El descubrimiento de la lentitud
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El descubrimiento de la lentitud

Sten Nadolny

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El descubrimiento de la lentitud

Sten Nadolny

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Traducido a 30 idiomas y con más de 2 millones de ejemplares vendidosDesde que era niño, John Franklin soñaba con el mar, pese a que la lentitud con que llevaba a cabo cuanto se proponía no lo hacía la persona más adecuada para los rigores de una vida de marinero. Franklin percibía el tiempo de una forma singular, y su capacidad de recordar con la mayor precisión todo aquello que captaban sus sentidos lo convirtió en uno de los navegantes más interesantes de todos los tiempos.Tras alistarse en la Marina, se vio obligado a tomar parte en la guerra, aunque lo que de verdad anhelaba era surcar en paz los mares y descubrir el legendario Paso del Noroeste. A esa búsqueda dedicaría todos sus esfuerzos al mando de un barco...Basada en la vida del propio Franklin, célebre por sus exploraciones en el Polo Norte, esta extraordinaria novela es también un estudio sobre la lentitud como el arte de dar un sentido al ritmo de la vida.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2018
ISBN
9788417376062
Categoría
Literatura

TERCERA PARTE El territorio de Franklin

11 La cabeza propia y las ideas ajenas

La diligencia llegó a la puerta del White Hart Inn, en Spilsby, y John preguntó si tenía correo.
No había carta del doctor Brown, así que no había trabajo. Solo Eleanor Porden le había escrito. Una carta larga, le gustaba escribir. John dejó la lectura para mejor ocasión.
Spilsby había cambiado mucho. El viejo Ayscough ya no iba a esperar la diligencia y a ver los pasajeros. John encontró su lápida junto a la torre de St. James.
Al pastor lo habían condenado hacía unos meses por incendiario y había sido deportado a Botany Bay. Había prendido fuego a los tres graneros grandes de la finca. Pero, ¿por qué lo había hecho? Era una lástima.
Y a Tom Barker lo habían asaltado los bandoleros y lo habían matado cuando paseaba por el bosque. Se defendería, porque ¿quién iba a matar por gusto a un boticario?
La familia Lound ya no vivía en Ing Ming. Según se decía, habían traspasado el término municipal por la noche. Seguramente se dirigieron a Sheffield, la ciudad del carbón, en la que las bombas de vapor llamaban a la gente. Ahora había trabajo allí.
Nadie tenía noticias de Sherard.
John regresó a Bolingbroke y pensó con rabia: «Puedo esperar».
Por una libra, diez chelines y seis peniques se hizo socio de la Primera Sociedad de Lectores de Horncastle. Era un montón de dinero, pero tenía casi ochocientos libros para prestar y él quería aprovechar la espera. Subió a la diligencia de Louth llevándose las descripciones de los viajes de Cook. Quería hablar detalladamente con el doctor Orme sobre el Polo Norte.

Pero el doctor Orme había muerto. El año pasado, hallándose en perfecto estado de salud, había caído de repente. John halló en la iglesia una placa con todos sus títulos académicos y eclesiásticos. Eran tantos que no se habían podido grabar más que las iniciales.
Su sucesor vivía desde entonces en la calle del Cuello Roto. Le entregó a John un paquete envuelto en una piel fina, atado con varios nudos y lacrado, que llevaba el aviso: «Para entregar en mano a John Franklin, teniente de la Armada». El maestro comentó:
–Será una Biblia.
Invitó a John a que se sentara a echarle una ojeada, pero él declinó su ofrecimiento. Prefería ir al cementerio, pues quería estar a solas cuando leyera las líneas del doctor Orme.

En el paquete había dos manuscritos. El primero decía:
«La formación del individuo
mediante la rapidez
u
Observaciones sobre el ritmo particular que
DIOS
ha imprimido a cada persona,
representadas en un ejemplar sobresaliente.»
El otro escrito llevaba por título:
«Tratado sobre dispositivos útiles,
apropiados para fingir movimientos al ojo vago,
destinados a la edificación y la enseñanza, así como
a la divulgación del mensaje del
SEÑOR
La carta que los acompañaba decía tan solo:
«Querido John, haz el favor de leerte estos dos cuadernos y luego devuélvemelos. Me gustaría que me dijeras tu opinión al respecto.»
El saludo y la firma. Eso era todo.
No había nada que provocara las lágrimas. Era un texto animoso y breve. El autor de la carta no había contado con la muerte. John clavó inmediatamente la vista en los escritos, como si el doctor Orme estuviera esperando realmente una respuesta inmediata.
El primer manuscrito lo describía a él sin nombrarlo. Lo llamaba «el alumno F.». Se sintió algo angustiado, sin saber por qué. Cogió inmediatamente el segundo escrito, porque tenía dibujos en color. Además, las frases de los «dispositivos útiles» le parecieron bastante más breves que las de la «formación del individuo».

