Palabras que consuelan
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Palabras que consuelan

Mercè Castro Puig

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Palabras que consuelan

Mercè Castro Puig

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Cómo trascender el duelo y amar la vida. "Cuando muere una persona inmensamente querida con la que compartíamos un proyecto de vida, nuestra realidad se rompe. Nos sentimos solos, desgarrados, vacíos, sin tierra bajo los pies… Así me sentí yo durante mucho tiempo cuando murió mi hijo Ignasi en 1998. Durante la travesía de mi largo duelo he podido constatar que el amor es lo único que de verdad nos sostiene, que no es posible dejar atrás la rabia, el dolor, la culpa o la locura si no miramos, en silencio, en nuestro interior y dejamos ir con cariño el pesado lastre que arrastramos hasta quedar desnudos. Empecé a ver la luz al final del túnel cuando tuve la certeza de que el perdón nos libera, de que la alegría no depende de lo que ocurre fuera porque el poder de vivir feliz y en paz está dentro de nosotros y poco o nada tiene que ver con lo que nos suceda." Las palabras de este libro ayudarán al lector a trascender el dolor, crear ilusión y armonía en la familia y sentir que la vida vuelve a tener sentido.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2015
ISBN
9788416429622

Momentos mágicos

A veces doblamos una esquina y percibimos un olor que nos despierta un recuerdo agradable que, al revivirlo, eleva nuestro estado de ánimo y nos inunda de calidez el día. Esa sensación reconfortante puede llegar de infinitas maneras: tal vez paseando por la calle o mirando distraídamente por la ventana nos sorprende una escena entrañable y cariñosa, o al despertarnos nos asalta la sensación inmensamente feliz y amorosa de un sueño que parece «casi» realidad.
Es frecuente vivir momentos sugerentes o de gran belleza cuando se atraviesa un gran duelo porque durante la travesía se roza a menudo la esencia de la vida. Es posible también que al vivir de forma casual algo muy emotivo, con mucho significado para nosotros, tengamos la sensación de haber recibido un guiño, una «señal», y a partir de ahí nuestra actitud sea más positiva y nuestro duelo entre en un camino más sereno de aceptación.
Además de los momentos amorosos y mágicos que he vivido, el lector encontrará aquí, mezclados con los míos, los momentos que han reconfortado a otros padres y madres de distintas partes del mundo que por puro amor han decidido compartir y publicar en este libro. No todos son momentos trascendentes, ni mucho menos. Son trocitos de la vida cotidiana que tienen el valor de reconfortar el alma.
UNA HISTORIA DE AMOR
He pasado muchas horas de mi vida mirando por los ventanales del comedor de mi casa, un tercer piso de un edificio situado en una esquina del Ensanche barcelonés, tocando al barrio de Gracia. Por esas generosas ventanas entra un trozo grande de cielo y calle. Para mí es una bonita perspectiva urbana enmarcada por enormes árboles, que veo florecer desde hace treinta primaveras.
Cuando mis hijos eran pequeños, para distraerles, nos poníamos agazapados junto a una de las ventanas y jugábamos a ver quién veía primero circular un coche amarillo, rojo o verde. El juego tenía múltiples variantes: contar taxis, perros, gente con o sin mochila… Hoy, que es domingo y me he levantado tarde, he hecho lo que suelo hacer cuando no voy con prisas: desayunar mirando por la ventana y no sé cómo resumir en palabras la emoción que me ha producido la escena que he presenciado en una de las terracitas del edificio de enfrente.
En el piso de esa terraza, un tercero como el mío, vive una mujer sola ya mayor a la que hace mucho tiempo se le murió un hijo de unos treinta y cinco años; y poco después, el marido. Es una señora pequeñita, delgada, elegante, con mucha energía, a la que veo sacar desde siempre y cada día el polvo de las persianas, a primerísima hora de la mañana.
En mi vida he hablado solo unas cuatro o cinco veces con ella; sin embargo, sin saber casi nada la una de la otra, como suele ocurrir en las grandes ciudades, es como si nos conociéramos mucho y durante estos breves encuentros siempre nos hemos mirado con cariño.
Pues bien, mientras yo desayunaba me he quedado ensimismada viéndola bajar con una manivela un toldo verde que tiene para proteger su casa del sol. Con sigilo, ha aparecido en la escena lo que yo interpreto como uno de sus nietos, un chico de unos trece o catorce años, alto (dos o tres palmos más que ella), delgado, con cara de sueño y despeinado, y la ha rodeado con sus brazos por detrás en un abrazo tan amoroso, natural, íntimo, familiar…, y la sonrisa que se le ha dibujado en la cara a ella ha sido tan enternecedora, cómplice, dulce y bonita que a mí se me han cubierto los ojos de lágrimas. Ha durado un instante, los dos han entrado enseguida en casa. Pero si hubiera estado en el cine y hubiese aparecido después de esto la palabra FIN ningún espectador hubiese dudado de que la película tenía un final feliz. Hoy tengo la plena certeza de que la vida de esta mujer, con todos sus pesares, ha merecido la pena. Su felicidad abre las puertas a la mía.
