
- 232 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Dendritas
Descripción del libro
En los años 20, cuando Andonis Cambanis pisó por primera vez Estados Unidos, Camden era una próspera ciudad que crecía a la sombra de la vecina Filadelfia, pero, con el paso de los años y los reveses económicos, llegarían los cierres de las fábricas y el incremento de la delincuencia, dejando tras de sí barrios abandonados y empobrecidos. Dos generaciones más tarde, la familia Cambanis acogerá a la pequeña Minnie, compañera de colegio de su hija Litó, después de la repentina muerte de su madre. La llegada de la niña reabrirá viejas cicatrices familiares, hará que afloren recuerdos del pasado y se perfilen nuevos horizontes. Al mismo tiempo, Minnie y Litó comenzarán a dejar atrás la infancia para despertar en un mundo injusto y, muchas veces, implacable.
Dendritas es una oda al fracaso cotidiano, a la dignidad y a la singularidad irrepetible de cada una de las vidas que, cinceladas a golpe de desengaños, se han visto arrastradas lejos del sueño americano. A través de las historias de tres generaciones de griegos afincados en Estados Unidos entre 1920 y 1980, Papadaki construye, con enorme delicadeza e intimidad, una novela sobre la vida en los márgenes y la búsqueda de sentido en una sociedad en crisis, donde las oportunidades perdidas, los matrimonios fallidos y las carreras truncadas se esconden entre las sombras de los rascacielos.
Dendritas es una oda al fracaso cotidiano, a la dignidad y a la singularidad irrepetible de cada una de las vidas que, cinceladas a golpe de desengaños, se han visto arrastradas lejos del sueño americano. A través de las historias de tres generaciones de griegos afincados en Estados Unidos entre 1920 y 1980, Papadaki construye, con enorme delicadeza e intimidad, una novela sobre la vida en los márgenes y la búsqueda de sentido en una sociedad en crisis, donde las oportunidades perdidas, los matrimonios fallidos y las carreras truncadas se esconden entre las sombras de los rascacielos.
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Información
II
Soñé en un sueño que veía una ciudad inexpugnable a los ataques de todo el resto de la tierra, soñé que era la nueva ciudad de los Amigos, nada era más grande allí que la cualidad del amor vigoroso, iba al frente de las demás, se la veía en cada momento en las obras de los hombres de esa ciudad, y en sus miradas y palabras.6
Aprieta los dientes de dolor, el sudor frío le surca las palmas, de esta no sale, y sin embargo las balas han pasado rozándolo, no han dado en el blanco, no han maculado la carne, intenta tomar aliento, algo lo asfixia en el tórax, un lamento ahogado que no acaba de salir, levanta los ojos tal como está, tumbado boca abajo, y ve un charco de sangre tres metros a su derecha y un cuerpo rígido que cierra ante él la estrecha acera, y a los transeúntes que gesticulan por encima de él, y ese zumbido que le perfora los tímpanos; con la mano derecha se palpa el cuerpo para localizar el dolor, pero no hay herida, y eso le da más miedo todavía, y además sus pensamientos lo abruman, su mujer postrada en la cama, su único hijo menor de edad, la empresa con deudas, y Andonis Cambanis pierde el conocimiento: vuelve a tener diecinueve años y a ser un extraño entre extraños.
