I
Quizá pueda resultar hoy más necesario que nunca hablar del sentido y del valor de la vida; la cuestión es, sin embargo, si y cómo también sea ello «posible». En cierto sentido resulta hoy incluso más fácil: se podría volver a hablar nuevamente sobre todo lo que se encuentra en íntima conexión con el problema del sentido de la existencia humana y de su valor, así como de la dignidad del ser humano. En otro sentido, sin embargo, se ha vuelto en nuestros días más difícil hablar de «sentido», de «valor» y de «dignidad». Así las cosas, deberíamos preguntarnos: ¿pueden todavía hoy semejantes palabras ser traídas a la boca sin más? ¿No ha llegado a ser de alguna manera cuestionable en sí mismo el sentido de estas palabras? ¿Acaso no se ha hecho en los últimos tiempos demasiada propaganda negativa contra todo aquello que estas palabras significan, contra todo lo que en su tiempo significaran?
¡Poco a poco la propaganda de los últimos años se ha ido igualando a una propaganda contra el sentido general y contra el valor cuestionado del ser-ahí!5 Pues estos años han intentado, precisamente, demostrar el no valor de la vida humana.6
Desde Kant supo el pensamiento europeo proclamar claramente la auténtica dignidad del ser humano; el propio Kant, en la segunda formulación de su imperativo categórico, había dicho ya que, si bien todas las cosas tienen su valía, el ser humano, sin embargo, tiene su dignidad, razón por la cual este último nunca debería ser tratado como un medio, sino como un fin en sí mismo. Sin embargo, con el comienzo del orden económico de los últimos decenios, los seres humanos trabajadores, en su mayor parte considerados como simples medios, fueron indignificados cual simples medios para la vida económica. El trabajo no supuso ya un medio para un fin, el fin de la vida, un medio de vida, sino que el ser humano y su vida, su fuerza vital, su fuerza de trabajo, fueron tratados como medios para alcanzar el fin.
Y luego vino la Guerra, una guerra en la cual el ser humano y su vida fueron puestos al servicio incluso de la muerte. Y vinieron los campos de concentración. En ellos esa vida, que se había considerado, eso sí, como merecedora de muerte, fue explotada hasta en su último trecho. ¡Cuánta desvalorización de la vida, cuánta insignificación y cuánto rebajamiento del ser humano aquí! Recordemos –a fin de medirlo en toda su magnitud– que aquel Estado explotó incluso a todos los por él condenados a muerte utilizando de alguna manera su fuerza de trabajo hasta el último instante de su vida tasada, alegando, entre otras cosas, que eso sería más razonable que matar sin más demora a tales seres humanos, y más aún que alimentarlos a lo largo de sus vidas. O que en los campos de concentración se nos consideraba a menudo tan bajo como si fuéramos «la sopa sin valor», aquella sopa que se nos despachaba en los campos de concentración como única comida durante el día y cuyos costos tuvimos que pagar nosotros mismos en concepto de trabajos forzosos en obras de construcción. Nosotros, los indignos, debíamos además corresponder a semejante inmerecido regalo gratuito: al ser recibidos en el campo, los prisioneros tenían que quitarse la gorra. En suma que, así como nuestra vida no valía siquiera una sopa, así tampoco nuestra muerte tenía siquiera más valor que el de una bala de plomo, pues únicamente valía esto: Zyklon B.7
Finalmente se llegaron a producir asesinatos en masa en los manicomios. Aquí resultaba público y notorio que toda aquella vida que ya no era «productiva» –ni siquiera en su forma más pobre– se tenía literalmente por «indigna de ser vivida».
Pero, como decíamos atrás, el sinsentido mismo ha sido propagado por nuestra época. ¿De qué manera se relaciona el sinsentido con nuestra época?
Nuestro sentimiento de la vida, desde luego, apenas deja demasiado lugar para la fe en el sentido. Vivimos en un periodo de posguerra típico. Aunque un poco periodísticamente, la disposición de ánimo, vale decir, la situación anímica del ser humano de hoy, puede ser caracterizada perfectamente como «bombardeada anímicamente». Todo lo cual no sería tan grave si, al propio tiempo, no dominara por doquier el sentimiento de que estamos volviendo a vivir una situación de preguerra. La invención de la bomba atómica alimenta el miedo a una catástrofe de dimensiones mundiales, y una especie de decadencia del mundo enseñoreándose del final del segundo milenio adveniente. Parecidas conciencias de decadencia del mundo ya las hemos conocido en la historia. Las hubo al comienzo y al final del primer milenio. Y en el siglo pasado hubo, como es bien sabido, un espíritu de fin de siècle, época que no fue la única caracterizada por su derrotismo, sino que, además, en la base de todas estas conciencias derrotistas se halla un fatalismo.
