Una mala mujer
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Una mala mujer

Montse Neira

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Una mala mujer

Montse Neira

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¿Qué realidades esconde la prostitución? ¿Es violencia de género? ¿Es trata de seres humanos? ¿Debe vincularse con drogas, con proxenetas? ¿Puede una persona, hombre o mujer, ejercer la prostitución y desarrollar todo su potencial como persona o es una víctima que necesita ayuda para reinsertarse socialmente? En Una mala mujer, Montse Neira presenta su testimonio excepcional: el de una mujer que ejerce la prostitución y que desde hace tiempo le viene plantando cara al estigma social que tanto la había bloqueado por haber querido darles una vida mejor a los suyos.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2012
ISBN
9788415577386
Una mala mujer
Los «ángeles» de mi vida
Ángel de la guarda,
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche ni de día,
no me dejes sola
que me perdería.
Es la primera oración que aprendí. Me la enseñó mi madre cuando yo contaba apenas tres años y me obligaba a rezarla cada día. En una pared de la habitación había un cuadro con unos querubines y cada noche, al meterme en la cama, lo primero que hacía era, mirando ese cuadro, repetir esas palabras; mecánicamente, ya que no entendía mucho, por no decir nada, el significado de tan pocas palabras. Esta oración-mantra fue metiéndose así, subliminalmente, en mi interior, y aunque el ángel de la guarda que promulga la religión con la que, en parte, fui domesticada nunca apareció en mi vida, sí que la vida ha hecho que me fuera topando con ángeles, con personas que, a veces sin que siquiera ellas lo supieran, me han ayudado mucho a superar obstáculos.
Son personas que han aparecido justo en el momento que más lo he necesitado, cuando he estado más hundida, y que han conseguido que no me perdiera. Con algunas me he relacionado durante más tiempo; con otras han sido encontronazos de apenas unos minutos y solo he necesitado escuchar una frase. Ellas son: doña Josefa, Julia, Mariona, Eva, Subirats, Gabi, Mijael, Carmen, Jordi Nadal, Jordi, Cristina, Marga, Valerie, Ana, Clarissa, Estefanía, Conchita, Cristina, Joan-Isidre, Nanine, Mamen, Jordi, Toni, Antonio, Pepe Riopedre, Yolanda, Silvina, Adriana, Montse, Leyre, Rafa, Nuria, Paula... y un montón de personas anónimas, como conductores de autobuses, taxistas, dependientas, peluqueras...
El piso patera. La crucifixión, el coco y el lobo que me iban a comer
¿Cuántas personas pueden recordar frases exactas de cuando tenían uno o dos años? Yo tengo una clavada en la mente: «Te voy a crucificar». Es el recuerdo más antiguo que guardo y apenas había cumplido dos años. La imagen que retengo, clavada en mi retina, es la de mi padre cogiéndome de los brazos, poniéndomelos en forma de cruz, y empujándome contra la pared. No tengo ni idea de lo que, según él, había hecho yo mal para que escupiera semejante amenaza. Además, en aquel momento yo no tenía ni idea de lo que era una «crucificación», pero estaba aterrada... y el terror que él me hacía sentir me acompañó hasta su muerte, acaecida hace un par de años, porque he soñado mucho con momentos así.
Mis padres nacieron y se criaron en Galicia. Gallegos, de esas aldeas perdidas en los Ancares lucenses donde se sobrevivía de cultivar la tierra y de cuidar animales. Emigraron de su tierra como hicieron tantos millones de españoles en la década de los cincuenta, huyendo de la pobreza, en algunos casos, y, en otros, de la miseria directamente. Eligieron Barcelona. Primero vino mi padre; meses después llegó mi madre y yo aparecí en este mundo en 1960.
Mis padres alquilaron una habitación en un piso de los que ahora se denominan «pisos pateras», como en la actualidad hacen los inmigrantes que apenas tienen recursos. Estaba situado en el carrer Ample (no sé si aún existe porque mi madre no recuerda el número de la finca). En ese piso vivíamos cuatro familias, quince personas en total. Teníamos una habitación de apenas diez metros cuadrados con derecho a cocina que daba a un patio de luces interior, así que era muy oscuro y había que tener, permanentemente, la luz encendida.