Veintidós días había tardado el transatlántico en llegar a su destino, y cuando el Patrís7 dejó en la orilla de Ellis Island8 a aquellas mil trescientas almas, un 7 de noviembre en que caía aguanieve, hizo como que escupía tres veces en la tierra para conjurar con la boca, porque se lo había prometido a su madre, que tenía ideas particulares sobre la psique y decía que en los sitios se prospera solo a base de escupir y de llevar los pantalones bien puestos. Pues eso, que en cuanto puso el pie en Nueva York, se le acercó un compatriota, un rodiota enjuto, con el pretexto de encontrarle trabajo de inmediato, a comisión, por supuesto, hasta le aseguró con su apellido y firma que sus dólares, aunque escasos, darían fruto y, tras metérselos en el bolsillo del pantalón de dobladillo ancho, le encontró alojamiento junto a otros cuatro en un pequeño hotel que se parecía más a una choza de lata y le dio cita para el día siguiente, a la misma hora, dos bocacalles más abajo; le escribió la dirección en un papel, «esquina de Broadway y Franklin», y le explicó por quién preguntar si se retrasaba, «Smerlís», le repitió insistiendo en la «r», le dio un golpecito en el hombro con aire cómplice y se fue por donde había venido, no sin antes confiarle que se encontraba en el país adecuado en el momento adecuado, y que allí en América había gente que pagaba bien y trabajo seguro para un joven despierto y ambicioso como él; por último, le guiñó un ojo antes de perderse con paso ligero en la espesa oscuridad de la ciudad que no dormía nunca y ya trasnochaba en las sucias callejuelas de mala fama.
El rodiota no acudió nunca a la cita, rápidamente se demostró que no había ningún Smerlís esperando para recibirlo, solo dos o tres pobres chavalillos de doce o trece años como mucho, sentados en cuclillas en las esquinas de la calle, que habían cogido cepillo y betún y lustraban cada dos por tres los embarrados zapatos de los transeúntes, toda Nueva York era un inmenso campo de faena que asumía obras municipales y construía edificios de numerosas plantas para cobijar el sueño colectivo, que en las chozas bajas y en las calles fangosas perdía su esplendor y quedaba apresado en el «tres centavos la pareja, cinco el matrimonio», y Andonis Cambanis, que había depositado sus esperanzas en el milagro, no podía creerse que sus veinte dólares se hubieran esfumado; apenas había puesto un pie en el Nuevo Mundo y ya le habían tomado el pelo, no le cabía en la cabeza que hubiese metido la pata de ese modo; lo embargó la desazón, solo sabía dar los buenos días, pedir perdón y dar las gracias, y eso de milagro, retorcía la boca al pronunciar como si le quemase la comida, ¿dónde, y cómo, y a quién contaría lo que le había pasado? Entonces le echó el ojo el mafioso italiano que deambulaba por la demarcación de sus posesiones: diez bocacalles por encima de la calle Broadway y cinco al oeste, hasta la calle Hudson; había ido a recoger los jornales de los limpiabotas, le pareció nuevo y quizás peligroso, quién sabe, y pegó la hebra rápido en siciliano, para ver si estaba tramando algo y si tenía cabeza para los negocios, lo escogió por su porte seco y atezado, que daba fe de su procedencia cercana al sur de Italia; intercambiaron dos o tres frases que no llevaron a ninguna parte, al final se comunicaron con muecas y morisquetas, y cuando Cambanis sacó los papeles italianos y el pasaporte para enseñárselos (certificados territoriales de una paternidad temporal que con el tratado de Lausana9 englobaba al Dodecaneso desde 1912), el italiano no perdió el tiempo: le dio la bienvenida y le garantizó alojamiento y trabajo desde aquella misma noche, solo tenía que hacerle unos pequeños recados que le quedaban pendientes en Hell’s Kitchen, pero Andonis Cambanis ya había aprendido la lección: mandados y favores sin pronta recompensa no pensaba volver a hacerle nunca a nadie, y así sus caminos se separaron, aunque no para siempre.
Medio mes después, y tras la recomendación y los consejos de un tal Suliotis, friegaplatos de profesión, Andonis Cambanis vivía en el estado de Nueva Jersey y trabajaba en los astilleros de Camden para la New York Shipbuilding Corporation, con la especialidad de soldador en las zonas de prefabricado, sacaba veintidós centavos por hora que le proporcionaban lo mínimo para la supervivencia: una habitación microscópica en Morgan Village, en la calle Sylvan, dos platos diarios de comida fría que le preparaba la noche de antes su casera polaca, y un paseo el domingo en la periferia oriental de la ciudad, terra incognita para él, el germanófono Cramer Hill y los barrios judíos de Marlton y de Parkside, mojados y bordeados por el curso zigzagueante del afluente Cooper, y como el natural de Nísiros seguía sin hablar inglés en condiciones, sus paseos eran solitarios y el dinero en el bolsillo escaso, y cada dos por tres se paraba a mirar con ojos de besugo las casas de madera de dos plantas, con familias de cuatro o cinco miembros, los escaparates de las pastelerías que vendían dulces orientales y helado a granel, las sinagogas, las hordas de judíos ortodoxos con sus trenzas negras y simétricas y los restaurantes kosher con sus apetecibles albóndigas de patata y gulash ucranianos.