Ahora bien, con un fatalismo semejante no podemos sacar adelante ninguna reconstrucción espiritual. Ante todo debemos superarlo. Y para eso deberíamos tener en cuenta una cosa: que simplemente con un optimismo barato hoy ya no se puede dejar atrás lo que los últimos tiempos han traído consigo. Hemos llegado a convertirnos en pesimistas. Ya no creemos sin más en un progreso puro y simple, en una evolución superior de la humanidad como si fuera algo que pudiera producirse de suyo. La fe ciega en el progreso automático ha pasado a ser una ocupación del espíritu del provinciano burgués satisfecho, y hoy esa fe resultaría reaccionaria. Hoy sabemos de qué es capaz el ser humano. Y, si existe una diferencia fundamental en la manera de entender entre los tiempos pasados y los actuales, quizá podría caracterizarse de la mejor manera posible por lo siguiente: antes el optimismo se ayuntaba con el pesimismo, mientras que hoy en día el activismo tiene como presupuesto un pesimismo. Pues hoy cada esfuerzo realizado en orden a la acción parte de la convicción de que no existe progreso alguno al que uno pudiera abandonarse confiadamente; si hoy no podemos quedarnos de brazos cruzados, es porque depende de cada uno de nosotros qué y cuánto «progrese» algo. Y ello porque estamos convencidos de que en general solamente existe un progresar interior de cada uno, pero que el progreso universal consiste a lo sumo en un progreso técnico que a nosotros se nos impone únicamente por eso, es decir, porque vivimos precisamente en una época técnica. Solamente podemos actuar a partir de nuestro pesimismo; tan sólo desde una actitud escéptica estamos todavía dispuestos a poner manos a la obra; por el contrario, a nosotros el viejo optimismo únicamente podría tranquilizarnos y conducirnos entonces precisamente a un fatalismo de color de rosa. ¡Mejor un activismo sobrio que este fatalismo de color de rosa!
En consecuencia, ¡cuán inmutable tendría que ser la fe en el sentido de la vida para evitar que también ella sea mutada por semejante escepticismo! ¡Cuán incondicionalmente habremos de creer en el sentido y el valor de la existencia humana para que esta fe resulte también capaz de conllevar y soportar ese escepticismo y ese pesimismo! Y esto acontece justamente en una época en la que cualquier idealismo, cualquier entusiasmo, vive una decepción tan grande después de haber sido tan mal utilizado, en una época en la que, sin embargo, únicamente podemos apelar al idealismo o al entusiasmo. La actual generación, la juventud de hoy –y desde luego sería precisamente en la joven generación donde tendríamos que buscar idealismo y entusiasmo– carece ya de modelos. Las personas modélicas que ella hubiese podido tener fueron metidas en la cárcel en su época; y aquellos otros «modelos» que tuvo de hecho, también ellos se encuentran encarcelados hoy. De ahí que nosotros no podamos disimular el disgusto por una cierta injusticia fundada en que, precisamente entre aquellos que como máximo se hallan estigmatizados por doquier como criminales, se encuentran seguramente muchas clases de idealistas erróneamente dirigidos; mientras que, a la inversa, los más cautelosos, los que solamente más tarde entraron en las filas de los otros, fueron oportunistas, y eso por no hablar de aquellos terceros que buscaban reasegurarse, o de quienes carecían incluso de carácter para machacar a aquellos otros a los cuales acompañaban interiormente, y que precisamente son los que ahora permanecen intonsos.
Fueron demasiadas pruebas las que hubo de soportar una única generación, demasiadas rupturas exteriores y derrumbamientos interiores en sus filas, demasiado como para que una generación como la nuestra pudiera sin más contar con ellas en lo relativo al idealismo o al entusiasmo.