Nos teníamos que lavar por turnos en un lavadero situado en la cocina. El agua se tenía que pedir casi por favor ya que estaba estrictamente controlada: solo nos daban un cubo por familia cada día.
En la habitación había una cama de matrimonio que medía un metro y treinta y cinco centímetros, una pequeña mesita de noche, una mesa de comedor (que a mí me parecía inmensa pero solo cabían sentadas cuatro personas) y un armario donde guardábamos la poca ropa que teníamos, la comida y los demás enseres personales.
Por lo visto, yo era muy traviesa, o «muy mala», según se quiera ver. Hacía experimentos como vaciar en la garrafa del vino la botella de la bencina del mechero de mi padre. O cogía el despertador, lo abría y le metía dentro leche condensada, que para nosotros era un lujo. Bueno, estos solo son algunos, pero hacía muchos más.
Con la comida era un desastre. Podía estarme horas para comerme un bistec de carne. Cada trozo lo masticaba una y otra vez porque me daba asco, pero si lo escupía me caía un buen azote en el culo, así que yo aguantaba todo lo que podía hasta que no me quedaba más remedio que tragar. Esto desesperaba a mi madre, que ya no sabía qué hacer para que comiera. Un día se le ocurrió llamar a una señora que compartía piso con nosotros y esta vino con una cosa en los brazos envuelta en una manta blanca. Era «el coco que me iba a comer». Aquella señora me dijo: «Como no tragues ahora mismo te suelto el coco y te come», y aquel bulto se movía –no era otra cosa que la respiración de aquella tetuda mujer– y claramente yo pensaba que el bicho iba a salir de un momento a otro... ¡Qué miedo llegaba a pasar!
Cada trastada que hacía tenía como «recompensa» o que el lobo o el coco me iba a comer o, si no, una buena tanda de azotes en el culo.
Con ese panorama, no era extraño que siempre tuviera sueños aterradores en los que un enorme bicho, feísimo (nunca había visto la fotografía de ningún lobo, así que la imaginación trabajaba a su libre albedrío), con unos dientes enormes, me comía, y yo me despertaba llorando desconsoladamente.
Pero no todo son malos ni aterradores recuerdos. También era una niña muy simpática y la gente del barrio, por lo visto, me adoraba. Así, no es de extrañar que los Reyes Magos de 1963 me llenaran la habitación de juguetes. ¡Guau! Muñecas con sus vestiditos y una cocina, con sus ollas y demás cacharros de aluminio. Disfruté mucho, sobre todo, desmontando las muñecas, y es que quería saber cómo hacían para mover los brazos y las piernas y lo que tenían dentro.
Allí estuvimos hasta que cumplí los cuatro años. Había tenido una hermanita y ya no cabíamos en aquel «cuartucho».
Mi padre trabajaba de carpintero en una empresa familiar, empleo que le duró hasta su jubilación. Mi madre trabajaba limpiando el piso de una señora «con mucho dinero».
La portería
Nos trasladamos al barrio de la Sagrera. No sé cómo, pero mis padres consiguieron ser porteros de una finca con bastantes vecinos. Había que vigilar todo el día, desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, quién entraba y salía. Otras cosas que había que hacer era limpiar la escalera y recoger la basura: de todos los vecinos, puerta por puerta, todas las noches. A mí me tocaba muchas veces acompañar a mis padres en estas labores.
Mi madre
Lo cierto es que hasta ahora no me había parado a pensar lo que podía representar mi madre para mí. La recuerdo siempre trabajando y chillando. No creo que haya sido nunca feliz; siempre se quejaba –y se queja– de todo, pero no hacía nada para cambiar mínimamente sus circunstancias que, realmente, eran muy duras.
Mientras estoy escribiendo todo esto ha cumplido los ochenta años. Ahora ha perdido mucha memoria, y lo peor de todo es que está estancada en un período de su vida que hace que, cada vez que nos vemos, repita la misma historia mil y una veces. Nunca habla de su niñez, de los años pasados en el pueblo, de cómo conoció a mi padre. Me he ido enterando, a lo largo de los años, por mis tías. Al parecer, no era precisamente un ejemplo de buena hermana. Era la mayor de once hermanos y le gustaba mandar y asustar a los más pequeños.
