinuosos caminos a la par de serpenteantes ríos y ruidosos arroyos, llegamos a Lubochna, pequeña ciudad vacacional al pie de las montañas del Bajo Tatra. Sin haberlo planeado así, arribamos allí en mayo de 1991, casi cincuenta y siete años después de mi nacimiento en ese mismo lugar. Un día bellamente soleado nos dio la bienvenida a medida que nos adentrábamos en el pequeño pueblo rodeado de los atractivos y redondeados montes del Bajo Tatra, claramente distinguibles de las escarpadas cumbres del Alto Tatra.
Entonces comprendí por qué mi padre soñaba con regresar algún día a Lubochna, y el motivo por el que mi madre adoraba el lugar. Parecía un sitio por completo idílico. Mientras Peggy y yo recorrimos el poblado con la esperanza de encontrar el que había sido el hotel de mis padres, tomé conciencia de que, con excepción de aquel trozo de papel de aspecto oficial que me conectaba a Lubochna de por vida, no existía para mí ningún otro vínculo con ese lugar. Nunca hallamos el hotel (luego me enteré de que había sido demolido durante la década de los sesenta). Si bien la visita confirmó que Lubochna era en verdad el lugar hermoso del que mis padres hablaban con frecuencia, me percaté con gran tristeza de que para mi familia ese pueblo representaba poco más que una nota al pie en una historia que había comenzado con la alegría de traer un niño al mundo, alegría que poco a poco se había ido ensombreciendo para dar paso a un relato muy diferente.
Mi padre, Mundek Buergenthal, se había mudado a Lubochna desde Alemania poco antes de que Hitler llegase al poder en 1933. Junto a su amigo Erich Godal, un caricaturista político antinazi que trabajaba para un importante periódico de Berlín, decidió abrir un pequeño hotel en Lubochna, donde Godal tenía algunas propiedades. La situación política en Alemania se estaba volviendo cada vez más peligrosa para los judíos y para quienes se opusiesen a Hitler y a la ideología del partido nazi. Al parecer, mi padre y Godal creían como tantos otros que el entusiasmo de Alemania por Hitler se desvanecería en pocos años y que pronto podrían regresar a Berlín. Entretanto, la proximidad entre Checoslovaquia y Alemania les permitiría seguir de cerca el desarrollo de los acontecimientos, y también proporcionar refugio temporal a cualquiera de sus amigos que tuviese necesidad de huir con urgencia de Alemania.
Nacido en 1901 en Galitzia (una región de Polonia que pertenecía al Imperio austrohúngaro antes de la Primera Guerra Mundial), mi padre recibió la educación primaria y buena parte de la secundaria tanto en idioma alemán como en polaco. Sus padres vivían en un poblado de una hacienda perteneciente a un rico terrateniente polaco cuyas cuantiosas propiedades agrícolas eran administradas por mi abuelo paterno, ocupación poco usual para un judío en aquella época y en esa parte del mundo. El terrateniente polaco había sido oficial superior de mi abuelo en el ejército austríaco y lo tomó a su servicio cuando ambos volvieron a la vida civil. A la larga, puso a mi abuelo a cargo de sus múltiples fincas.
La escuela secundaria más cercana a la que podía acceder mi padre estaba en un pueblo algo distante. Según la leyenda familiar, para poder asistir a dicha escuela, mi padre se alojó durante un tiempo en casa de un empleado del ferrocarril encargado de un cruce de vías situado en un punto estratégico. Los trenes hacia y desde dicho pueblo debían pasar por el cruce unas cuantas veces al día. Como no había ninguna estación en los alrededores, el hombre desaceleraba el paso del tren una vez por la mañana y otra por la tarde, a fin de permitirle a mi padre subir y bajar de los vagones. Con posterioridad se buscó una solución menos arriesgada para permitirle ir a clase.
Tras su graduación en la escuela secundaria y un breve paso por el ejército polaco durante la guerra polaco-soviética que comenzó en 1919, mi padre se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Cracovia. Antes de terminar sus estudios, sin embargo, se marchó de Polonia y se mudó a Berlín. Allí se unió a su hermana mayor, casada con un conocido modisto berlinés, y obtuvo empleo en un banco privado judío. No tardó en escalar posiciones, y se convirtió en funcionario a una edad relativamente temprana gracias a su éxito ayudando a administrar la cartera de inversiones del banco. Su puesto en dicha institución y los contactos sociales de su cuñado le permitieron codearse con muchos escritores, periodistas y actores residentes por entonces en Berlín. El ascenso de Hitler y el número cada vez mayor de ataques de sus seguidores contra los judíos y los intelectuales antinazis, muchos de los cuales eran amigos de mi padre, lo llevaron a abandonar Alemania e instalarse en Lubochna.