Con el resto de griegos no tenía trato, además eran pocos y estaban desperdigados por los barrios, como las amapolas que florecen esparcidas por el campo, y es que aún no existía parroquia que los recogiese en tres o cuatro calles a partir de las cuales pudieran ir extendiéndose al resto de la ciudad; lo que sí existía era la cercana Filadelfia, que contaba al menos con dos iglesias ortodoxas y un rebaño de miles de fieles, y de ese modo, un domingo diferente a los demás, en el que no conseguía de ningún modo conciliar el sueño, Andonis Cambanis se levantó antes del amanecer y se subió al primer transbordador en Cooper Point, cruzó el río Delaware en barco y acudió a la iglesia de San Yioryios el 10 de septiembre de 1922, junto con trescientos compatriotas alarmados, que entre rezos y peticiones se contaban en susurros los sucesos acaecidos en Asia Menor,10 portada la noche anterior en The New York Times dominical. Tenía un mal presentimiento que no conseguía someter a cuentas ni a reflexiones, un barrunto sombrío y doloroso que le aplastaba el pecho y que conforme pasaba el rato se convertía cada vez más en certeza: que el futuro no le deparaba otro camino, que tenía que hacer su vida y triunfar allí, en aquel lugar desconocido y extraño; no había vuelta de hoja. Aquella misma mañana, su madre, de cincuenta años, fallecía plácidamente del corazón y de pena mientras dormía, y Andonis Cambanis se enteraba con tres semanas de retraso de que sus primos de Nísiros habían sufragado los gastos del funeral y que para cobrarse lo que les debía pensaban vender lo único que quedaba: la casa familiar.
Tenía veintidós años; se quedaba huérfano de padre, madre, casa y parientes en una ciudad cuyo nombre no arrastraba recuerdos, solo presente, y entonces de repente ocurrió en su interior algo inesperado: la muerte de su madre lo liberó de los remordimientos que lo apresaban, porque el pobre tenía siempre en mente el regreso, y contaba el dinero que ahorraba, calculaba hasta el último centavo, cada dólar aplastado en el sobre debajo del colchón lo llevaba más cerca de su madre, de la tierra que tenían pensado comprar para cultivar, y de las albarradas que pensaban construir para hacer bancales, su muerte lo pilló con treinta y dos dólares y cincuenta y tres centavos que ya no iban a ninguna parte, así que una semana más tarde fue a los grandes almacenes de Kotlikoff y, tras deambular tres horas por estantes y escaparates, se compró un buen traje y un par de zapatos de piel; era el primer despilfarro que hacía en su vida, qué más daba el dinero, en la mente de todo estadounidense uno era lo que intentaba ser, y en el fondo los ahorros eran para gastarlos, así que él también tenía que encontrar el valor de despedirse del pasado para conseguir convertirse en alguien, en otra persona.
Pero las semanas pasaban y Andonis Cambanis seguía siendo el mismo, quizá porque era una persona cerrada, poco habladora y comedida; el traje colgaba sin estrenar en el armario de una sola hoja, y la ciudad, al otro lado de la ventana, seguía extendiéndose hacia la periferia: cada pocos meses se alzaban primorosos edificios, los clubes musicales eran un hervidero de danzas y alegría de vivir, seguían llegando flujos de nuevos inmigrantes para contribuir al incremento de la producción, los antiguos exigían y reivindicaban mejoras en los sueldos y jornales, el dinero cambiaba de manos con rapidez y se amasaban fortunas, las mujeres conseguían el derecho al voto y la ética victoriana agonizaba en los antros ilegales, bebiendo whisky de contrabando y bailando charlestón y shimmy;11 el fin de la sangrienta Primera Guerra Mundial marcaba la consagración de una época brillante y llena de esperanza.