MERCÈ CASTRO
MARIPOSAS DE COLORES
Son las cinco y media de la mañana y acabo de tener una experiencia sobrenatural. ¿Cómo explicar algo que no tiene explicación científica?, ¿cómo explicar que mi hijo, que está muerto, que hace dos meses que se fue, acaba de estar conmigo? Ha sido un momento breve, ¿minutos, segundos?, no lo sé.
Me mantengo con los ojos cerrados. Intento analizar qué es lo que acaba de pasar. Sé qué es, lo que yo he sentido. Sé que es Carlos el que ha estado conmigo. Pero… ¿cómo ha podido pasar?, ¿cómo explicarlo? Es tan grande la alegría que siento que es lo único que quiero: estar con él. Es un amor único, incomparable, sublime, grandioso.
De súbito, se coloca sobre mí una especie de nube muy compacta que se mueve, vibra y me rodea el torso en un abrazo. Siento una impresión indescriptible. Nada más notarlo, sé que es él y comienzo a decir su nombre: «Carlos eres tú, Carlos eres tú, Carlos, Carlos…». Le abrazo y, al hacerlo, no dejo de decir su nombre: «Carlos, Carlos…», y «veo» cómo de la nube surge su imagen. Una imagen que puedo abrazar, pero no tiene consistencia, solo noto la parte superior de su cuerpo, como si le faltaran las piernas.
–Siento cómo me abrazas y me besas. Mientras no dejo de decir tu nombre y de abrazarte, tú me has dicho que sí, que eres tú, sin verbalizar ninguna palabra. Nos comunicamos con el pensamiento.
De súbito, todo se transforma en un haz de cientos de mariposas de distintos tamaños y de bellos colores que se elevan y a través de un agujero (que yo creo que es un paso al cielo) desaparecen.
Y ahora qué. ¿Me he despertado? No. Estoy despierta. Lo he sentido y sé que lo he vivido. Sé que no ha sido mi imaginación. Que no tengo poder para sentirlo cuando yo quiero. Si así fuera, si yo tuviera ese poder de imaginar, lo conseguiría cada día, porque es lo que más deseo en esta vida.
Es a él a quien se le ha concedido el poder para hacerme saber que su espíritu sigue vivo.
NATI SAN MARTÍN (operaria en la industria de la alimentación)
TE REGALO LA NIEVE
Las cenizas de mi hijo están en Asturias, concretamente en los Picos de Europa. Así lo quiso él, que le gustaba mucho la montaña.
El año pasado en Semana Santa estuvimos allí. El tiempo era buenísimo, con un sol precioso y brillante que lo inundaba todo de luz. Pero el día concreto que subimos hasta el punto donde esparcimos sus cenizas empezó a nevar y se cubrió todo el prado de nieve.
Él sabe cuánto nos gustan los paisajes nevados, lo habíamos comentado muchas veces; para mí la nieve es algo mágico, conmovedor. Y en aquel momento tuve la certeza de que con la nieve me estaba haciendo un regalo de bienvenida. Fue precioso.
Lo que pensaba que sería un momento de suma tristeza se transformó en algo trascendente y hermoso.
MERCÈ MARTÍ (administrativa)
EL VIAJE A ITALIA
Mi tío Nuni (se llamaba Juan, le llamábamos Nuni) murió hace cinco años. Era como un padre para mí (aún lo es, aunque en espíritu). Fue sacerdote, luego lo abandonó, pero siempre fue muy espiritual y andaba en su búsqueda personal todo el tiempo. Era profesor de literatura y con él aprendí sobre libros: desde espiritualidad hasta poesía.
Mi madre era la hermana favorita de Nuni y estábamos muy unidos los tres. Somos de Puerto Rico y mi tío me llevó por primera vez a Europa cuando yo tenía dieciocho años, y uno de los países que visitamos fue Italia. Hace unos meses estábamos celebrando el cumpleaños de mi madre en casa de mi abuela. Cuando íbamos de camino a casa de mi abuela ese día, le pedí a mi tío que me diera una señal de que estaría celebrando con nosotros. Al cabo del día, estábamos toda la familia. Me senté con mi sobrinita, que tenía tres años cuando murió Nuni; ahora tiene ocho. Estábamos jugando y me dijo que le gustaría aprender italiano; como yo sé un poco, comencé a enseñarle a decir algunas palabras. Al final del «mini curso de italiano», le dije que cuando cumpliera dieciocho, la llevaría a Italia. Ella se emociona, y le digo que a los dieciocho años yo también fui a Italia. Y le digo: «De hecho, ¿sabes con quién fui?», y ella me contesta: «¡Claro que lo sé!». La miro incrédula: es imposible que ella sepa eso, ni siquiera hay fotos que haya podido ver, y es un tema del que jamás habíamos hablado. Y le pregunto: «¿Con quién fui?», y me responde: «Tío Nuni te llevó». En ese momento se me puso la piel de gallina, le pregunté que de dónde había sacado eso y me contestó: «No sé, me vino a la mente ese pensamiento».
