Un camino hacia el alma
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Un camino hacia el alma

La ayuda a los demás como proyecto de vida

Óscar Pérez Marcos

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  1. 178 páginas
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Un camino hacia el alma

La ayuda a los demás como proyecto de vida

Óscar Pérez Marcos

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Cuando era joven, el autor de "Un camino hacia el alma" no estaba satisfecho con los éxitos y los fracasos que había cosechado a lo largo de su vida: sumido en un espejismo, se resistía a abandonar sus ataduras. Tras un peregrinaje por el Camino de Santiago descubrió el valor de lo que de verdad importa: ayudar a los demás. Después de vivir en el Reino Unido, los Estados Unidos y Alemania, el autor emprendió un nuevo itinerario: el de las ONG y los voluntariados, el de la entrega incondicional a los otros y el descubrimiento de sí mismo. Este viaje lo llevó a Ghana, donde fundó HOLA GHANA, y la India, Colombia y México, países en los que también genera impacto y canaliza voluntarios y recursos para diferentes proyectos locales.Para el autor de este extraordinario testimonio, los libros no se escogen: cada uno llega en el momento en que más se necesita. Conforme con esta convicción, el propósito de este libro es servir como inspiración para ayudarnos a cambiar el curso de nuestras vidas. Un llamado de atención destinado a escépticos y conformistas para ir más allá de nuestra zona de confort, liberarnos de todo lo que nos limita y nos impide reinventarnos, alcanzar nuestra mejor versión e influir positivamente en quienes nos rodean.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2017
ISBN
9788417002299