No puedo decir que sienta ni tan solo cariño por ella; sí, quizás, algo de pena por las penurias y necesidades que tuvo que pasar. Porque trabajar ha trabajado, y mucho: se levantaba muy temprano, antes de las siete de la mañana, y nunca se iba a dormir antes de las once de la noche. Además de sus obligaciones como portera, limpiaba algunos pisos de las vecinas, eso sin contar con las preocupaciones que conlleva la atención de un hogar con tres hijas y un marido que era de los que llegaban a casa después de trabajar y se sentaban a la mesa esperando que les pusieran la cena. El haber visto trabajar tanto y tanto a mi madre para no salir de la miseria y no poder cubrir las necesidades básicas vitales (comer, vestir, vivienda, etc.), y tener que sobrevivir ahora con una pensión de miseria de apenas quinientos euros, fue uno de los factores que influyeron notablemente a la hora de decidir prostituirme.
Mi padre
Machista, autoritario, alcohólico. Todo le parecía mal y cualquier excusa era buena para reñirnos y castigarnos, a pesar de que en innumerables ocasiones no tenía razón, se mirase por donde se mirase.
Aunque hoy sería acusado de maltratador y lo que vivíamos era, sin ninguna duda, con la perspectiva de hoy, violencia de género, hay que situarlo en el contexto de aquella España franquista, donde la vida de las personas estaba regida por la moral de la Iglesia Católica, que se cristalizaba en la fórmula del nacionalcatolicismo y en el ejercicio del poder por la vía de la represión y de la violencia; aquella España donde, a pesar de una incipiente apertura, todavía la educación era muy rigurosa, y también en los colegios los niños y las niñas sufríamos castigos e injusticias (nos ponían de cara a la pared, de rodillas, aguantando libros en la cabeza con los brazos abiertos en cruz, y nos pegaban con varas en la palma de las manos o en el borde de las uñas o en las nalgas).
En aquella época los profesores y profesoras eran maltratadores, por lo que mi padre solo era una parte de aquella situación que yo viví con normalidad porque no tenía otras referencias. Era una situación «normal» en muchas familias.
Hasta los trece años viví rodeada de personas mayores que imponían normas muy severas. Las únicas excepciones fueron mis «abuelitos» maternos y una profesora: doña Josefa.
Del resto de la familia paterna no conocí a mis abuelos y apenas me relacioné con dos tíos y con algunos primos. Uno de ellos fue mi padrino.
Mis hermanas
María y Antonia. ¡Qué diferentes éramos! ¡Qué diferentes somos! María es dos años y medio más joven que yo. Apenas recuerdo nada de cómo era nuestra relación de pequeñas. En la actualidad hablamos mucho y me explica cosas de entonces, pero no sé ubicarlas. Como a los trece años ya empecé a trabajar apenas nos veíamos, porque solo estaba en casa para dormir; es una relación que no se cultivó siendo pequeñas ni en la adolescencia, sino ya de adultas y, sobre todo, desde que ella se separó.
Con Antonia, en cambio, no tengo relación; es siete años menor que yo, y la diferencia de edad marcó, aún más, nuestros desencuentros. Ella solo tenía diez años cuando yo me casé y me marché de casa. Pero, y esto es importante, no puedo hablar de grandes peleas. Cada una se montó su mundo y nuestros respectivos caminos apenas se volvieron a cruzar.
No, en ese hogar no había amor. Nos limitábamos a sobrevivir, cada una como podía, cada una como sabía.
La vecina del 3º 2ª (nuestros juegos prohibidos, primeras pulsiones sexuales)
Susana. Por aquel entonces teníamos cuatro o cinco años. Solíamos jugar en la calle, una calle que todavía no estaba asfaltada y que estaba llena de basura. Cuando llovía se convertía en un barrizal y ¡menudas riñas teníamos por ensuciarnos!
No sé cómo empezamos a tocarnos. Es un episodio de mi vida que recuerdo muy vagamente; lo que sí recuerdo perfectamente son aquellas primeras pulsiones sexuales que me empujaban a tocarme «ahí» y que me daba mucho...

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