Mi madre, Gerda Silbergleit, llegó al hotel de mi padre en 1933. Venía de Göttingen, la ciudad universitaria alemana donde había nacido y donde sus padres poseían una tienda de calzado. Aún no había cumplido los veintiún años (nació en 1912) cuando sus padres la enviaron a Lubochna con la esperanza de que unas vacaciones en Checoslovaquia la ayudasen a olvidar al novio no-judío que pretendía casarse con ella. También pensaban que sería bueno para su hija marcharse de Göttingen por un tiempo. Allí, el hostigamiento contra los judíos (y en particular contra las jóvenes judías) por parte de las juventudes nazis que patrullaban las calles, volvía la vida cada vez más incómoda para mi madre.
Al hacer los preparativos para su estadía en el hotel, sus padres acordaron que fuese recogida en la frontera germano-checa. En lugar de enviar a su chófer, mi padre decidió conducir solo hasta la frontera, por lo que ella lo confundió con el chófer del hotel. Se sintió bastante avergonzada cuando, durante la cena, la sentaron en la mesa del dueño del albergue, quien resultó ser el chófer al que ella había agobiado durante todo el trayecto con preguntas sobre el señor Buergenthal (parece ser que su madre lo había descrito como muy buen partido). Años más tarde, cada vez que yo escuchaba a mi madre contar esta historia, me preguntaba si la visita a Lubochna no habría sido urdida por sus padres, al menos en parte, con la intención de concertar un eventual casamiento con mi padre, y si de existir un plan semejante, mi padre no habría sido parte del mismo. ¿Era tan sólo una coincidencia que su hotel le fuese recomendado a mis abuelos por un amigo que también conocía muy bien a mi padre? Nunca conseguí averiguarlo del todo, suponiendo que hubiese algo que averiguar. Para mi madre, siempre fue amor a primera vista. ¡Y que no se dijera nada más!
Tres días después de conocerse en la frontera germano-checa, mis padres se comprometieron. Contrajeron matrimonio pocas semanas más tarde, pero no hasta que mi abuelo materno, Paul Silbergleit, y luego mi abuela, Rosa Silbergleit (nacida Blum) viajasen a Lubochna para aprobar al novio. Parece ser que la rapidez del compromiso y la precipitada boda los tomaron un poco por sorpresa, pero era el año 1933 y había poco tiempo para cortejos. Yo nací unos once meses después. En el año 1939 ya éramos refugiados en plena huida, apenas unos pasos por delante de los alemanes: daba la impresión de que todo un país le había declarado la guerra a una pequeña familia por el mero hecho de ser judíos.
Cuando busco en mi memoria algunos trazos de mi fugaz vida en Lubochna, me cuesta mucho distinguir entre lo que mis padres me contaron y lo que realmente recuerdo. Tengo la impresión de que mucho de lo que creo recordar sobre ese período se lo escuché decir con posterioridad, bien a mi padre, bien a mi madre. Ella solía contar que yo le servía como intérprete a la edad de tres o cuatro años, cuando iba de compras en Eslovaquia. Mi madre sólo hablaba alemán, y los dependientes en su mayor parte sólo sabían eslovaco. Al parecer, yo me defendía en ambas lenguas. En casa hablábamos alemán cuando estábamos los tres juntos, y yo debí de aprender algo de eslovaco gracias a mis niñeras eslovacas.
El único recuerdo nítido que tengo de la vida en Lubochna se remonta a un día de fines de 1938 o principios de 1939, cuando mis padres me comunicaron que tendríamos que irnos de nuestro hotel. No bien empezaron a hacer las maletas, comprendí que llevaban mucha prisa. Años más tarde supe que la Guardia de Hlinka, un partido fascista eslovaco apoyado por la Alemania nazi que controlaba Eslovaquia, afirmaba tener una orden judicial según la cual una de sus organizaciones pantalla era dueña de nuestro hotel (mis padres habían comprado la parte de Erich Godal unos años antes). No había modo alguno de impedir semejante confiscación. Para entonces, la Guardia Hlinka y sus seguidores controlaban los juzgados, y su policía amenazaba con expulsarnos del país si nos resistíamos a que se apoderaran de nuestra propiedad y nos negábamos a marcharnos de Lubochna de inmediato.
