Mi claustro es el mundo
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Mi claustro es el mundo

Sor Lucía Caram

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  1. 304 páginas
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Mi claustro es el mundo

Sor Lucía Caram

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A los 18 años, con el deseo de ayudar a las personas y trabajar por un mundo más justo, Lucía Caram se hizo monja. Fascinada por la figura de Jesús de Nazaret, decidió seguir sus pasos y hacer del Evangelio su proyecto de vida, así como trabajar por la instauración de un nuevo orden social. En una búsqueda constante de sentido, y urgida por algo inexplicable que le devoraba las entrañas, dejó la actividad frenética como religiosa y optó por la vida contemplativa, por hacerse monja de clausura. Pero ¿cómo conjugar este estilo de vida con un espíritu inquieto y libre? En estas páginas, Lucía rememora su infancia en una familia del Opus Dei, sus primeros años de noviciado, sus dificultades para adaptarse a una Iglesia cuyas estructuras institucionales y formas claman por un cambio. Nos habla también de la realidad de la vida cotidiana en comunidad, haciéndonos partícipes de su lucha por renovar la manera de vivir y compartir la fe, y de su intenso trabajo junto a los más pobres; hasta nos contagia su pasión por el fútbol. Porque siendo monja, no deja de ser mujer, hija, tía, amiga y profesional. Porque su claustro es el mundo.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2012
ISBN
9788415750192
1. De dónde vengo
El clan de los Caram
Tener siete hermanos y una casa grande, abierta para acoger a amigos y primos, vecinos y gente muy diversa, fue la gran escuela en la que aprendí a compartir y a vivir con saludable apertura y naturalidad.
Mi padre era un reconocido cirujano que, entre otras cosas, era el médico de los curas y de las monjas de Tucumán, lo cual, en una sociedad clerical, era una especie de poder fáctico. En casa siempre había una sala de espera paralela para la consulta. Él era de la idea de que a los consagrados había que atenderlos primero, y me imagino que el resto de pacientes echarían venablos, pero no les quedaba otra; además, no eran ni uno ni dos, eran muchos los que se colaban por la puerta trasera. Mi madre, además de ser profesora del Colegio Nacional, era instrumentista, y le ayudaba en el quirófano mientras nosotros íbamos al colegio. Siempre los vi trabajar mucho. En casa se vivía con lo justo, éramos muchos, nunca nos faltó nada, tampoco se derrochaba. Podría decir que crecí entre curas y monjas, ya que estos formaban parte del paisaje familiar, pero no creo que eso fuera determinante a la hora de escoger mi camino.
Levantarse cada día era una aventura y una fiesta, porque incluso las disputas propias de niños y adolescentes formaban parte de la dinámica de nuestras historias. Existía entre todos un amor incondicional, «rabioso» diría, que nos hacía admirarnos mutuamente y estimularnos para compartir y competir sanamente; para defendernos unos a otros y para buscar siempre complicidades. Nuestra casa era como vivir de colonias: nos lo pasábamos muy bien, y éramos muy felices, muy hermanos, y sobre todo, muy amigos.
La fe era vivida en casa con familiar cotidianidad: sin traumas, sin presiones ni imposiciones, como algo que formaba parte de nuestra vida. Y esta normalidad hacía que nadie cuestionara determinados ritos que entraron a formar parte de nuestra vida, que no eran un estorbo y que en cierta manera también nos daban un estilo.
La misa dominical en familia tenía su protocolo y se dedicaba su tiempo para asistir a ella. Recuerdo que mi madre nos ayudaba a cada uno a hacer el examen de conciencia, para confesarnos y para hacer buenos propósitos. Cada domingo renovaba mis ganas de ser «buena», de no pelearme tanto con mis hermanos, y cada semana veía cómo mis compromisos eran débiles, pero no me traumatizaba, porque cada semana se podía volver a empezar.
