Los juegos del tiempo
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Los juegos del tiempo

Claudia Ingrid Tudisco

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Los juegos del tiempo

Claudia Ingrid Tudisco

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Los juegos del tiempo" se compone de tres novelas cortas experimentales, que pretenden llevar al límite la noción de novela tradicional e invitar a reflexionar sobre problemáticas universales con objeto de conservar la memoria.La primera, "Cuentos de la selva de asfalto" presenta la posibilidad de leerla como cuentos independientes o de seguir el orden dado para completar una idea de unidad. La trama gira en torno a temas como la guerra, la curandería, la sexualidad y la creación.La segunda novela, "Las cuatro estaciones" está estructurada en forma de poesía libre regida por los movimientos de la música de Vivaldi. Recorre etapas en la vida de una mujer y su sentir ante el paso del tiempo, el amor, la maternidad y la muerte.La tercera, "Redención" compuesta de relatos muy breves detenidos en el tiempo, es una biblia de personajes cruzados por el conflicto de las prácticas de destrucción masiva.

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Información

ISBN
9789878702452
Edición
1
1. El escritor
Allí estaba, sentado e inmóvil, fijo en sus pensamientos creativos. Un individuo. Un ente. Calladamente caía su mirada criteriosa y profunda. Era moderado. No hacía un ademán fuera de sí mismo. Pensaba. Creaba. Afuera, el tumulto de la ciudad lo engullía como monstruoso ser ajeno. Hubiese dado lo indecible por acallar aquel ruido impertinente, como de otro tiempo, que no hacía más que molestarlo y desconcentrarlo.
Se dijo que hubiese sido mejor no estar allí, en ese momento, que la hora no era la correcta, que pronto llegarían más y más especímenes a aguijonearlo con preguntas. Solo quería pensar. Pensar. Pensar. Poder volcar a un objeto permanente todo aquello que llevaba dentro. Pensar en silencio.
El silencio no llegaba. Un maullido del gato vecino esperaba interrumpirlo. Ese gato que un día lo arañó con frenético espanto.
Pensó que algo malo había pasado, que en alguna acción ese gato había percibido su equívoco paso por este mundo. Sí, estaba seguro de que algo lo había amedrentado. Quizás el latido de su corazón, quizás su andar cansino, quizás su hereje forma de observar la vida. Era un juego extraño esa vida que llevaba, tan de otro tiempo, tan oscura.
La oscuridad del gato y de su vida le parecieron iguales, opuestas completamente a la luz que entraba a través de la persiana entreabierta y que le cegaba los ojos.
Allí estaba, sentado, era luz y oscuridad, las estrellas galoparían junto a la luna en una danza al anochecer, y él, tan de otro tiempo, no habría avanzado, seguiría inmóvil, observando sus pensamientos, ya lentos, ya acelerados, como sus equívocos dedos sobre la máquina, como la pantalla que lo cegaba y que acompañaba el grito que venía desde la ventana.
2. La señora de las rosas
Ella escuchó el grito y acto seguido el escritor abrió abruptamente la puerta. Estaba pálido y preocupado, lo notó en la mirada congelada de sus ojos. Ella había estado toda la tarde anterior arreglando el pequeño jardín del frente de su casa. Estuvo agregando flores, podando aquí y allá, cortando alguna que otra rama seca, regando. Se esmeraba mucho y por aquella razón, sus rosas eran admiradas en la ciudad por todo transeúnte que deambulara por allí.
El secreto estaba mayormente en la disposición: tres hileras de color rojo, tres de color rosa, tres amarillas, tres blancas y vuelta a empezar. Ese ritmo lo había conseguido luego de numerosas pruebas, mirando y remirando (como si de un desconocido se tratase) aquellas beldades de las que era poseedora.
Vio al escritor salir y cruzó con él esa tierna mirada que los hacía cómplices sin decir palabra. Pensó que llevaba los ojos tristes, enfadados, seguramente nerviosos. Verlo la alteró en exceso: hacía varios días que esperaba que apareciese. Era de esas esperas que la amargaban insoportablemente.
Un perro comenzó a cavar un agujero en la tierra, destrozando uno de sus rosales más preciados. Ella, maldiciendo y de rodillas como estaba, pues había notado una disparidad entre sus flores, comenzó un llanto profundo y sin sentido.
Luego, la mano helada de su esposo se posó en su hombro derecho intentando consolarla de la congoja. Al girarse para ponerse de pie, encontró a un gato negro que la observaba fijamente y maullando. Al instante, todo se sumió en un blanco profundo.
3. El señor de las rosas
Él cortaba con su gran cuchilla los sesos que prepararía para el almuerzo. Tenía la costumbre previsora del orden y la planificación de todo lo que hacía. En el piso de arriba lo esperaba su hermoso sillón de terciopelo azul junto a la mesilla en la que guardaba sus papeles. Se sentía preocupado por su esposa: en los últimos días la había notado extraña y distante, ocupada en su jardín la mayor parte del tiempo. En su interior temía secretamente que volvieran aquellos tiempos en los que se hallaban separados tácitamente, sin conversación.
Esa frialdad de la que era capaz su esposa lo alteraba hasta el punto de estallar en furiosas escenas de celos.
Había jurado no repetir el último episodio, pero la veía tan arreglada, hermosa de rodillas, acariciando sus rosas, que sentía ganas de encerrarla y no dejarla salir nunca. Como en una vitrina que expone objetos valiosos, así la quería, sublime, propia, solo develada a sus ojos.
A través de la ventana, observó el puente en el que una mujer asomaba solitaria. Pensó en cómo aquel puente había servido para su propuesta de matrimonio. En ese momento era él quien se hallaba de rodillas, sosteniendo entre sus manos (ahora ensangrentadas) aquella pequeña caja que contenía las alianzas.
Un grito lo sacó de su concentración y sus divagues taciturnos. Corrió hacia el jardín en donde su esposa lloraba desconsoladamente frente a la visión del escritor.
Colocó una de sus sucias manos de sangre sobre el hombro de su mujer para obligarla a entrar a la casa, antes de que todo se desvaneciese.