Como consecuencia, sólo cogimos unas cuantas maletas, y dejamos todo lo demás, incluido por cierto el propio hotel, en manos de sus nuevos «dueños». ¡Pero yo quería llevarme mi coche! Era un pequeño coche rojo a pedales. Mis padres me dijeron que eso era imposible, pero que pronto volveríamos y allí estaría el coche esperando a nuestro regreso. Ese coche era mi bien más preciado. Debí de sospechar entonces que nunca volvería a verlo, pues corrí hacia el desván para echarle una ojeada. Allí estaba, apoyado contra un poste sobre sus ruedas traseras, rodeado de cajas y maletas. Parecía estar tan triste como yo. Hasta el día de hoy, cuando pienso en aquel instante, se me viene a la mente la imagen de mi pequeño coche rojo.
Tras dejar Lubochna, vivimos durante un tiempo en Zilina, también en Eslovaquia. Al principio residimos con unos amigos que eran dueños del Grand Hotel de dicha ciudad. Recuerdo el nombre porque me lo pasaba muy bien en la entrada principal junto a uno de los porteros, gritándole «¡Grand Hotel!» a los transeúntes, como se acostumbraba por entonces. Con frecuencia la gente se detenía a conversar conmigo y a veces, para gran alegría mía, incluso me arrojaban alguna moneda.
Desde el hotel, nos trasladamos a un pequeño piso en Zilina. Allí, mi madre y yo pasamos bastante tiempo solos. Mi padre había encontrado empleo como agente comercial en una empresa de instrumental médico y dedicaba gran parte de su tiempo a visitar a sus clientes en distintos puntos del país. Al parecer, mis padres habían gastado gran parte de sus ahorros (incluyendo el dinero que mi madre había recibido de sus padres en calidad de dote) en ampliar el hotel y comprarle su parte a su antiguo socio. Ahora el hotel era cosa del pasado, y con él habían desaparecido todos los ingresos que generaba.
Cuando vivíamos en Lubochna, mi madre nunca había tenido que cocinar. Esa tarea le correspondía a la chef del hotel, una corpulenta y amenazante matrona eslovaca, que le había hecho saber a mi padre sin rodeo alguno que su joven esposa no era bienvenida en la cocina. Ahora, en Zilina, todo era diferente, y no tardé en comprender que mi madre no cocinaba demasiado bien. En una ocasión puso a asar un pollo sin acabar de limpiarle el interior. Cuando mi padre probó el primer bocado se topó con un trozo de maíz, que debía de ser parte de la última comida del pollo. De más está decir que mi padre lo escupió todo y dio comienzo a una monumental pelea con mi madre. «¡Daba por supuesto que habías aprendido algo en ese colegio de Göttingen!» gritaba mi padre. Ella contraatacaba recordándole algún incidente semiolvidado por el cual él teóricamente debía sentirse culpable. Y cuando él replicaba que aquello nada tenía que ver con lo mala que ella era cocinando, mi madre lo acusaba de cambiar de tema. Pronto me di cuenta de que ella siempre ganaba esas discusiones, mientras que él acababa negando con la cabeza con aspecto de profunda incredulidad. En ocasiones mi madre me convertía además en su aliado cuando ella hacía alguna cosa y no deseaba que mi padre se enterase. Una vez descubrió que el trapo de la cocina que ella había estado buscando había caído dentro de la olla donde preparaba la cena. Me suplicó que guardase silencio asegurándome: «Papá no notará nada si no se lo decimos».
Otro día, mientras mi padre estaba fuera de la ciudad, la policía entró a nuestro piso y le ordenó a mi madre que hiciera las maletas y se asegurase de que estuviésemos listos para marcharnos con ellos en el plazo de una hora. Nos dijeron que éramos judíos y extranjeros indeseables, y que seríamos expulsados del país. Mi madre protestó argumentando que no podíamos irnos sin mi padre, pero no hubo modo de que entraran en razón. Nos llevaron a la comisaría. El edificio y su patio estaban ya colmados de otros extranjeros. Mi madre reconoció entre ellos a algunos de nuestros amigos. La gente se sentaba sobre sus maletas, los niños lloraban, y percibí que todos estaban muy asustados, tanto como yo.