ADRIANA RODRÍGUEZ (responsable de una agencia de viajes)
LA PIEDRA DE SARA
Cuando murió mi hija Sara, incineramos su cuerpo y esparcimos una parte de sus cenizas en el cabo de Creus, en Cadaqués. Era un lugar muy especial para ella. Desde entonces suelo visitarlo siempre que puedo. En julio de 2010, mi otra hija quiso ir a Cadaqués antes de su boda. Yo en aquellos momentos sentía una dualidad de sentimientos. Por un lado, estaba feliz porque mi hija se iba a casar, y por otro, me sentía profundamente triste porque su hermana no pudiera estar presente. Cuando llegamos, era de noche. Dimos un paseo por el pueblo y, mientras caminábamos, se nos acercaron dos niñas que querían vendernos unas piedras planas en las que habían escrito nombres de personas. Me recordaron a mis hijas cuando eran pequeñas y se dedicaban cada verano a vender a los turistas objetos que ellas mismas habían elaborado: pulseras, collares, etcétera. Y por ese motivo me paré y les compré una en la que estaba escrito el nombre de «Mar». Una de las personas que paseaban con mi hija y conmigo les preguntó si tenían una piedra con el nombre de mi hija. Las niñas contestaron que no, y luego una de ellas dijo: «Aquí está, Sara». Estas fueron exactamente sus palabras: «Aquí está, Sara». Y nos mostró la piedra con el nombre de Sara. Me quedé perpleja. Fue un momento muy especial, de alguna manera sentí que mi hija estaba allí con nosotras, y eso me ayudó a vivir esa visita a Cadaqués con mucha paz y con mucho amor, y a disfrutar plenamente de la alegría de mi otra hija en su boda.
DULCE CAMACHO (psicóloga y fundadora del Centro de Atención al Duelo Alaia)
EL VUELO DE LA GAVIOTAS
Después de la partida de Raúl, y visto ahora al cabo de seis años y tres meses, te diré que he tenido muchos momentos mágicos y que él siempre, siempre, me ha acompañado. Unos momentos especiales para mí son aquellos en los que junto con mi marido y su pequeña menorquina navegamos para ir justo al punto donde en el Mediterráneo depositamos sus cenizas.
Las primeras veces, los dos nos encerrábamos en nuestros pensamientos y ninguno podía evitar las lágrimas; ahora, en cambio, disfrutamos del paseo y, hasta hace muy poco creía que las gaviotas me hablaban. Un día le pregunté a mi marido: «¿Cariño, tú no oyes las gaviotas?». «Mira, escucha», le repito. Entonces él me dijo: «Cariño, no son las gaviotas, es el piloto automático. Te aseguro que el sonido es tan similar que realmente parece que tienes una bandada en la barca». Paró el piloto y lo que yo creía que era un parloteo desapareció. Me quedé como cuando eres pequeña y descubres que los Reyes Magos no existen. Fue bonito mientras duró y quizás fue el tiempo que yo necesité para dejar volar alto a Raúl, tan alto como Juan Salvador Gaviota.
DOLORES JURADO (administrativa)
LA ABEJA MAYA
Cuando estaba embarazada de mi hija Ángela, siempre que me duchaba ella se movía, como inquieta, no sé si era porque el ruido del agua le asustaba o no le gustaba, o eso pensaba yo. Así que me dio por cantarle la canción de la serie infantil de La abeja Maya, y ella se tranquilizaba y dejaba de moverse.
Cuando murió mi pequeña, estuve buscando por muchos sitios un muñequito o un peluche de la abeja Maya para llevárselo, para que lo tuviera al lado de su lápida. Pero como era una serie que hacía mucho tiempo que no ponían, no lo encontraba en ningún sitio. Así pasaron los meses, incluso más de un año. Hasta que un día de viaje por Roquetas de Mar, donde solemos hacer alguna escapadita de fin de semana para recargar las pilas, al entrar en una tienda de chuches y muñequitos, al fondo, en un estante lleno de peluches, vi a la abeja Maya. Con su pelito rubio, sus rallitas, sus patitas amarillas y sus alitas. Cuánto me emocioné: en unos días iba a ser su segundo aniversario y me hizo sentir una oleada de aire en los pulmones que me llenó de alegría. Ahora está allí con ella, acompañándola.
A pesar del dolor, mi hija me ha ayudado mucho a valorar más las cosas, a ver lo bueno que me depara cada día, a quedarme con las cosas positivas de la gente. Así siento más cerca a mi hija y a mi madre.
MARÍA DEL MAR (administrativa en la Universidad de Murcia)
UNA ESTRELLA PARA LA VIDA
El desgarro por la muerte de un hijo no puede ser mayor. Nada será ya igual y, aunque el tiempo no curará «esta herida», la atenuará si dejamos que nos alcancen sus «señales», sus «guiños». En mi caso, la primera «señal» llega en el preciso instante en que me notifican la muerte cerebral de mi hijo Pepe, de quince años de edad, tras sufrir un accidente y permanecer cuarenta y ocho horas en coma inducido a consecuencia de una ...

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