John ocultó ambos escritos a su hermana y a todos los de la casa. No quería que nadie estudiara los pensamientos del doctor Orme antes de que él los conociera.
Salía a leerlos a la orilla del río. En Bolingbroke había un castillo en ruinas, en el que había nacido un rey. Se pasaba el día sentado en el zócalo del portal derrumbado. A la orilla del río pastaban vacas y una cabra. De vez en cuando aparecían tábanos. John no hacía caso de las picaduras y seguía leyendo.

El dispositivo útil más importante del que hablaba el doctor Orme se llamaba rotor de imágenes. Era un aparato al que se enganchaba un libro grande. Mediante un potente mecanismo se pasaban las páginas a una velocidad fulminante. Cada página llevaba pintada una imagen que solo se diferenciaba de la anterior en algún ligerísimo detalle, de modo que, cuando al cabo de unos pocos segundos se habían visto pasar todas las páginas del libro, se tenía la ilusión de que se trataba de una sola imagen móvil. El doctor Orme afirmaba que la ilusión óptica se verificaba no solo en las personas lentas, sino en todas. Debía de saberlo, pues sin duda había hecho la prueba en su ama de llaves, que era tan rápida. John se propuso hablar con ella del asunto. Pero ¿dónde habían ido a parar los aparatos? ¿Habrían sido vendidos y desarmados, o permanecerían guardados en algún desván de la calle del Cuello Roto? John sentía cómo se apoderaba de él la nueva idea. Mañana iría otra vez a Louth. El doctor Orme explicaba también cómo pretendía que sus inventos fueran de provecho. Quería traducir visualmente la imagen producida por el rotor mediante una linterna mágica y transmitirla a la pared de una cámara oscura. De ese modo, un gran número de personas cómodamente sentadas podría contemplar en imágenes móviles una historia completa. Aun sin palabras, entenderían cómo una escena venía detrás de otra. Podrían participar del acontecimiento sin correr peligro ni cometer errores.
La cabeza de John se hallaba totalmente contagiada del espíritu inventor del doctor Orme, pues aún quedaban por resolver algunos problemas.
De hecho, para las historias largas se necesitaba un número enorme de páginas. Aun disponiendo de varios pintores, se necesitarían muchos meses para ilustrar semejante mamotreto. Por otro lado, el enorme volumen de páginas constituía otra dificultad técnica. Había que encontrar el modo de acoplar diversos rotores que fueran reemplazándose sucesivamente sin interrupción a medida que fueran terminando. La traducción óptica constituía un tercer obstáculo. El doctor Orme dudaba de que hubiera fuentes de luz que iluminaran con la suficiente potencia.
En esto John no veía ningún problema. Los nuevos faros podían irradiar su luz a muchas millas de distancia gracias a sus espejos cóncavos de plata. Habría que utilizar algo parecido en la sala. A su juicio, el verdadero obstáculo radicaba en los artistas. No podía imaginarse que un William Westall fuera capaz de dibujar mil veces el mismo paisaje cambiando cada vez solo un detalle minúsculo. Pintaría cada cuadro con una intuición y un humor distintos. Sin lugar a dudas, los artistas eran el punto más débil.
El doctor Orme recomendaba representar momentos grandiosos de la historia de Inglaterra, pero en lo posible no escenas bélicas, sino sobre todo cuadros de la vida pública, de carácter pacífico y ordenado «como en un panorama móvil». Pensaba en escenas de reconciliación o de oración en común, desde el feliz regreso de un barco a ejemplo de nobleza y de comportamiento honesto, que incitaran a la emulación. En cambio, excluía por completo los milagros. El milagro de los panes y los peces o el de la curación de los leprosos no debían tratarse, pues ello equivalía a una ridícula imitación de Dios.
Había oscurecido. John pensó en el milagro de los panes y los peces. Recogió los cuadernos y se volvió caminando. A punto estuvo de perderse, de tan ensimismado como iba meditando sobre lo leído. Ahora le hubiera gustado hablar de todo esto con Sherard Lound.
Poco después de dormirse, se despertó sobresaltado.
–¡Imprentas! –murmuró–. ¡Imprentas especiales que copien mil veces lo mismo y que además se ocupen de los cambios!
Pero ¿de dónde sacar el dinero?
Y con esto se quedó dormido.

