La evolución del amor
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La evolución del amor

  1. 112 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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La evolución del amor

Descripción del libro

¿Cuál es el papel del amor en la evolución? Los naturalistas se han estado ocupando desde hace más de un siglo en descomponer las diversas formas de la vida en sus elementos más pequeños. Consideran desde Darwin que la competencia es el único principio básico responsable en lo tocante al desarrollo de la diversidad. Sin embargo, las teorías de los investigadores sobre la importancia de la selección natural y la supervivencia de los más fuertes en la lucha por la existencia, sobre el comportamiento innato y los instintos, sobre los genes egoístas, así como sobre la sexualidad y la elección de la pareja y la lucha de los sexos, adolecen de la otra vertiente decisiva: el amor, aquello que mantiene cohesionados al mundo y las personas.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788416256266
Categoría
Evoluzione

Los naturalistas y el amor Una historia dudosa

A finales del siglo XIX las ideas de la Ilustración se habían impuesto de tal modo en Europa que una nueva generación de científicos, liberada ya del peso de los dogmas de la Edad Media, pudo empezar a solucionar por fin, uno tras otro, los enigmas relacionados con la naturaleza, y a sacar provecho para el hombre de los nuevos conocimientos obtenidos. Solo quien conoce la naturaleza, era el argumento de esos científicos, puede poner las fuerzas de la naturaleza a su servicio. Los científicos crearían una y otra vez nuevos inventos para el bien de la humanidad. Los antiguos azotes de los hombres, como la peste, la pobreza o el cólera, serían derrotados, y algunos sueños de siglos se harían por fin realidad. Del mismo modo que antes la religión había ofrecido milagros, a fin de convencer a los hombres de lo acertado de sus afirmaciones, ahora la recién surgida ciencia podía llevar a cabo milagros que dejarían boquiabiertos a los legos ante los colosos de acero que escupían vapor, los chisporroteantes aparatos eléctricos, las extrañas máquinas voladoras y muchas otras cosas más, logros hasta entonces impensables, frutos de una nueva forma de pensar.
Se daba inicio así a una era de fe ciega en la ciencia, y apenas había alguien, muchísimo menos los propios científicos, que estuviera en condiciones de eludir esa nueva fe, y por lo que parece, esto sigue siendo así hasta el día de hoy. Cada vez eran más las bocas abiertas a causa del asombro, bocas que reclamaban nuevo alimento para su perplejidad. La necesidad de llenar dichas bocas con el pábulo que solicitaban fue algo a lo que muchos científicos no quisieron ni pudieron resistirse, científicos a los que hasta entonces solo les había interesado el «conocimiento puro». Se iniciaba así la caza de los mejores bocados y las mejores posiciones para alimentar aquellas bocas abiertas y expectantes. Ello se convirtió en el resorte decisivo de un desarrollo que sacudió a modo de revolución científica hasta los rincones más atrasados de la Tierra, y no dejó nada tal como había sido antes. La fe ingenua y supersticiosa de muchas personas en la omnipotencia de la ciencia había puesto en marcha entre los científicos, adorados con anhelo, un insospechado despliegue de sus potencialidades intelectuales y artesanales. Pero incluso aquellos que estaban convencidos de que gracias a las ideas podrían conseguirse violentas y radicales transformaciones sospechaban ya algo de esa fuerza singular que guía a las ideas, por las cuales los hombres están dispuestos, incluso, a morir.
«Las ideas –escribía el profesor privado Karl Marx ya en 1843, siendo redactor del Rheinischen Zeitung– son cadenas que no se rompen sin haber roto antes el corazón, son demonios a los que el hombre solo puede vencer sometiéndose a ellas» (citado en Friedenthal, 1981, pág. 163).
También cualquier científico está encadenado con su corazón –el que lo ha enviado en busca de esas nuevas ideas– a las nociones e ideas que ha ido encontrando en esa búsqueda. Y se siente perdido cuando no consigue identificar y llamar por su nombre, con la ayuda de la razón, al sentimiento que determina sus ideas. Son muy pocos los científicos hasta ahora que se han preguntado cuáles son los sentimientos, los instintos y las motivaciones que determinan su manera de pensar. Y ¿por qué? La fe ciega en la ciencia no comenzó sino hace un siglo. Y desde entonces los científicos vagan a la deriva por un mar abierto, por así decirlo, movidos por el viento de sus necesidades de fama y reconocimiento, de poder y de influencia, en busca de ideas que alguien les compre porque puede sacar provecho de ellas. En los últimos años han dejado sus viejos botes de remos y se han subido a los rápidos buques de la alta tecnología, conectados globalmente. Y también en los últimos años, comprensiblemente, se ha visto cómo los intentos de algunos científicos individuales por demostrar cosas que no existen han fracasado más rápidamente ante la alerta de otros competidores que también buscan fama y reconocimiento, poder e influencia, a veces incluso por la advertencia de aquellos que aún, a pesar de todas las tentaciones, se sienten dominados por la búsqueda de la verdad y por un firme sentido de la responsabilidad.
Entretanto, los biólogos están en condiciones de clonar a un ser humano y de descifrar su genoma, pero si preguntamos qué es el amor, o bien no recibimos respuesta alguna o, por el contrario, nos ofrecen tantas como biólogos existan. ¿Por qué? Karl Marx respondería: los científicos no han hecho más que interpretar de forma distinta el amor, y lo que es necesario hacer es vivirlo.
Pero aún no tenemos a la vista un final para esta odisea. Así que veamos hacia dónde nos ha conducido ese viaje.