Mapa de vida:
la aventura de dar vida
a una ONG

La mayoría de los hombres llevan vidas de tranquila desesperación.
THOREAU

Historias de juventud y madurez

Tuve una infancia feliz. Veraneaba en un pequeño pueblecito palentino llamado Valdegama, que contaba con apenas diez casas y que se llenaba de turistas como nosotros en los meses de verano. Allí jugábamos a fútbol, montábamos en bici, subíamos montañas, entrábamos en cuevas, jugábamos al escondite, visitábamos otros pueblos, comíamos delicioso y ayudábamos a cosechar trigo disfrutando de subir en tractor y sudar la camiseta.
Acampábamos durante varias semanas en la playa del Puntal, una lengua de arena que se adentraba en la bahía de Santander. Allí nos pasábamos el tiempo haciendo travesuras de niños y le dimos muchos dolores de cabeza a mi madre. También recuerdo mi primera experiencia laboral, como vendedor de helados, con los hijos de los dueños del restaurante, que eran amigos de mi tío Vicente.
Como muchos, cuando salí del colegio no tenía un objetivo claro en la vida, no tenía una vocación, simplemente me dejaba guiar por modelos de éxito y perseguía un sueño: ser empresario.
A medida que me iba haciendo mayor, empezaba a darme cuenta del ambiente familiar que me rodeaba. Tenía la impresión de que mis padres habían estado viviendo juntos para criarnos, pero que, de alguna manera, ya no compartían los mismos intereses y viajaban por separado.
Con la nota que saqué en el examen de acceso a la universidad no pude entrar en la carrera que quería: Administración de Empresas. Aunque no quería estudiarla porque me hubiera planteado mis habilidades, talentos o pasiones en la vida, sino simplemente porque decían que con esa carrera tendría trabajo. Lo único que buscaba era ponerle un precio a mi tiempo, vender mi vida por un salario. Esta es la educación de nuestros días: hacia las empresas y no hacia el alma, hacia la tecnología y no hacia el ser humano, hacia el consumismo, y no hacia la reflexión y el autoconocimiento.
Gracias a los consejos de una vecina, me matriculé en una escuela de educación superior orientada también a la administración y las finanzas, pero cuyos profesores eran empresarios, constructores y profesionales que cambiaron mi manera de ver la vida.
En cuanto acabé los estudios, empecé a trabajar como administrativo en Semicrol, una empresa donde acabé de formarme y que me aportó herramientas importantes. Hubo un momento en mi vida en el que tuve que asumir grandes responsabilidades, sin la madurez y la experiencia necesaria, y eso me ayudó a crecer como persona y a darme cuenta de lo importante que era para mí sentirme responsable. Trabajar con el presidente fue inspirador y emocionante, hablaba varios idiomas y se vestía de forma elegante. Más adelante, sin embargo, me encontré absorbido por la rutina, sentía que allí no podía seguir aprendiendo ni enfrentarme a nuevos retos. Entonces empecé a plantearme abrirme a otras oportunidades. No hace falta decir que me despidieron. A partir de ese momento empecé a coleccionar fracasos, aunque ¿qué significa fracaso?
Más adelante intentaré contestar a esa pregunta. La parte positiva es que me di cuenta de que tenía una pequeña dislexia, pues confundía e intercambiaba los números cuando anotaba los recados o las llamadas para el presidente. Despido procedente, ¿no crees?
En esta primera experiencia encontré a mi primer mentor. Siempre estaré agradecido a Vicente Alciturri. De él aprendí muchas cosas: pelar langostinos con cuchillo y tenedor, hablar y relacionarme con los clientes, cuidar la imagen, esforzarme y asumir responsabilidades… Sara, mi jefa directa, también tuvo mucho que ver en este proceso.
Vivía en una zona humilde de la ciudad: La Albericia, más conocida por los asentamientos de población gitana. Cuando me preguntaban, yo decía que vivía en los Castros, una avenida enorme que cruzaba la ciudad y que pasaba por diferentes zonas nobles. Hoy, en Colombia, veo que mucha gente hace lo mismo; cuando a las personas de la localidad de Ciudad Bolívar les preguntan dónde viven, muchas, avergonzadas, dicen que al sur de Bogotá, sin decir el nombre del sector, tan estigmatizado por los medios de comunicación.
Después de estar un largo mes en coma, para desesperación de los familiares, mi tío Vicentín falleció. Recuerdo que siempre me llevaba a los juegos recreativos Miami a tomar mosto y caracolillos por la calle Vargas, a ver los bolos (deporte autóctono de Cantabria), al estadio del Racing y a la playa del Puntal, de camping. En algún momento creo que sentí vergüenza de él por su hábito de beber y por vivir haciendo chapuzas o trabajos aislados en lugar de buscar un trabajo serio. Pero, por otro lado, los años me han permitido hacer una lectura más profunda del amor que sentía por sus sobrinos. Soy consciente de que había mucha gente que le quería y de todo lo que compartía con sus amigos. Mi tío era de esas personas que entran en un bar e invitan a todo el que se encuentran. Disfrutaba compartiendo con los demás y no pensaba nunca en el dinero que se gastaba. Creo que sus sobrinos heredamos algo de eso.
Unos meses después de su muerte me enteré de que se inventó una curiosa expresión, «café torero». Sus amigos me explicaban que la utilizaba los días que salía a tomar vino desde primera hora de la mañana y, sin pasar por casa, se iba directo a los toros y volvía de madrugada. No pude despedirme de él y creo que esa es la razón de que comparta mis sentimientos de manera más abierta con las personas cercanas sin avergonzarme.
Viví un tiempo con mi abuela Sarín. Era una mujer con un corazón y una bondad inigualables. Preparaba unos macarrones con queso exquisitos. Cuando enfermó, era tal su fuerza que no quiso molestar a nadie. Ojalá hubiera podido compartir lo importante que ha sido en mi vida, aunque espero que me esté viendo desde ahí arriba y entienda que parte del amor que doy hoy es gracias a su ternura conmigo.
Recuerdo como si fuera hoy el primer día que me compré una camisa de marca. Teníamos una fiesta y salí a acompañar a varios amigos, entramos en una tienda y empezaron a probarse camisas. Finalmente, uno de ellos se compró una camisa de Chevignon. ¿Te suena? Bien, pues a mí no me llegaba el presupuesto, pero encontré una un poco más barata, una Buenaventura, y decidí tirar la casa por la ventana y comprarla. Unos años más tarde, empecé a relacionarme con gente del mundo de la hípica y a darle cada vez más importancia a las apariencias y al qué dirán.
El primer sueño que hice realidad fue comprarme un coche. Durante los veranos trabajaba con mi padre, pero como lo que quería era dinero para comprar el coche, ropa y otros caprichos, tuve que dejar de hacerlo y buscarme un trabajo mejor pagado. Algún tiempo después me encapriché de otro coche y, para quedar bien, se lo regalé a mi hermano. Con apenas veinte años, me compré un Volkswagen Golf descapotable. Estaba en el camino hacia el éxito, tenía un coche bonito. Fui a recogerlo a Madrid y flotaba. Estaba en una nube, pero, aunque me encantan los coches clásicos, como suele pasar con las cosas materiales, enseguida dejó de llenarme.
Al fallecer mi tío, mi abuela Lola se vino a vivir con nosotros y nos mudamos a un dúplex en Liencres, un pueblo de costa a quince minutos de Santander, donde veraneaba gente del interior del país. Volvía a sentirme importante, viviendo como la nueva clase media-alta, por encima de nuestras posibilidades.
Un poco más adelante mis padres se separaron. Durante mucho tiempo me sentí culpable por estar en medio de algunas discusiones. En una ocasión mi padre discutió con los padres de un gran amigo mío, Javier, cuando lo estaban ayudando a buscar piso. Me di cuenta de que creía más la versión de ellos que la de mi padre y acabé distanciándome de él. Por cierto, Merche, la madre de Javier, siempre me recuerda con cariño que «soy un ciudadano de mundo».
El espejismo de vivir acomodado no duró mucho, porque, después de la separación, mi madre y yo nos dimos cuenta de que no podíamos pagar el piso. Fue entonces cuando empecé a pensar en cómo podría sacar adelante a mi familia.