Todos los programas, todas las consignas, todos los principios de este último tiempo quedaron absolutamente desacreditados entre los militantes de esta última época. Nada pudo mantenerse en pie, razón por la cual tampoco habría que sorprenderse de que una filosofía contemporánea como la actual considere al mundo como si nada en absoluto quedara ya en pie de él. Pero, a pesar de este nihilismo, a pesar del pesimismo y del escepticismo, a pesar de la mediocridad de un realismo que ya no es «nuevo» sino obsoleto, nosotros tenemos que esforzarnos para conseguir ahora una nueva humanidad. Pues, aunque ciertamente durante los años pasados nos hayamos desencantado, esos tiempos también nos han demostrado que lo humano es valioso, nos han enseñado que todo depende del ser humano. ¡Lo que a pesar de todo sobrevivió fue «solamente» el ser humano! Pues fue el ser humano el que sobrevivió en medio de toda la inmundicia del pasado más reciente. Y fue él también el que sobrevivió en su vivencia de los campos de concentración: de hecho, en algún lugar de Baviera, hubo alguien, el jefe del campo de concentración, un hombre de las SS, que estuvo pagando dinero regularmente en secreto y de su propio bolsillo a fin de obtener medicamentos para «sus» presos en la farmacia del cercano pueblito bávaro, mientras que en el mismo campo de concentración, el capo, él mismo también un prisionero, maltrataba de la manera más terrible a los presos por él mismo comandados: ¡con el ser humano pasan precisamente estas cosas!8
Lo que continuaba en pie, pues, era el ser humano, el «simple» ser humano. En estos años todo se le había caído de las manos: dinero, poder, fama; absolutamente nada más que eso permanecía seguro para él: no la vida, no la salud, no la felicidad, todo se había vuelto para él inseguro: vanidad, ambición, relaciones. Todo quedó reducido a la existencia desnuda. Llevado por el dolor, todo lo inesencial quedó difuminado; en última instancia, el ser humano desvanece lo que él mismo fue, ya sea el individuo cualquiera de la masa, y por tanto nadie con nombre propio –en consecuencia propiamente nadie–, el anónimo, el sin nombre, el «él» que antes tan sólo fue, por ejemplo, un número de presidiario, ya sea la totalidad de su propio sí mismo.
En semejantes circunstancias, ¿«existía» aún la posibilidad de tomar algún tipo de decisión? Pues sí, no nos asombremos; «existencia», en aquella desnudez y llaneza a la que fue sometido el ser humano, no es otra cosa que esto: decisión. En efecto, emplazado ante esta decisión, el ser humano podía todavía decidirse, estaba en sus manos decidirse en favor de los demás, de la existencia de los otros, del ser de los otros, es decir, asumir su ejemplaridad como modelo. Todo eso resultaba más fructífero que cualquier otro mero hablar, o que cualquier escribir. Pues siempre es más decisivo el ser que la palabra. Uno debería y debe seguirse preguntando si no es mucho más importante que escribir libros o que dictar conferencias llevar a la realidad el contenido en cada ser según su naturaleza. Lo realizado es también mucho más eficiente. La sola palabra puede demasiado poco. Una vez fui llamado a casa de una mujer que había perpetrado el suicidio. Sobre su sofá cama pendía en la pared, muy bien enmarcada, la siguiente sentencia: «Más poderoso que el destino es el coraje que lo soporta sin temblar». Y, bajo esta sentencia, se había quitado la vida este ser humano.
Desgraciadamente, los seres humanos modélicos que en su ser pueden y deben actuar se encuentran en minoría. Esto lo sabe nuestro pesimismo; pero precisamente eso es lo que caracteriza el activismo contemporáneo, precisamente eso singulariza la despreciada responsabilidad de los pocos. Un viejo mito asegura al respecto que la existencia del mundo descansa en cada época sobre los hombros de 36 seres humanos verdaderamente justos. ¡Sólo 36! Una minoría que se oculta. Y, sin embargo, ella garantiza la permanencia de todo un mundo. Pero este mito nos enseña todavía más: tan pronto como uno de estos «justos» es reconocido como tal, tan pronto como es conocido por su entorno, por así decirlo por sus prójimos, entonces desaparece, es «retirado», y luego tiene que morir instantáneamente. ¿Qué se nos quiere decir con todo esto? No vamos mal si lo expresamos del modo siguiente: ante la tendencia pedagógica del modelo de ejemplaridad, el ser humano «se siente contrariado»: no se deja enseñar con gusto.
