Siluetas
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Luis Chitarroni

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Siluetas

Luis Chitarroni

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Información del libro

Publicado por primera vez en 1992, y atenuado hoy su componente informativo por el avance tecnológico, Siluetas es un conjunto de ejercicios interrumpidos apenas por el sentimiento dominante: la admiración. Cada relato comporta una epifanía, que ilumina a partir del albur biográfico la obra de novelistas y poetas célebres, no tan célebres o directamente ficticios.Con la misma gracia de John Aubrey o Borges, Luis Chitarroni actúa como si las mayores aventuras en literatura se dieran en las incógnitas y escenarios que ella misma crea.

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Información

Año
2020
ISBN
9789871739295
Categoría
Letteratura
Categoría
Saggi letterari

OLIVER ST JOHN GOGARTY

EL DÍA COMENZÓ con una oración bien entonada, pero él —Gogarty— no era el sujeto. Cada jornada acarreaba un desorden o una derrota parecida. Antes, la débil persuasión de ser Gogarty u Oliver —y hasta, ay, St John— afligía menos su envoltura carnal, esa intriga tiesa que consiste en ser, ante algo, alguien. Ahora era otra cosa. Entre las páginas, sobre las páginas, de ese ancho libro de tapa azul y letras blancas —mar, espuma— era un traidor, un usurpador. Él, que había escrito “Ugly England”. Él, que seguía allí, rodeado de emblemas, cisnes o leprechauns. Un animal distinto en su escudo. Bos anoa, ciervo y buey. Aun en el despunte de sus monólogos más secretos el otro irrumpía, siempre lejano, agudo y desinteresado, aprovechando la excusa menos divina para parecerse a Dios. El viento cruzó un brazo de la bufanda sobre el rostro de Gogarty porque también el primero y el último botón de su camisa parecían haber sido abrochados por voluntad ajena. Verdaderamente impersonal, habría dicho el otro, de estar presente. Nunca estaba tan presente como cuando no estaba.
El vehículo era un aeroplano. Acaso solo Dunsany y Gogarty —Oliver, St John, yo— supieran de esas cosas. No los demás. No el supersticioso Yeats, ni el sifilítico Synge, no el oscuro, el pesado ex condiscípulo. El hereje. Ellos solo sabían hablar y escribir, en ese orden. O escribir y hablar sin darse cuenta de qué era lo que estaban haciendo en cada caso. Palabras para el mar, palabras para el aire, palabras para nadie. Dublín: sucia factoría de logorreicos grafómanos, ensangrentada porque la única pasión era líquida. Cualquier cosa que pudiera disolver esa tierra: whiskey, saliva, tinta. Cualquier cosa con la condición de no subir la voz entre los parroquianos (o de no bajarla, cuando todos gritaban), con la condición de no ver (presbicia, iritis, cataratas), de no oír (el estruendo sepulcral de voces y más voces enterradas antes de tiempo). Lo malo de esa tierra muerta es que siempre engendraba irlandeses vivos. Idiotismos. Falta de suerte. ¿No había tenido coraje, el muy infame, de escribirle que encargaría un laúd a Dolmetsch antes de volver? Para desairar a Erín, sin duda, con letanías isabelinas.
Mientras hacía las cosas necesarias para emprender vuelo, Gogarty se dio cuenta de que ella ya estaba en el asiento de al lado. Tenue, discreta Martha. Si al menos se mantuviera en silencio. La otra zorra sí sabía hacerlo. Caminar mirando el suelo para que los ojos del ciego la alcanzaran. Bella como la mañana de Galway, y tan analfabeta como las gaviotas. La sirvientita. El depredador no había podido resistirse; la había seguido con su paso terco de rata en desventaja hasta acorralarla. ¿Grafton St, Kildare St, Sackville St, St John? Cada paso de ella un nudo en la garganta, una sentencia en desuso mascullada.
“¿A qué hora volveremos?” Si solo se pudiera volar en silencio. ¿Qué importa la hora en una página en blanco? Al otro, al maniático con mapa y cronómetro, le interesaba. “Enseguida, querida. Volaremos tan rápido que tu última palabra encontrará en el aire a la primera, lo juro.” Ella sí sabía celebrar su ingenio. Nacido para ser Wilde, Gogarty tenía que ser Mulligan: Buck, Málachi. Un capricho de sílabas en boca del Gran Borracho, una dilatada venganza impersonal, clásica, admirablemente análoga a la de sus dioses favoritos. El pelagatos helenizado.
Sobrevoló las praderas enfáticas. Vio el granero de Talfan y la destilería de Flannagan. Acróbata. Como Jenny, esa otra mujer que ambos codiciaban. Lingerie inspirada en fantasías invictas, indecibles. Él podía, yo no, escribirlo. Modesto vuelo bajo de rapaz irlandés. Sinn Féin. Ahora el primer botón de la camisa empezó a estrangularlo casi con delicadeza. Y fueron sus propios dedos —los dedos de él, St John, Oliver, Gogarty— los que desabrocharon ese primer botón garante de la elegancia. Pero sus propios dedos eran una prolongación de las falanges del criptógrafo, una palabra que alcanzaba a la otra en el aire antes de que él —Oliver St John Gogarty— pudiera detenerlas. Antes de que ella —Martha, en fin— gritara. Antes de que el ligero aeroplano empezara a caer.
