La colmena de cristal
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La colmena de cristal

Philip Maitland Hubbard, Ernesto Montequin

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  1. 220 páginas
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La colmena de cristal

Philip Maitland Hubbard, Ernesto Montequin

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Una joya de cristalería captura la atención de Johnnie Slade, fanático coleccionista. Se trata de una tazza del siglo XVI, obra del veneciano Giacomo Verzelini, especie de grial de valor incalculable. "El milagro de su supervivencia casi supera el milagro de su creación". Johnnie se entera de la existencia de esta pieza en una revista y el hallazgo pronto se transforma en una obsesión. No solo lo domina el deseo de poseer sino también el de asegurarse de que nadie más tendrá lo que él desea. Cuando en una casa de subastas conoce a Claudia, una contendiente irresistible, Slade encuentra una nueva pasión: la lujuria por el cristal competirá con su amor hacia esta femme fatale.Un moldeado magistral comanda la ejecución de una trama de silenciosa eficacia donde hasta el acto más sencillo parece investido de un sentido siniestro. Los detalles que se registran no son los que constituyen una pista; se acumulan a menudo otros pormenores que tienen una relación directa o indirecta con la historia del arte. Ese tejido asombroso y perfecto tiene menos la función de confundir al lector que el de incentivar la percepción. Con sutil ingenio, P.M. Hubbard se va aproximando a esa invisible y expectante deidad que es el objeto mismo del deseo: la frágil colmena de cristal.Bienvenidos a esta novela deslumbrante.