¿Qué significa, pues, todo esto? ¿Qué se desprende para nosotros de lo dicho hasta aquí? Dos cosas: en primer lugar, que todo radica en la singularidad de cada uno de los seres humanos, con independencia en cualquier caso de que sean escasos los animados por los mismos sentimientos; y, en segundo lugar, que todo radica en que, creativamente, de hecho y no con meras palabras, el sentido de la vida se realiza en el ser propio de cada cual. Por eso únicamente cabe tratar de oponer a aquella propaganda negativa de los últimos tiempos, a la propaganda del «sinsentido», una propaganda que en cualquier caso debe ser individual en primer lugar, y en segundo lugar activa. Sólo de este modo puede resultar positiva.
En una ocasión muy determinada, y en una situación de amarguísima necesidad, algunos seres humanos se veían obligados a vivir apiñados. De cuando en cuando llegaban envíos de alimentos a ese su lugar y, cuando alguna vez llegaba un par de vagones con patatas, era frecuente que cada cual se esforzara por robar algunas de ellas. Entre aquellas gentes se encontraban también un joven con su joven esposa. Cuando de nuevo volvió a llegar un transporte con patatas, el joven se declaró dispuesto a ir a robarlas. Sin embargo, su esposa le amonestó suponiendo que, dada su falta de habilidad, no se encontraría dispuesto a semejante acción. Cuando él le trajo las dos manos llenas de patatas ella quedó muy sorprendida: «Seguramente no las has robado, seguramente tan sólo las has cambiado por otra cosa», afirmó ella desconfiadamente. Y entonces, avergonzado, su marido confesó que ella tenía razón. De hecho, él mismo se avergonzaba de su propia «carencia de habilidad», se avergonzaba por no tener habilidad para robar. Tan poderoso era el modelo general allí imperante.
Y ahora el envés de la moneda: en una pequeña barraca de un determinado campo de concentración convivían doce prisioneros, todos ellos connacionales. La camaradería era tenida allí por el valor sumo, mientras que por el contrario lo más detestable era el robo a un camarada. Un día, sin embargo, a uno de ellos le faltó su ración de pan, no pudo encontrar el trocito de pan en su bolsa, aunque estaba absolutamente seguro de haberlo guardado. Tan enfurecido se encontraba que uno de sus compañeros presos, por casualidad psiquiatra de profesión, le aclaró en voz alta: «Voy a decirte una cosa. Antes de que entre nosotros doce sea posible un robo a un camarada es mucho –mucho– más probable que estés alucinando y hayas olvidado simplemente que tú mismo ya te has comido el pan». Esta aclaración se saldó luego con una cachetada, pero a ella le siguió una reconciliación, y finalmente se impuso el espíritu de camaradería, que se mostró más fuerte que la simple posibilidad de pensar que entre aquellos hombres hubiese podido darse en general un robo a un camarada. Tan poderoso, pues, era aquí el modelo general imperante.
Y otro tanto debe responderse a la cuestión que formulábamos al principio de si, y en qué sentido, y con qué espíritu sería posible abogar todavía hoy en favor de un sentido y de un valor en la vida. Mas, si se habla del sentido del ser-ahí, en todo caso debe primero ponerse en cuestión de alguna manera. Cuando se pregunta expresamente por él, también de alguna manera se está ya dudando de él. Ahora bien, la duda sobre el sentido de la existencia del ser-ahí conduce fácilmente a la desesperación. Esta desesperación sobre el ser-ahí nos enfrenta a la decisión del suicidio.
Cuando la cuestión es el suicidio, tenemos que distinguir entre cuatro fundamentos esenciales, esencialmente distintos, a partir de los cuales surge la disponibilidad interior para ese suicidio. En primer lugar, el suicidio puede ser una consecuencia, pero no una consecuencia derivada de una situación propiamente espiritual, sino corporal, física. A este grupo pertenecen, por ejemplo, aquellos casos en que alguien intenta matarse casi por constricción forzosa a partir de una depresión anímica en última instancia ocasionada corporalmente. Por naturaleza, semejantes casos no entran en consideración desde el principio en las reflexiones que venimos llevando a cabo en la presente conferencia. Existen, en segundo lugar, seres humanos en quienes la decisión de suicidarse se ejerce en función de un cálculo de sus efectos sobre sus circundantes los seres humanos, por ejemplo, porque quieran vengarse de otros por alguna cosa que éstos les hayan hecho, y cuya sed de venganza pretende repercutir en ellos a fin de tener que cargar de por vida con su correspondiente conciencia de culpa: ellos mismos deben sentirse culpables de que él se matara. Tampoco entran semejantes casos en consideración en lo que a nosotros se refiere en cuanto a la cuestión del sentido de la vida. En tercer lugar, hay seres...