Emulando a mi madre, que había explicado algo similar, en una de mis primeras confesiones, en un confesionario en la iglesia de los franciscanos de Tucumán, un fraile que tenía fama de echar bronca a la gente y que, para más inri, había sido un profe de mi padre en la escuela primaria, me preguntó mi nombre. No sé qué me pasó, pero sé que con ocho años le dije: «Mi nombre no es pecado». Y me levanté y me fui. Yo tenía claro que la confesión era «para decir pecados, y nada más». Hoy, muchas cosas han cambiado en mi forma de pensar, y más allá de muchas estructuras, que en su tiempo me señalaron el camino, hoy creo en la misericordia y el amor incondicional de Dios, que se manifiesta cada día cuando nos disponemos a compartir la vida y a dar lo que somos y tenemos.
La bendición de la mesa no faltaba cada mediodía y tampoco el rezo del rosario, que se convirtió para mí y mis hermanos en un reto: debíamos librarnos de él como fuera. Esta costumbre no era de mis padres, sino de mi abuela paterna Faride. Después de cenar, llegaba el martirio. Cuando veíamos que la abuela buscaba su bolso, o cuando sentíamos el ruido de las cuentas de un gran rosario que nos llamaba a tan larga devoción, uno a uno buscábamos motivos para escurrir el bulto. El que lo conseguía era un héroe, un verdadero campeón. Muchas veces recuerdo que me pasaba la tarde pensando qué me podía inventar a esa hora para no estar presente. Una vez comenzado el rezo del rosario, lo interesante era ver cómo hacer, sin que la abuela Faride se diera cuenta, de que alguno soltara la risa. Y una vez acabado el rosario, no terminaba el ritual. Le seguían unas largas letanías y unas cuantas oraciones, entre ellas una interminable consagración al Sagrado Corazón.
Con el tiempo, mi padre, que tenía a su madre como un ídolo máximo, decidió comenzar también esta práctica. Y a quien le tocaba acompañarlo en el coche, ya sabía que había rosario y letanías en latín. Nos entró de golpe el deseo de ir a todos los sitios caminando.
Esto duró mientras vivió la abuela. Y cuando ya creía que había rezado suficientes rosarios en mi vida, a los tres meses de morir ella me fui al convento. Allí el rosario se rezaba en sus tres partes cada día. Aprendí a vivirlo como un tiempo de reflexión y de compañía, ¡no me quedaba otra! Hoy no es una práctica favorita, entre otras cosas, porque soy muy poco «piadosa», no soy nada rezadora, y que nadie se escandalice, porque siendo monja contemplativa, dedicada fundamentalmente a la oración, entiendo esta en la dinámica del silencio, de la acogida, de la escucha. Para mí, orar no es hablar, sino una escuela de silencio, de escucha, y por eso mi oración es más silenciosa. A lo mejor por eso después no callo. Sí, intento que sea un encuentro, y las palabras, cada vez más me sobran y distraen. Siempre digo que en la oración paso por el corazón y la mente lo vivido, lo amado, lo decidido, lo proyectado, y dejo que allí se abreven en el silencio, reposen y encuentren todo su lugar.
Esa forma personal de orar es la que descubrí y me llena. ¿Una cuestión de estilo? Tal vez, es la mía. Es una forma de vivir la espiritualidad, y me alegro de que cada uno encuentre su propio camino, y celebraría que nadie intente imponer el suyo a los otros, como lamentablemente pasa en determinadas liturgias y rituales.
Perdida sin saberlo
En la Argentina, cuando en verano un niño se pierde en la playa, hay un ritual que es eficaz para ayudar a que sus padres o mayores lo encuentren: una persona que detecta que un menor está perdido, lo sube a los hombros y la gente comienza a aplaudir. Cuando esto ocurre la gente se va uniendo a este que lleva al menor en hombros, y así se forma una especie de comitiva en que todos van dando palmadas para llamar la atención. Esta procesión con un niño/a a los hombros recorre las playas e intenta reconstruir el trayecto del niño extraviado para dar con los suyos.
En mi infancia, y con seis hermanos más, yo era una auténtica campeona perdiéndome. Alguna vez escuché a un hermano dos años mayor que yo quejarse diciendo: «Siempre que salimos con Lucía, perdemos la mitad del tiempo buscándola». ¡Cuántas veces en los parques de diversiones anunciaban mi nombre por megafonía y describían mi aspecto para ver si mis padres me localizaban!
Cuando tenía cuatro o cinco años, creyendo que seguía a un primo, me perdí en una playa de Mar del Plata. Recuerdo que caminé durante toda una mañana hasta que alguien advirtió que estaba perdida. Al verme, me cargaron sobre los hombros de un joven que era alto y muy guapo, y la gente comenzó a seguirnos dando palmas. Yo pensé que me llevaban en andas y me aplaudían, y desde lo alto saludaba a todos: me sentía feliz y no sabía qué pasaba; de la emoción, hasta me había olvidado de que estaba perdida.