No bien llegamos a la comisaría, mi madre exigió en su alemán preciso y pulido ver sin demora al jefe de policía o a la persona a cargo. Armó un gran escándalo al tiempo que agitaba un documento repleto de sellos y encuadernado en piel. Tras unos minutos, fuimos conducidos a una oficina. Allí un hombre uniformado, corpulento y con aspecto de pocos amigos, le preguntó a mi madre en tono amenazador a qué se debía tanto revuelo y quién se creía que era. Ella, que en aquel instante me pareció muy alta pero no medía más que metro y medio, arrojó el documento sobre el escritorio del hombre y le ladró en alemán: «¡Somos alemanes!». Mi madre apuntó al documento, que ella llamaba «su pasaporte», y añadió en el mismo tono: «¡Se supone que somos vuestros aliados! ¡Es indignante que nos estéis tratando como a delincuentes comunes!». Solicitó que la condujeran de inmediato ante el cónsul alemán para protestar por un trato tan escandaloso y le advirtió al agente de policía que él y sus superiores se meterían en serios problemas con las autoridades alemanas por acosar a los alemanes que vivían pacíficamente en Eslovaquia. «¡Esperad y veréis lo que sucederá cuando mi marido regrese y no nos encuentre en casa!»
Tras conversar en voz baja con otro hombre y revisar nuevamente el pasaporte, el agente de pronto nos sonrió, se levantó de detrás de su escritorio, cogió a mi madre de la mano y en un alemán entrecortado le pidió efusivamente que lo disculpase. Se trataba de un gran error; desde luego que ellos no estaban deportando a los alemanes residentes en Eslovaquia, sino sólo a los judíos y a otros indeseables a quienes desde el principio jamás tendrían que haberles permitido ingresar en el país. Volvió a estrecharle la mano a mi madre, la saludó y le ordenó al policía que nos escoltase de regreso a casa.
Años más tarde supe que el «pasaporte» de mi madre era en realidad una licencia de conducir alemana, cuyo aspecto era muy similar al de un pasaporte. Su verdadero pasaporte alemán había sido confiscado después de que ella intentase renovarlo, pues, al igual que los demás judíos que vivían en el extranjero, mi madre había sido despojada de su nacionalidad alemana. Todavía hoy me pregunto qué habría hecho ella si se hubiera dado el caso de que el agente de policía hubiera sabido leer alemán y descubierto el engaño. La última persona con la que mi madre habría deseado hablar en esas circunstancias era el cónsul alemán.
No dejo de maravillarme ante el coraje, el ingenio y la inteligencia exhibidos por mi madre aquel día, rasgos de carácter que ella evidenciaría muchas veces más en el futuro y en situaciones todavía más complejas. Al fin y al cabo, no era más que una joven mujer proveniente de una familia judía de clase media, con un digno nivel económico y los conocimientos básicos que podía aportar una educación secundaria. ¿De dónde había sacado la astucia y el casi audaz descaro con los que había calculado la reacción de quienes representaban una terrible amenaza tanto para ella como para su familia, consiguiendo al fin no sólo sacar ventaja sino salir victoriosa? De niño me parecía natural que mi madre siempre supiera qué hacer en cada circunstancia. Pero lo que en aquel entonces yo consideraba «natural» ha acabado, con el paso de los años, inspirando en mí una profunda admiración y también un gran desconcierto. No sólo porque mi madre repetidamente logró superar con éxito la adversidad haciendo frente a la maquinaria de la muerte nazi, sino porque lo hacía con una espontaneidad y rapidez dignas de un mago. ¿De dónde provenía esa magia? Aunque lo he intentado, nunca he sido capaz de identificar la fuente intelectual y emocional del singular don de mi madre. Todo cuanto sé es que ella poseía ese don.
A poco de regresar a nuestro piso desde la comisaría, mi madre exclamó: «¡Hemos tenido suerte esta vez!». Pero añadió: «No tardarán en volver», y...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prefacio de Miquel Roca i Junyent
  6. Dedicatoria
  7. Prólogo
  8. Capítulo 1: De Lubochna a Polonia
  9. Capítulo 2: Katowice
  10. Capítulo 3: El gueto de Kielce
  11. Capítulo 4: Auschwitz
  12. Capítulo 5: La Marcha de la Muerte de Auschwitz
  13. Capítulo 6: Liberación
  14. Capítulo 7: En el ejército polaco
  15. Capítulo 8: De Otwock a Göttingen
  16. Capítulo 9: Un nuevo comienzo
  17. Capítulo 10: La vida en Göttingen
  18. Capítulo 11: Rumbo a Estados Unidos
  19. Capítulo 12: Reflexiones sobre la supervivencia
  20. Epílogo: Mi segunda vida (un breve esbozo)
  21. Nuevas revelaciones
  22. Notas históricas
  23. Agradecimientos
  24. Notas
  25. Colofón