Partida hacia lo desconocido:
el comienzo de una odisea

En la actualidad, casi todo el mundo conoce el nombre del primer hombre que reconoció la importancia de la competencia y la emulación como resorte del desarrollo biológico, al declarar a esas dos actividades responsables del surgimiento de las características específicas de cada especie en los seres vivos que hoy existen, incluido el hombre. Pero muy pocos saben que ese hombre fue también el primer científico que intentó estudiar las raíces biológicas del sentimiento conocido como amor y su importancia para la evolución humana.
Estimulado por los relatos de viaje de carácter científico escritos por Alexander von Humboldt, Charles Darwin participó en una expedición científica que lo llevaría a Brasil y, a través del estrecho de Magallanes, en la costa meridional de América del Sur, hasta las islas del Pacífico. En esa expedición se dedicó incansablemente a hacer acopio de material que más tarde describiría y analizaría en sus diarios de viaje. Eran los estudios previos de una obra que haría época: On the Origin of Species by Means of Natural Selection (1859), cuyo título en castellano es Sobre el origen de las especies por los medios de la selección natural, la cual alcanzaría en muy poco tiempo un gran reconocimiento en todo el mundo y sería traducida a casi todos los idiomas llamados cultos. Aquella obra significó una especie de «giro copernicano» en la historia de las ciencias naturales y tendría consecuencias aún imprevisibles por entonces.

Cuando el libro fue publicado, el abuelo de mi abuelo era todavía un hombre muy joven que creía firmemente, como la mayoría de sus contemporáneos, que el hombre había sido creado por Dios y era un descendiente directo de Adán y Eva. Los naturalistas de aquella época estaban todavía plenamente enfrascados en compilar, describir y clasificar las muchas especies de plantas y animales, y seguían convencidos de la invariabilidad de las especies creadas por Dios Todopoderoso. Darwin demostraba con su libro que los seres vivos habían ido cambiando paulatinamente en el transcurso de muchas generaciones: la naturaleza inventa primeramente nuevas criaturas en la medida en que varía de forma arbitraria las predisposiciones de las ya existentes. A continuación, es la competencia entre las formas nuevas y las viejas la que decide quién sobrevive y puede continuar reproduciéndose. En lugar del acto de creación divina y de un supuesto plan sensato de la naturaleza, Darwin había realzado la intervención del azar y la implacable lucha por la existencia. Como todos los demás seres vivos, el hombre también era el resultado natural de un proceso de selección, y encabezando su árbol genealógico no estaban Adán y Eva, sino unos monos.

Darwin era consciente del daño que causaba a los sentimientos de sus contemporáneos con tales afirmaciones. Tras la publicación de su libro se sintió como si «confesara un asesinato», pues junto con la idea de un creador bondadoso también había despojado al hombre de la fe en aquella dádiva divina que es el amor. Al final de su obra, se nota el esfuerzo del autor por llenar aquella antigua fe con un nuevo contenido: no es un Dios Todopoderoso el que determina el desarrollo de las formas vivas, sino el acontecer de las leyes naturales, pero todo proviene de una forma primigenia de toda vida, y esa forma primigenia es obra del Creador.
Es interesante contemplar un enmarañado ribazo cubierto por muchas plantas de varias clases, con aves que cantan en los matorrales, con diferentes insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran entre la tierra húmeda, y reflexionar que estas formas, primorosamente construidas, tan diferentes entre sí, y que dependen mutuamente de modos tan complejos, han sido producidas por leyes que obran a nuestro alrededor. Estas leyes, tomadas en un sentido más amplio, son: la de crecimiento con reproducción; la de herencia, que casi está comprendida en la de reproducción; la de variación por la acción directa e indirecta de las condiciones de vida, y por el uso y el desuso; una razón del aumento, tan elevada, tan grande, que conduce a una lucha por la vida y, como consecuencia a la selección natural, que determina la divergencia de caracteres y la extinción de las formas menos perfeccionadas. Así, la cosa más elevada que somos capaces de concebir, o sea, la producción de los animales superiores, resulta directamente de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte. Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas, las más bellas y portentosas. (Darwin, 1859)
Darwin sabía que también esa forma original o primigenia, ese núcleo de toda vida, hubo de ser portadora de todas las premisas de su desarrollo posterior: lo mismo la capacidad para reproducirse como la variabilidad de sus predisposiciones. Ya los primeros seres vivos tuvieron que ser capaces de hallar posibilidades para garantizar su supervivencia y dejar tras de sí una descendencia apta para sobrevivir. Una de esas posibilidades consistía en que los individuos con una predisposición particularmente ventajosa pudieran imponerse mejor que sus congéneres menos aventajados. Esta idea le parecía a Darwin especialmente plausible, pues explicaba la formación de las especializaciones más concretas que Darwin había observado en las especies por separado, como, por ejemplo, los pinzones observados por él en las islas Galápagos. Por eso él veía la «lucha por la existencia» y la «selección natural», en primer término, como una explicación suficiente para la formación de las especies y, por ende, también del hombre. Sin embargo, mientras escribía El origen de las especies, Darwin debió de verse asaltado por algunas dudas sobre si esa explicación era realmente suficiente para derivar de ella la formación de todos los rasgos de las distintas especies, sobre todo los de los animales superiores y, muy en especial, los del ser humano.