Para colmo de males, no murieron. Una panne, gradual efecto de la fermentación entre un brindis y el siguiente. Lo que a ese genio más le indignó de la muerte, quiso escribir después, pero el otro siguió sin autorización, fue que lo saludó de lejos, casi con desgano. La muerte aficionada de los borrachos irlandeses. La que los ve salir de la posada y les corta el aliento con palabras de Cuchulain, con estrofas soeces, con cencerros de desdicha. Voy a contarles ya la historia de la puta muerta: / Vivía en una casa sin una puta puerta. Iguales. Terca genealogía bestial agonizando bestialmente. Día tras día, densa conspiración numérica, como si el leve sol casi dos veces milenario los viera por primera vez y los aborreciera, ellos buscaban la salida y encontraban el sueño. “Vuestro sol babilónico no es mi sol católico romano”, dijo el Doctor Presto, escurriéndose de la pesadilla. Ruido, auxilio, estulticia. ¿Qué más se podía pedir? El corazón vulgar y la boca llena de música.
NOTA BENE
“Dar una descripción exacta de lo que nunca ocurrió no es solo la ocupación propia del historiador —escribió Wilde— sino también el inalienable privilegio de todo artista y hombre culto.” El accidente al que con penosos subterfugios se refiere la silueta anterior le ocurrió a Oliver St John Gogarty en 1927, unos tres años después de la aparición de Ulysses. Joyce se lo cuenta a Harriet Shaw Weaver en una carta del 20 de setiembre de ese mismo año (Selected Letters, p. 335). Prueba irrefutable de que quien escribe esta postrera página no es historiador ni artista, ni siquiera hombre culto.
Lo cierto es que la vida terrenal de Oliver St John Gogarty (1878-1957), cirujano, poeta y memorialista nacido en Dublín, es menos verosímil —menos legible— que la de Málachi Mulligan, Ignatius Gallagher o Robert Hand, cualquiera de sus translúcidos dobles en la literatura de Joyce. El estrabismo (disposición viciosa de la vista, según mi viejo Sopena) que Joyce reservó para sus criaturas de papel le confiere así a Gogarty cierta calidad aberrante (el Sopena es inocente de este adjetivo) que el sujeto no sabemos si poseía.
Sospecho que sí. Este hombre vanidoso quiso correr el albur de ser otro Wilde. Irlanda, pródiga en todo, no lo es en lo que concierne a las repeticiones, o acaso ya estuvieran muertas todas las cosas amadas, y todos los amores pudieran decir su nombre. En 1903, Gogarty fue del Trinity College de Dublín (donde había estudiado con Joyce) a Oxford (donde había estudiado Wilde), con el propósito de obtener el premio Newdigate, que Oscar supo ganarse unos cuantos años antes. Pero —cosas de la fatalidad— salió segundo. Esa vicisitud, ramplona en la vida de cualquiera, le modeló el destino, vale decir el carácter. Cuando Joyce volvió a Dublín en 1909 (creo que con la intención de abrir un cine, pero desconfíen del verbo), Gogarty difundió un rumor que ponía en tela de juicio la virtud y la fidelidad de Nora, la mujer del en esa época prematuro autor de Ulysses. Supongo que al lector esta prosa eufemística debe cansarlo tanto como a mí. La mueca es la misma, sin embargo, desde el homo javanesis, y Joyce, con la rabiosa intransigencia del que vive en la penuria, nunca pudo olvidarla. Tal vez hubieran sido distintas las cosas con un d’Anthès o un cadete Dilermando (Pushkin y Euclides da Cunha aportan la evidencia), pero con ese Gogarty que sabía tan bien lo que pasa “cuando el otro se transforma en uno”, la mejor revancha posible era el escarnio a perpetuidad: la composición de un grueso, pedante, pomposo Mulligan que inaugurara la mañana del 16 de junio de 1904 con una parodia litúrgica.
Oliver St John Gogarty escribió poesía —Poems and Plays (1920), An Offering Of Swans (1924), Others To Adorn (1938)—, pero es conocido fundamentalmente por sus libros de memorias: As I Was Going Down Sackville Street (1937), Tumbling in the Hay (1939) y (hay que reconocer cierto método en la locura de producir títulos y fantasías irrecordables) It Isn’t This Time Of Year At All! (1954). De la primera me atreví a extraer, sin compromiso alguno de devolución, una que otra palabra.
Católico romano, opositor político de los Sinn Feiners, Gogarty escribió también un artículo titulado “Ugly England” en el que describe imparcialmente las virtuosas ignominias que la imperial Inglaterra infería (sigue infiriendo) a la inope Irlanda que cree en la transubstanciación. Más afortunado que su amigo George William Russell (1867-1935), conocido por el desliz tipográfico AE, Oliver St John Gogarty no carga sobre sus espaldas ningún secreto y carece de coartada para no aparecer en el libro de tapa azul y letras blancas. Los lectores intrigados pueden consultar cierta página par de la novela de Anthony Burgess Earthly Powers, en la que Kenneth Toomey es instado por el propio Joyce a mantener silencio acerca de una circunstancia indiferente o atroz, pues esta pondría en peligro la estructura de un libro que, se supone, “posee el mérito primario de observar una estricta adherencia a la verdad histórica”. Buenas noches.