Polo: el primer gran aprendizaje de mi vida

De una conversación con un amigo salió la idea de montar un negocio: un bar. Me gustó el plan y empecé a buscar un local para poder darle forma. Al cabo de un tiempo, cuando volví a hablar del tema con ese amigo, él ya había encontrado un trabajo y no estaba interesado. Entonces tuve una corazonada. Visité un local y sin mirar mucho más me lancé a montar el negocio. No sé de dónde saqué el valor y la fuerza para hacerlo, pero tras ocho meses de duro trabajo, de reformas, de falta de liquidez y hasta un embargo, logré dar a luz mi primera empresa: Polo Café Bar. Otro sueño hecho realidad.
Ya podéis imaginaros cómo estaba yo y mi ego el día de la inauguración. Con mi traje nuevo, orquestando la fiesta, siendo el centro de atención. Fue la primera vez en mi vida que recuerdo sentir de verdad que mi madre y mi abuela Lola estaban orgullosas de mí.
Siempre me acuerdo de aquellos dibujos animados que veía de pequeño, que tanto ayudan a condicionar nuestro inconsciente de manera automática, aquel tío Gilito y su piscina llena de billetes, de su primer millón y de cuando logré reunir el mío, aunque ya había llegado el euro y no sonaba tan bien facturar 6.000 euros como un millón de pesetas… También recuerdo las largas jornadas de lunes a domingo, el placer de atender a mis clientes o de contratar empleados, mi primer accidente de coche, otro milagro, porque tuvieron que sacarme por la ventana y casi no vivo para contarlo.
La magia duró poco. Enseguida comenzaron los problemas que me llevarían de nuevo al fracaso. Por ese entonces también falleció mi abuela Sarín. Estaba sumido en la tristeza, lo que no ayudaba mucho en la situación en que me encontraba.
Jorge, un gran amigo al que admiro como emprendedor por su capacidad para reinventarse, estuvo cerca de mí en aquellos momentos. Siempre me decía que la gente en Santander le preguntaba: ¿para qué? ¿Para qué montaba este u otro negocio? Muchos incluso deseaban que no le fuese bien… Él, sin embargo, me animaba y me daba buenos consejos. De hecho, me aconsejó que dejara el negocio el primer año, pero yo le tenía demasiado cariño, o quizás era orgullo, no sé muy bien, y hasta después de unos dos años no me decidí a traspasarlo. Aunque, a decir verdad, no fui yo quien lo decidí, sino el juzgado, que me exigía realizar un pago en el plazo de una semana o, en caso contrario, se rescindiría el contrato y me quedaría con todas las deudas por pagar. De nuevo la familia Vena, con su inmobiliaria, estuvo ahí para ayudarme, y conseguimos solucionarlo en el tiempo previsto.
Tengo que decir que yo había dado mi palabra de pagar a todos los que me habían ayudado a terminar la obra del local, y en lugar de pensar en abrir otro negocio con el dinero del traspaso, cumplí con las deudas pendientes y pude descansar tranquilo. Aprendí esta gran lección en la vida: «Una persona vale lo que vale su palabra». En aquel momento me sentí muy vacío y perdido, pero hoy no puedo más que alegrarme por haber aprendido tanto de aquel máster práctico, por haber vivido para contarlo y poder seguir adelante.
Con lo poco que me quedó, viajé a Londres para comenzar una nueva vida. De todos mis viajes, creo que ese fue el momento más difícil para mi madre. Que un hijo se vaya de casa siempre llena de soledad y tristeza. Pero no podía quedarme. Tengo que decir que el traspaso del local también implicó la venta del dúplex, lo que obligó a mi madre y a mi abuela Lola a regresar a su anterior piso de casada. Tomaba decisiones de forma egoista, sin ser consciente del impacto que estas provocaban en los demás. Mi abuela, que ya tenía un grupo de amigas en Liencres, lo sufrió bastante, aunque nunca dijo nada.
Otra de las implicaciones fue que tuve que separarme de Zara, la setter inglés que me ha acompañado toda la vida (su nombre, por cierto, no se inspiró en la cuestionada firma de ropa, sino que fue una sugerencia de mi padre). ¡La echaba tanto de menos cuando veía los parques llenos de perros! Cuando volvía a casa por Navidad o en verano, la disfrutaba como nadie. Era un reencuentro mágico, como mágica era su sonrisa, si es que los perros pueden sonreír. Algún día volveremos a pasear juntos…