4. La mujer del puente
La mujer del puente no sabía muy bien qué hacía allí, observando el áspero suelo que la esperaba debajo. Había ido a la peluquería por la mañana como último recurso frente a sus ideas de muerte, pero no había logrado derrotarlas. Que no encontraba alguna razón para seguir con su vida, eso ya lo había notado. Que tampoco encontraba alguna razón particular para morir sin dudar, a manos propias, también lo sabía. Hacía ya algunos años que no intentaba arrojarse al vacío. La última vez, un hombre que llevaba un gato negro bajo el brazo la había disuadido:
—Puedes tener hijos, todavía –le había dicho–. Esa sería una buena razón para quedarte en donde estás. Todo el mundo opina que son una gran fuente de amor.
Ahora pensaba que en aquella oportunidad se había dejado convencer muy fácilmente, pero ahora que sabía la verdad, ya no le era tan válido ese argumento.
Ya tenía un hijo, y venía otro en camino. Su abultado vientre no le permitía realizar grandes movimientos.
Un cortejo fúnebre pasó a su lado, al compás de las graves lamentaciones de los familiares de un fallecido reciente. El coche con el féretro se movió lento y pausado. Pudo leer el nombre del muerto: lo conocía bien.
Angustiada escuchó el grito ensordecedor que le caló hondo en los huesos. Las náuseas se hicieron insoportables. Vomitó, sin poder contenerse, sobre el cristal y las llantas del coche.
5. El cortejo fúnebre. El pintor
La noche anterior había arropado a su madre enferma entre excesivos medicamentos. Ya casi no podía movilizarse. Como congelada en un existir sin rumbo, soportaba el día a día sin un objetivo específico más que el de, por fin, llegar a la muerte.
Él era su único hijo. Más allá del precio que tuvo que pagar por esto, su afán de aparecer importante a los ojos de su progenitora, en algún momento, lo hacían esmerarse dejando de lado varias de sus diversiones favoritas para poder estar con ella.
Era el obeso del barrio. Las burlas constantes a las que había sido sometido durante su existencia le forjaron un carácter fuerte.
Había aprendido a pintar con gran dificultad, y esa noche culminaría una obra en la que trabajaba desde hacía varios meses: el retrato de su madre moribunda sería para ellos el sublime acto de unión que siempre les había faltado.
Pintó el último trazo del cuadro y posó sus enseres sobre el cristal que se hallaba en la mesilla junto a ella y su gato. Luego, lavó con fanatismo uno a uno los pinceles sucios de acrílico. Sintió un quejido.
Cayó en la cuenta de que había olvidado comprar uno de sus remedios. Abrió la puerta y salió, apurado por llegar a la farmacia antes del cierre. No notó nada extraño: a esa hor...

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