Lo tengo que confesar, no he leído mucho sobre educación. Siendo arquitecto, he leído otro tipo de libros. Así pues, lo que propongo en el aula es fruto de la educación recibida, de lo que he visto y conocido a lo largo de mi existencia y del diálogo con otros profesores con los que me he encontrado.
Me sorprende ahora, escribiendo sobre mi experiencia de profesor en estos cuatro años, poder entablar un diálogo con aquellos autores que hablan de prácticas educativas, además de verme reconocido en sus palabras.
Una vez, en una conferencia que dio, escuché a Gregorio Luri definir una auténtica experiencia educativa de esta manera: una experiencia educativa es una vivencia moral que genera nuevos conceptos en forma de lenguaje (aumento del vocabulario) y que no se agota en sí misma. Durante la misma conferencia, concedió mucho peso al concepto de empalabrar el mundo. En suma, uno de los objetivos de una experiencia educativa consiste en integrar y expresar aquello que se aprende en nuevos conceptos, buscando nuevas palabras que los describan.
Luri, en su libro El deber moral de ser inteligente, enuncia como séptima y última característica de un buen maestro lo siguiente: «Enseña para educar y, en consecuencia, presta suma atención a la adquisición de las virtudes intelectuales».
Aristóteles define las virtudes intelectuales como la disposición del intelecto para el conocimiento o la posesión de la verdad. De esta manera, el hombre se perfecciona desarrollándolas mediante la educación. Aristóteles diferencia entre una racionalidad teórica y una práctica.
Con respeto al conocimiento teórico, identifica tres virtudes: la ciencia (el saber deductivo que demuestra las relaciones existentes entre las cosas), la intelección (la intuición en captar la verdad de los primeros principios de la ciencia) y la sabiduría (la unión de ciencia e intelección que permite llegar hasta los últimos fundamentos de la verdad).
Con respeto al conocimiento práctico, identifica dos virtudes: por un lado, el arte o técnica (la racionalidad de la producción en cuanto capacidad para producir o fabricar y para transformar la naturaleza en algo artificial) y, por otro, la prudencia (la racionalidad de la acción, definida también como «sabiduría práctica», es la capacidad de deliberar rectamente sobre el bien para uno mismo y saberlo reconocer en general).
Entonces, prestar suma atención a la adquisición de las virtudes intelectuales coincide con elaborar una didáctica que favorezca el crecimiento de dichas virtudes en el alumno.
Esta segunda parte supone, pues, un recopilatorio de experiencias educativas en el aula que tienen el cometido de desarrollar estas virtudes de las que han hablado los autores en las diferentes materias que imparto.
Hay ciertos puntos fundamentales para mí.
Encuentro acertadas las palabras de Luri cuando dice que «el reto pedagógico más importante del presente consiste en educar la atención». Es lo que intento hacer en el aula durante las horas de arte. Se trata de educar la mirada de los alumnos, que muchas veces son incapaces de ver. Al ser bombardeados con todo tipo de información, precisan aprender a distinguir lo que es importante. Como nos recuerda el poeta: «¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?». Los alumnos de hoy —afirma Luri— deberán disponer de conocimientos que les permitan diferenciar entre la mera información y el conocimiento valioso.
Nuestro mundo, que pide cada vez más un «saber hacer», está perdiendo el valor verdadero del hacer, el valor del trabajo. Trabajo en italiano es lavoro, viene del latín labor y significa «fatiga». Pero, si vamos más atrás, en sánscrito tiene la raíz labh-, que significa, en sentido literal, «agarrar» y, en sentido figurado, «dirigir la voluntad hacia algo». De esta forma, el trabajo consiste en dirigir la voluntad hacia algo, y esto siempre implica un esfuerzo. Se trata de una acción propositiva, no es algo que se reciba con pasividad como algo que se tenga que hacer. En un mundo cada vez más tecnocrático, en muchos ámbitos se ha olvidado esta nobleza del trabajo. Intento recuperarla con mis alumnos para que puedan enfrentarse a los retos de su futuro siendo protagonistas.
Para mí, una experiencia resulta educativa cuando logra transmitir esto, cuando los alumnos empiezan a entrar en este tipo de relación con el conocimiento. Pero no se trata de un conocimiento que se agota en sí mismo. Antes bien, se abre a otras posibilidades, a nuevos espacios, en definitiva, al mundo.
El poeta nos lo vuelve a preguntar: «¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento?».
Se trata, pues, de reconquistar dicha sabiduría.
La educación siempre es una apertura.
Educación de la mirada y atención: contra la dictadura del pulgar
Toledo, un soleado día de abril. Estamos fuera de la iglesia de Santo Domingo protegidos por la sombra de algunos árboles. Estoy explicando a mis alumnos El entierro del conde de Orgaz, el cuadro de El Greco que veremos en unos instantes.
Algunos van tomando notas, otros miran a su alrededor, otros tienen su atención capturada por un escaparate de una tienda de espadas.