En muchos pasajes de su libro se percibe la incomodidad por verse obligado a ampliar algunas nociones sobre las que todavía no ha reflexionado lo suficiente, por lo menos no como él hubiese deseado. Es casi como si ya entonces sospechara cuán grande era el peligro de que aquellas ideas fueran malinterpretadas, precisamente por las lagunas que aún presentaban, o que incluso se hiciera un mal uso de ellas. Por tal razón, Darwin las había arrastrado consigo a lo largo de dos décadas, en silencio, las había estado verificando a través de todos los medios a su alcance, intentando al final crear a partir de ellas una concepción sólida. Siendo ya un anciano, se vio obligado finalmente a presentarlas tal como habían ido desarrollándose, obviamente por el temor más que legítimo de que otros ya hubieran llegado, mientras tanto, a las mismas conclusiones y estuvieran a punto de hacerlas públicas de un modo más elaborado. Pero tal vez ya por entonces Darwin sospechaba que el proceso de selección observado por él en tantas especies animales, por el cual sobrevivían los individuos mejor adaptados a las respectivas condiciones naturales reinantes, explicaba la formación de algunos rasgos típicos de las especies, pero no todos. Por lo visto, ya entonces tenía serias dudas de que ese proceso de selección hubiera desempeñado un papel decisivo en la evolución del mono en hombre. Empezó entonces a buscar una solución más adecuada para esa importante cuestión y, doce años más tarde, publicó un segundo libro en el que atribuía una importancia mucho más decisiva a un proceso de selección hasta entonces totalmente desatendido: el de la elección de pareja. Para sus contemporáneos de la era victoriana, que hasta entonces se habían dado más que satisfechos con la historia bíblica de la creación, aquella idea primera de que el hombre era un mono algo más evolucionado era un hueso duro de roer y asimilar. Se lo habían tragado tal vez únicamente porque, por alguna razón, les gustaba la idea de que la vida no era más que una constante lucha por la existencia en la que solo podían tener éxito los mejores. Pero ahora no querían ni podían tragarse ese otro bocado, el de que en la evolución humana había desempeñado un papel mucho más crucial el sentimiento que une a los hombres y a las mujeres para engendrar y criar hijos en conjunto.

El punto de partida de las reflexiones de Darwin era el hecho de que sobre todo los animales superiores, las aves y los mamíferos, poseían una serie de características imposibles de pasar por alto que eran absolutamente inútiles en la lucha por la supervivencia, cuando no eran un auténtico impedimento. Darwin se preguntaba cómo era posible que hubieran podido formarse y difundirse, por ejemplo, algunos suntuosos plumajes en muchas aves, o esas cornamentas tan variadas en formas de los ungulados, pero también la piel desnuda del hombre, cuando todas esas características les acarreaban a sus portadores solo desventajas en la lucha por la supervivencia. Era evidente que tenía que haber un segundo mecanismo de selección que contrarrestara la mera competencia por la supervivencia individual y que estuviera en condiciones de convertir a un gallo que debía ser, preferiblemente, gris y poco llamativo, en un pájaro suntuoso. Era casi imposible pasar por alto la solución obvia para aquel problema: las gallinas preferían a los gallos de plumaje colorido más que a los grises. Casi parecía como si las gallinas supieran que, a pesar de su vistoso plumaje y su llamativo aspecto, un gallo que era capaz de escapar a todos los zorros y demás depredadores estaba mejor dispuesto para las cosas decisivas de la vida que su rival gris como un ratón, aparentemente mejor adaptado.
A esto que obviamente no solo ocurría entre las aves Darwin lo llamó «selección sexual». Casi siempre eran las hembras las que desarrollaban una preferencia instintiva por determinados rasgos de su pareja sexual, y los machos, por ello, se veían obligados a competir con la exhibición de esos rasgos, en busca del favor de las selectivas hembras. Quien sucumbía en esa lucha entre rivales, quien no era capaz de aprovechar la época de celo de un modo correcto o de traer el mejor regalo de bodas, quien no pudiera afirmar su territorio ni poseyera una cornamenta enorme y molesta, o quien tuviera una cola demasiado pequeña, o no pudiera cantar bien, o quien, por cualquier otra razón, no estuviera e...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo. Experiencias perecederas
  6. Los hombres y el amor. Una breve historia amorosa
  7. Los naturalistas y el amor. Una historia dudosa
  8. La biología del amor. Una historia coherente
  9. El árbol de la vida y el fruto del amor. Una historia sin fin
  10. Epílogo. Variaciones sobre un tema
  11. Bibliografía
  12. Colofón