En Louth, ni el ama de llaves ni el maestro sabían gran cosa de los experimentos del doctor Orme. Además, no quedaba ningún aparato. Todas las piezas de metal o de madera que se encontraron, manivelas y tornillos, habían sido vendidas a diversos talleres. Y en los restantes escritos no aparecía ningún dato que informara sobre el rotor de imágenes. John regresó a casa pensativo. Una idea que no pudiera llevarse a cabo por falta de dinero constituía un mal pasatiempo. Además, una cosa así podía llegar a apartarlo del Polo Norte, y eso constituía un peligro.
Pero no quería permanecer inactivo mientras esperaba. Ya aparecería algo honorable que, a ser posible, dejara además algo de dinero.
Los aldeanos y los terratenientes lo trataban ahora con más cuidado. Eso se debía a su estatura y a la cicatriz de la frente. Cuando le pedía a alguien que por favor repitiera lo que había dicho, ya nadie se burlaba ni lo dejaba plantado, antes bien, oía una disculpa e inmediatamente se lo repetían.
Para un adulto, el país resultaba realmente agradable.

No obstante, aún quería hacer un experimento. Entre los miembros de la Sociedad de Lectores había un posible mecenas para el rotor de imágenes; el boticario Beesley, un herbolario de rostro suave, acomodado y de carácter apasionado. Había volcado su amor en la historia de Inglaterra. Escuchó con atención las explicaciones que John le dio sobre el invento.
–¡Qué buena idea! Tengo curiosidad por ver si funciona.
Pero, al parecer, había algo que lo molestaba.
–Dígame, señor Franklin, ¿cómo se le ocurrió al doctor Orme lo de las imágenes de historia? No se puede captar el espíritu de la época a través de las imágenes.
John empezaba a temer que el señor Beesley tuviera razón.
–La historia tratada en serio tiene que ver con lo cierto. Y una imagen es algo cierto.
Inicialmente, cualquier afirmación que planteara una objeción sonaba convincente, cuando menos a los oídos de John. Pero no estaba dispuesto a resignarse. Replicó enérgicamente aludiendo al perfeccionamiento de las personas mediante los buenos ejemplos.
–¡Mejorar a las personas! Eso solo puede lograrse de tres maneras: mediante el estudio del pasado, llevando una vida sana en contacto con la naturaleza, y con la medicina, en caso de enfermedad. El resto no mejora nada. No es más que política o mera distracción.
John quedó convencido de que no podía ganarse al boticario. ¿Y si le contaba lo del Polo Norte? Pero ya preveía el tipo de respuesta que obtendría. Por ello se limitó a hablar brevemente de sí mismo. Beesley pareció contento y mostró una actitud paternal.
–Dedicándose a la historia, la lentitud constituye una ventaja. El investigador dilata los acontecimientos del pasado, por mucha que fuera la rapidez con que se produjeran, hasta que su razón logra captarlos bien. Entonces está en condiciones de demostrarle a cualquier rey, por rápido que sea, cómo hubiera debido actuar en tal o cual batalla.
John se sentía desconcertado. ¿No estaría bromeando el boticario? Tenía desde luego algo de impenetrable y extático.
Pero pronto cambió de parecer. De repente se volvió tan solícito, que John pudo tenerlo de nuevo por un hombre de bien.
–¡Apenas a tres millas de aquí! ¡Ingleses contra ingleses! Y hoy día siguen saliendo a la luz sus huesos en el campo de Winceby, cuando labran las tierras. Las flores que allí se crían son distintas de las que nacen en cualquier otro sitio. ¡A eso es a lo que me refiero, señor Franklin, a esa sensación! Saber qué es lo que ocurrió en un pedazo de tierra a lo largo de los siglos. Eso amplía la visión y engrandece a la persona en ...

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