Con veinticinco años estaba viviendo lo que no pude vivir con veinte, conociendo gente nueva, saliendo de noche y gastando dinero para realizarme.
Hoy veo con otros ojos esa experiencia, ya que fue un gran ejercicio de humildad. Pasé de ser empresario, de tener gente trabajando para mí y hacerlo todo a mi manera, a fregar suelos, atender mesas y volver a ser un simple camarero. Volvía a demostrarme que la fuerza para salir adelante solamente dependía de mí.
En Londres hice otro gran amigo, Hugo, que vivía en la misma residencia que yo. Compartíamos habitación y trabajábamos juntos. Éramos como almas gemelas. No habría sido lo mismo sin él, hasta alquilamos una limusina por mi cumpleaños. El destino quiso que después de algunos años nos encontrásemos de nuevo en Madrid.
Con mi trabajo, pude pagarme una academia de inglés. Yo ya había oído antes que en Londres es más difícil aprender inglés que en ninguna otra parte, y realmente es así. Por eso, ese mismo verano me trasladé a la riviera inglesa (Plymouth, Torquay y Exeter) con el objetivo de aprender inglés en esos pequeños pueblos, donde era más difícil encontrar españoles. Tras tres meses intensos de trabajo, ahorré la cantidad de dinero suficiente como para hacer realidad otro sueño.
Mi siguiente parada fue Nueva York. Tenía la intención de probar fortuna y vivir el sueño americano. Sin embargo, la aventura no empezó muy bien: no duré ni una semana en mi primer trabajo. Creía que sabía inglés, pero me di cuenta de que no entendía el acento americano y no sabía qué era lo que me pedían mis clientes, así que acababa por servirles lo que me parecía. Siempre me equivocaba. Era inevitable pensar en La búsqueda de la felicidad, una película protagonizada por Will Smith, que pasa algunas necesidades y hasta acaba durmiendo en albergues.
Tenía un billete de regreso a España para un par de meses después, por Navidad, pero no tenía dinero para mantenerme hasta entonces. Me encontré comiendo pizza todos los días en una esquina donde paraban muchos policías, como en las películas, frente a un albergue. Estaba viendo las orejas al lobo, realmente asustado y asustándome. Entonces volví a intentarlo, imprimí muchos currículums y me fui al sur de la ciudad a entregarlos. Fueron muchos los restaurantes que visité hasta que esa misma semana conseguí otro trabajo. Tengo que decir que en esta ocasión todo fue más fácil, porque se trataba de un restaurante mexicano. Atendí a estrellas de Hollywood, conocí a gente latina y también la diferencia de clases.
Aquí hago un alto en el camino, y es que, sin pretenderlo, esta experiencia de conectarme con la comunidad latina me marcó bastante. Empecé a vivir en primera persona el problema racial y las desigualdades. Me sentía discriminado: los latinos tenían sus zonas de ocio, que no eran las mismas que las de los estadounidenses y la gran mayoría vivía en Queens o en los alrededores de Manhattan. Muchos me contaban que sus hermanos se habían trasladado a Estados Unidos para trabajar y tratar de quedarse, y me di cuenta del gran desarraigo que vivían y las dificultades por las que pasaban.
De nuevo pude, con esfuerzo y mucha fe, salir adelante. Creo que gracias a experiencias como esta uno se va deshaciendo de su inseguridad interior, ese ruido que no deja de atormentarnos, y empieza a confiar y a fluir con la vida.

Fichado para el Santiago Bernabéu

Al año siguiente llegué a Madrid. Mi experiencia como camarero me abrió una puerta, y como buen seguidor del Real Madrid, acabé trabajando en un restaurante del estadio. ¡Tenía la oportunidad de disfrutar de todos los partidos!
Tengo que reconocer que en aquel momento fue divertido. Ahora, sin embargo, creo que el fútbol es un engaño, una droga para dormir nuestra alma, un espectáculo cuyo único fin es entretenernos, como en los circos romanos, otra forma de aislarnos de los problemas del mundo y de evitar cuestionarlos. De pequeño, me pasé muchas horas viendo y practicando fútbol. Disfrutaba. Me enseñó a sacrificarme y a relacionarme, me permitió refugiarme y esforzarme, y aún ahora sigo jugando en la playa cuando regreso a España, aunque ya no me hace perder la cabeza ni la tarde de los domingos como una marioneta. Hace unos meses, por eje...

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