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Información

ISBN
9789871739936

CAPÍTULO IV

TOMÉ UN CATÁLOGO DE LA MESA QUE ESTABA JUNTO A LA VENTANA y dejé caer dos monedas de seis peniques en una bandeja que decididamente no era georgiana. Caminé entre las superficies lustrosas, pisé las alfombras de Kirman y de Tabriz amontonadas en el suelo hasta llegar al extremo opuesto del salón donde se exhibían las piezas de cristal y de plata dentro de una vitrina que tenía, a su vez, una etiqueta con el número de lote pegado en una de sus esquinas. Era un mueble bastante imponente. No soy especialista en muebles, pero era evidente que se trataba de una pieza genuina expulsada del hogar que la había albergado durante generaciones debido a la presión ejercida por el aumento de las cotizaciones. Tenía algunas manchas y reparaciones, pero en lo esencial se veía tal como había salido del taller del artesano, aunque enriquecido con la pátina del tiempo. Lo mismo sucedía con la platería. Me emocioné, como siempre, al constatar la conmovedora y cautivante fragilidad del cristal.
El cristal no puede repararse ni soldarse; no se lo puede moldear de nuevo ni se lo puede pulir. En un segundo está allí, tenso, vibrante, lleno de voces y acentos misteriosos, y un segundo después, completamente arruinado, muerto para siempre. Cada segundo en la existencia de un cristal antiguo es un segundo robado a una destrucción largamente postergada. El milagro de su sobrevivencia casi supera el milagro de su creación.
Había cuatro copas de la época dorada, contra cientos de onzas de plata y toda una habitación llena de obras de ebanistería. No comprendía, jamás podría comprender, que alguien en su sano juicio prefiriese comprar algo de todo eso antes que las copas de cristal. Y no porque alguna de ellas fuese demasiado especial. Había una elegante copa de vino con pie facetado y un diseño alrededor del borde del cáliz que en el ambiente llaman, no sin irreverencia, “cruces y ceros”. Había un par de copas de cristal blanco con tallo retorcido bastante deslucidas, que no examiné pero que me parecieron extranjeras. Y luego estaba la Interesante Copa Cervecera. A decir verdad, era menos interesante que hermosa. Alta, esbelta, con pie retorcido de un solo nudo y un motivo de hojas y frutos exquisitamente grabado a la rueda alrededor del cáliz. Yo tenía una muy similar y había visto muchas otras. Si pudiera obtenerla por un precio razonable, la compraría solo para evitar que cayera en las manos equivocadas. Pero no habría precios razonables. Bastaba con ver las caras y el ambiente.
Había una mujer que parecía facetada y con una melena corta color gris acero que era en sí misma una verdadera pieza de museo. Había un hombre carnoso con el pelo rizado demasiado largo y ojitos inquietos. Aún más inquietante era el hombre calvo de rostro sombrío enfundado en un anodino traje oscuro que descansaba con la mirada perdida apoyado contra un espejo de pared de marco dorado. A menos que me equivocara a lo grande, el sujeto estaba allí para comprar un solo mueble y nada le impediría comprarlo, pero no a cualquier precio, sino a uno bastante razonable, porque los otros, que lo conocían bien, sabían que sería inútil competir contra él. Había al menos dos parejas de aspecto campechano que cuchicheaban alegremente entre sí con voces que sonaban como las de los comentaristas deportivos de la radio. No eran aficionados sino flamantes anticuarios que todavía se divertían con el negocio y se conformaban con recoger los objetos desdeñados por los grandes predadores.
El público general, desde luego, también estaba representado. Gente que esperaba encontrar algún regalo de bodas, recién casadas en busca de mobiliario, hombres de negocios que habían comprado casas antiguas con calefacción central diseñada por arquitectos modernos y querían alguna pieza en particular para decorar algún lugar en particular. Inocentes que se habían enamorado de algún lote. Estos eran temibles, porque eran ignorantes y entusiastas a la vez. La furia sutil de la subasta podía apoderarse de ellos y entonces empezarían a agitar sus catálogos desesperadamente ante cifras que superaban con creces los precios que habrían pagado en la tienda de algún anticuario respetable. Además, no necesitaban revender con un porcentaje de ganancia para vivir. La incesante subida de precios les daba una coartada y no necesitaban engañarse a sí mismos para saber que, sin importar la suma que pagaran, el objeto comprado aumentaría su valor en unos pocos años. Los anticuarios se ocuparían de obligarlos a pagar los precios actuales de mercado, pero la lógica misma de su negocio les impedía ofrecer más dinero cuando aquellos entusiastas se empeñaban en comprar algún objeto.
Esperaba que el rematador fuese anciano, pero no lo era. Pertenecía a una nueva generación de Truscotts o de Scarworthys, o se había casado con alguna muchacha de esas familias. Era menudo y rubicundo. Tenía un bigotito sobre una boquita bastante triste y unos ojos castaños de buey que observaban a la concurrencia con una suerte de asombro melancólico. Pero conocía su oficio.
Dio un breve y competente discurso en la lengua local. Dijo que estaba contento de ver a tantos viejos amigos. Recorrió con una mirada de módica esperanza las caras angulosas de los anticuarios, inclinadas sobre sus catálogos llenos de marcas meticulosas. Solo el hombre de pelo rizado parecía escucharlo. También dio la bienvenida a varios de los novatos y sus ojos de buey se clavaron en mí, al tiempo que se preguntaba qué me interesaba y cuánto estaba dispuesto a pagar. Dijo que tenían muy buena mercadería y que esperaban obtener buenos precios por ella, de modo que rogaba que no le hiciéramos perder el tiempo con ofertas de cinco chelines. La sala principal estaba atestada, lo cual no era sorprendente dada la cantidad de lotes y de postores, y la excitación parecía concentrarse en el reducido espacio central bajo el estrado donde se hallaban sentadas las secretarias con sus libros contables. Era bastante más acogedor que Christie’s o que Sotheby’s, pero resultaba sorprendente, en medio de aquel pueblo perdido, lo mucho que se parecían.
—Bien —dijo el rematador. Extendió el brazo con un movimiento elaborado y miró lo que, en aquellos parajes, sería considerado un elegante reloj de pulsera de oro, con siete diamantes—. Son las diez en punto —dijo—. Ya es hora de empezar. Veamos el lote número uno.
Los primeros lotes nunca son demasiado interesantes. Los verdaderos postores suelen llegar tarde y los que ya están allí todavía no entraron en calor. La repentina tensión y el sonido de sus propias voces inhiben aún a los principiantes. Los lotes se venden baratos y nada de real importancia se ofrece durante la primera media hora.
Una mujer con aspecto de matrona, probablemente madre de una recién casada, compró una mesa de roble por tres libras con diez chelines. Era demasiado grande para poner en un rincón y demasiado pequeña para comer en ella, pero podía encontrársele alguna utilidad. La mujer parecía abrumada por su fácil victoria y dijo su nombre en un susurro incómodo. Luego salió en venta un ropero de caoba, que un asistente del rematador señaló en un extremo alejado de la sala y que obviamente era demasiado pesado para ser transportado a otro lugar, a menos que interviniera una cuadrilla de hábiles peones. El rematador le lanzó una mirada calculadora. “Un lindo y espacioso ropero, aquel”, dijo y pidió una oferta de dos libras. Luego de varios segundos de silencio, un hombre espacioso ofreció treinta chelines y fue elevado de inmediato a dos libras por un hombre de aspecto obstinado que se hallaba frente a él. Dueños de hotel, pensé, con un nuevo anexo que amueblar. Es posible que fuesen granjeros, pero lo dudo. Compitieron uno contra otro, con diez chelines por vez, hasta llegar a las cuatro libras y una mujer escondida en el fondo ofreció cuatro libras con diez chelines. De repente, empezó la batalla. El débil murmullo inconsciente del público fuera de sí saludaba cada oferta y las miradas expectantes de los observadores neutrales iban de un postor a otro. Solo los anticuarios permanecían in...

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