La introducción a la obra ya ha terminado. Ahora es el momento de entrar. De ver este fantástico cuadro, de buscar todos los personajes que les he ido mostrando y todos los detalles de esta obra maestra.
Nos ponemos en la cola de la taquilla; voy el primero para pagar las entradas.
Empezamos a entrar y, cuando los ojos se han acostumbrado a la oscuridad, surge delante de nosotros este increíble lienzo.
Algunos de mis alumnos ni se detienen a contemplarlo, fluyen como una hoja a merced del río y se acercan a la puerta de la salida.
Ni se han parado siquiera, para ellos ha sido un paseo rápido, no han dedicado ni un solo minuto a la contemplación del cuadro.
Más tarde, me los encontraré fuera, sentados en la escalera, mirando al vacío.
No me extraña que adopten esta posición ante el cuadro. Pone de manifiesto algo que es evidente. Muchos de nuestros alumnos no saben mirar y han perdido la capacidad de estar atentos. Ni siquiera se plantean realizar este esfuerzo; pasan por la vida automáticamente, en modo scroll up; como cuando pasan de publicación en publicación en Facebook a golpe de pulgar, con los auriculares puestos, escuchando el último éxito que les taladra el cerebro. De vez en cuando, ponen un «me gusta». Pero ¿realmente se están enterando de todo lo que pasa delante de sus ojos? La cantidad de tiempo invertida en las redes sociales es cada vez mayor, según afirman los estudios. Una buena porción de tiempo dedicada a algo que no permanece, algo que se mira por encima, «me gusta» y ya está.
Es la sociedad de la inmediatez, de lo instantáneo, de Instagram. Esta aplicación es básicamente un bombardeo masivo de imágenes, un escaparate de narcisismo y cotilleo. Nuestros alumnos pueden pasarse horas enganchados a eso.
¿Resultado?
Bajo ese bombardeo comunicativo, pararse a mirar y estar atentos es algo cada vez más inusual.
Ese tiempo necesario a la contemplación se está perdiendo.
Ese tiempo tan fundamental para que las cosas penetren en nosotros y permanezcan en la memoria se está esfumando.
No es fácil educar en la mirada y en la atención a aquellos que parecen haber perdido el sentido de la contemplación. A quienes nos pasarían por encima a golpe de pulgar.
Así las cosas, las clases de Plástica e Historia del Arte son un momento privilegiado para que la mirada y la atención sean provocadas y entren en acción.
Planteo un recorrido que tiene su punto fuerte en el encuentro que se produce con los grandes autores de la historia del arte, para que nos acompañen durante el camino que los alumnos hacen a lo largo de su etapa en la Secundaria.
La sola posibilidad de realizar un recorrido con ellos facilita que estas capacidades puedan desarrollarse a lo largo de los estudios. Muchas veces llegan a entender; más tarde, con el paso del tiempo. El tiempo es necesario para comprender.
Toda la programación de estos cuatro años de la ESO presenta algunas variaciones, si bien los conceptos fundamentales se mantienen.
Del mismo modo, conservo la clase inicial el primer día en el curso de primero de la ESO.
Siempre empiezo con la misma clase. Es mi manera de presentarles lo que harán desde ese momento hasta que se marchen al terminar el ciclo de Secundaria.
Entro en clase. Para mí son alumnos nuevos. No conozco sus nombres, no sé cómo dibujan ni si son buenos o malos alumnos. Voy paseando por la clase mientras les entrego un papel A4 a cada uno de ellos. Les pregunto su nombre, los miro a la cara e intento que esa información se vincule a esos ojos que me miran.
Termino de repartir los folios. Me dirijo a la pizarra. De pie, delante de ellos, empiezo.
—Ahora vaciáis la mesa y os quedáis solo con el folio que os he dado puesto en horizontal y con un lápiz HB.
Todos están listos. Continúo.
—A continuación, vais a dibujar UN punto donde queráis. Un punto visible, ni demasiado grande ni demasiado pequeño.
Me empiezan a mirar raro, no entienden hacia dónde los llevará esto.
—Bueno, levantad la mano en orden. ¿Cuántos de vosotros habéis dibujado un punto en el centro del folio? —Se alzan unas cuantas manos—. ¿Y cuántos en una esquina? —Prácticamente todos los que quedan levantan la mano.
—¡Muy bien! Seguimos. Ahora vais a dibujar otro punto donde queráis en el folio.
Dibujan.
—A ver, ¿cuántos de los que dibujasteis un punto en el centro lo habéis colocado en una esquina? —Se levantan unas cuantas manos—. ¿Y cuántos de los que lo dibujasteis en una esquina habéis marcado el segundo punto en una esquina otra vez? —Se alzan bastantes manos.
—¡Ya entiendo! —dice en voz baja un alumno en medio de la clase.
—¿Qué entiendes?
No me contesta. Probablemente tiene vergüenza de decir algo equivocado. No insisto y continúo.
—Ahora vais a dibujar un tercer punto donde queráis en el folio.
Espero un momento a que todos acaben.
—¿Sabéis qué quier...