Y mientras las luces de neón se reflejaban en los charcos y centelleaban fuera de los clubes de entretenimiento y los cines, y la gente hacía cola para divertirse hasta la mañana, Andonis Cambanis se esforzaba por entender qué hacía mal y por qué vivía sin esperanza alguna sumido en la mísera pobreza, por qué nunca le alcanzaba para el alquiler y su casera se mostraba cada mañana desabrida y disgustada, por qué corrían los gastos y no entraban los ingresos. En el astillero aguantó tres dilatados inviernos y dos gotas de profundo verano; el trabajo era duro y las condiciones adversas, el dinero contado y aún más escaso para los que no hablaban bien la lengua; al llegar el cuarto inverno, a finales de septiembre, su casera polaca le anunció que había encontrado un inquilino mejor, obsequioso y puntual en el pago, y que le agradecería mucho que recogiese los bártulos y se marchase con viento fresco antes de que acabase la semana. Esa misma mañana tardó alrededor de media hora en embutir todas sus pertenencias en la misma maleta de antes de la guerra que había pertenecido a su tío, se puso el traje bueno por primera vez, dejó dos mensualidades sin pagar y se echó a la calle. Era un día gris, de esos en los que no se ve el azul del cielo, las nubes se lanzaban en picado para abrazar el humo que salía de las chimeneas, y Andonis semejaba una misteriosa figura matinal que había perdido el rumbo y el paso, conforme, hora tras hora, daba vueltas a la misma manzana con una maleta desvencijada en la mano, hasta que oscureció.
Era tarde y la noche lo sorprendió al oeste de Waterfront, deambulando entre casas de piedra con las puertas cerradas y las luces apagadas, y las cumbres de Filadelfia titilaban en medio del río Delaware, las calles estaban desiertas y mal iluminadas, la nieve caía con suavidad y cuajaba en el asfalto, y Andonis Cambanis, con su maleta marrón en la mano, encontró refugio en el vano de la puerta de un ultramarinos cerrado. Le asaltó un sopor al que se rindió con dulzura y que lo sumió en sueños cálidos; se le cerraron los ojos y se le pusieron los labios blancos; se confundió con la nieve y el paisaje blanco hasta que una violenta y prolongada sacudida lo devolvió a la vida y sus labios probaron y sorbieron un brandy casero de los más fuertes: una grappa asesina, capaz de resucitar a un muerto.
Andonis Cambanis había recuperado el sentido por completo, aparte de un entumecimiento temporal en las manos y un aterimiento que llevaba a flor de piel como un temblor, cuando, entre gestos espasmódicos y extrañas guasas, se dio cuenta de que se había despertado en la antesala de unas pompas fúnebres y de que estaba rodeado de féretros de ébano, cruces y vírgenes, y su primer impulso y reacción fue santiguarse tres veces antes de desmayarse de nuevo. Lo hizo volver en sí una mano femenina de mediana edad que le enjugó con ternura el rostro y le dio de beber agua salada. Abrió los ojos y la tibieza del ambiente, la chimenea que ardía y el olor a comida guisada le hicieron recordar a su madre, y empezó a lloriquear en silencio.