El recorrido fue muy largo, hasta que divisé a mi madre a lo lejos llorando de rodillas en la arena, y mi padre, hermanos y amigos «quemados por el sol» de tanto patearse las playas en mi búsqueda.
Al bajarme de los hombros todos me besaban y abrazaban, y yo seguía sin entender: me había perdido, me habían llevado en andas, me habían aplaudido y encima ¡qué recibimiento!, casi ya planeaba cómo perderme otro día.
Con los años comprendí la angustia de mis padres y todo lo que pasó por sus mentes en aquellas horas.
Muchas veces pienso que tenemos facilidad para despistarnos y vamos por caminos equivocados. Parece que la vida nos sonríe, y fácilmente nos acomodamos a los aplausos, a estar por encima de los otros, al reconocimiento, a andar errados y a creer que es una aventura. ¡Estamos perdidos y pensamos que nos aplauden!, y saludamos ufanos de nuestros logros.
Me apasiona esta hora en la que tenemos elementos suficientes para reconstruir nuestra historia, para saber de qué leño fuimos tallados, de dónde venimos y adónde vamos; esta hora en la que podemos reconstruir el camino recorrido para no volver a perder el rumbo.
La imagen de mi madre orando de rodillas en la arena me anima a bajarme de los hombros, y a recorrer con sencillez el camino de la vida, apoyada en la fe vivida que mis padres me transmitieron y que hoy me ayuda a mantenerme en el camino y a reconocer cuándo «estoy perdida» para volver a casa.
Inquieta y radical
«Había una vez una chica inquieta y radical en sus opciones. Su nombre no importa. Lo que sí importa es que en su corazón se está gestando algo que la desborda y nos hace estar a la expectativa.» Este era el encabezado de una carta que me envió una amiga monja cuando yo tenía doce años. Ella era testigo de mis búsquedas y de mis luchas y fracasos, también de mis deseos y rebeldías. Con esta «historia» pretendía definirme y responder a mis inquietudes e interrogantes. Lo único que consiguió fue agudizar mi lucha y radicalizar mis opciones.
Ya entonces me complicaba la vida –o me la simplificaba para no perder el tiempo– y recuerdo que la mediocridad y las injusticias me rebelaban y me revolucionaban por dentro.
No sé si por ser ingenua –como me decían– o por no tener malicia, o simplemente porque buscaba con ilusión, creía a los que con su vida me demostraban algo que valía la pena y eran coherentes hasta el final. El contacto directo con las personas en situación de pobreza y los recuerdos muy vivos de la lucha cruel que se vivió en Tucumán en tiempo de la dictadura militar me quemaban por dentro, y me preguntaba qué podía hacer yo para que la gente no se lo pasara tan mal. Creo que el sufrimiento de la gente era ya una herida abierta que aún hoy no he conseguido cauterizar.
Jugando con mis hermanos y primos en el Corte, Ernesto, mi hermano, encontró en una cisterna un arsenal de armas. Nos espantamos. Se avisó a la policía. Aquella noche, en las inmediaciones, un grupo de militares arrasaba con todos los miembros de una familia que vivía muy cerca de aquella cisterna, y por primera vez entendí que estábamos en guerra. A los pocos días, yendo a comprar a una librería cercana a mi casa unos libros, nos encontramos con las huellas de un atentado: un coche había volado y había restos humanos desparramados por la calle.
Imágenes y recuerdos que iba guardando en mi corazón, y que me hacían daño: ¿por qué la guerra? ¿Por qué no nos amamos? ¿Por qué cada vez hay más personas excluidas, viviendo en pobreza, privadas de lo más esencial?
Un día, ante la inminente visita del general Videla, Antonio Domingo Bussi, que era el gobernador de Tucumán, hizo meter en un avión a todos los indigentes y enfermos de las calles y los hizo dejar abandonados en las calles de Salta. Había que limpiar la ciudad. Y como si fuera poco, hizo levantar unas grandes tapias rodeando las villas miserias de la provincia, para que no se viera a los más pobres. Eran auténticos paredones, blancos como la nieve, tan fríos como tantos muros que se han construido a lo largo de la historia.
Y en medio de eso, en la escuela nos hacían ir a los desfiles militares y organizaban visitas para ver a los dictadores. Los desfiles militares se multiplicaban, y nosotras con las banderitas para saludar a los...

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