Se quedó una semana y dos días en casa de Tony Mecca, hasta reponerse, en un pequeño trastero de la planta baja que contaba, por todo mobiliario, con un diván y un antiguo gramófono manual Berliner; al lado, nada más salir, se alzaban las remesas de grappa apiladas en cajones, el sótano olía a madera barnizada, a otoño noruego con abedules y alcornoques, a hojas podridas y primeras lluvias; se pasaba las noches con la puerta cerrada, sin moverse del sitio y sin pegar ojo, no fuera a ser que lo persiguieran las sombras, los espíritus y las voces, la muerte de su madre y por poco la suya; lo recogieron de la calle tres negros, le encontraron encima papeles y pasaporte italiano y, dándolo por muerto, lo llevaron a la tienda de féretros de Tony, que tenía el negocio y la casa enfrente de la parroquia de la Virgen Carmiótisa, en el barrio italiano de Waterfront. La casa blanca de dos plantas que se hallaba en la calle 4 vibraba toda la noche con los bailes, el ruido de los tacos de billar y las guasas; en la planta de abajo estaba el establecimiento de pompas fúnebres y en el primer piso la casa: allí se juntaban desde bien temprano los italianos y bebían a escondidas en la planta baja, junto a los muertos, con la excusa de acompañarlos, con el bromista de Tony a la cabeza; Tony, que ayudaba a quien hiciese falta, hacía de traductor, de enterrador y de consejero sin cargo alguno, rellenaba papeles y solicitudes, enterraba a los necesitados, comparecía en juicios, ofrecía falso testimonio en caso de necesidad, y todo porque se le había metido en la cabeza la idea de participar en la arena política y subir al palco de la gloria póstuma. Era tal su fama y su influencia en la zona italohablante de Camden que, en los exámenes para el permiso de residencia, ante la pregunta habitual de «¿dónde se encuentra la Casa Blanca?», los italianos recién llegados respondían sin darle más vueltas «en la casa blanca, en la funeraria de Tony Mecca, calles 4 y Division, en la ciudad de Camden, estado de Nueva Jersey, Estados Unidos», y para estar seguros de quedar bien con lo divino, ponían entre paréntesis «justo enfrente de la parroquia de la Todopoderosa Virgen Carmiótisa, que grande sea su gracia».
Claro que milagros no acontecían con frecuencia, y si no tenías raíces italianas no ponías el pie donde Tony Mecca, ni que decir tiene si no eras de religión católica; para entrar, por tu propio pie o con los dos por delante, tenías que presentar los certificados y documentos necesarios, cómo iban a saber los afroamericanos que en el Dodecaneso también se llevaba documentación italiana y que estaban trasladando al pobre hombre a la parroquia equivocada y, cuando Peppito, la mano derecha de Tony Mecca, que no era ninguna lumbrera, abrió la puerta y se puso a darles voces, le enseñaron rápido los papeles y los sellos que le habían encontrado encima, y solo entonces los creyó y corrió a echar una mano, empujando entre maldiciones calabresas a los negros, como si fuesen cuervos asquerosos de mal agüero y contaminasen con sus sucias manos el cuerpo intachable y noble de un compatriota italoamericano que, para su desgracia, había ido a buscar fortuna en la mama mia brutta anche bella America.12
La rueda de la fortuna no tardó en girar; Tony Mecca lo tomó bajo su protección, le alquiló una habitación en Bergen Square y le prometió un jornal satisfactorio a condición de que le solucionase la papeleta: al principio le asignó pequeños recados, entregas de paquetes confidenciales o mensajes amenazadores, y le recomendó que zanjase a porrazo limpio cualquier malentendido o confusión y, dos meses después, cuando Mecca comprobó que Andonis, además de tocayo, era persona de confianza y buena voluntad, le puso de apodo Nondas y lo metió de cabeza en el negocio: por las mañanas arreglaba junto con otros dos los cadáveres que cruzaban el umbral, por las noches se afanaban con las medidas para fabricar en el sótano una grappa casera y reconstituyente y, antes de que amaneciese, cuando aún era noche cerrada, cargaban las petacas de cristal en los coches fúnebres y las ma...
Índice
- Portada
- Créditos
- Título
- Dedicatoria
- Contenido
- NOTA
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- Capítulo X
- Capítulo XI
- Capítulo XII
- Capítulo XIII
- Capítulo XIV
- Capítulo XV
- Capítulo XVI
- Capítulo XVII
- Capítulo XVIII
- Capítulo XIX
- Capítulo XX
- AGRADECIMIENTOS