ANDRÉI BIELI

LA VIDA IMITA AL ARTE de la fuga: Andréi Bieli amó la fuga como modo de aproximación a la ciudad. Era ruso y matemático, como Cantor. Georg Cantor, y el infinito y los infinitos lo animaban una y otra vez a inventar e inventarse. Un rostro, por ejemplo. (El único retrato que conozco de Bieli es un dibujo a lápiz de Léon Bakst, y en ese retrato su mirada estrábica busca la mirada de alguien que entre él y el espectador ha desaparecido. ¿La de Bakst? ¿La de Liubov Mendeléieva, la dama que le birló Blok y a la cual siguió acosando, parodiando la agonía y el éxtasis en el larguísimo baile de disfraces de los simbolistas? ¿La de Vrubel, el pintor de satanes azules que persiste como un Rasputín más dotado —artísticamente— en la borrada corte de los zares?)
Hijo del rector de la Universidad de Moscú, Andréi Bieli tuvo, como todos los hombres, motivos para rebelarse contra la no requerida precedencia. Tomó los motivos con calma, esperó. El psicoanálisis libraba batallas aparte. Viena, París, Londres: ciudades irreales. Bieli compuso con esos motivos su arte de la fuga. La ciudad no era para él un laberinto sino un diagrama melódico cuya fiebre animista confundía con su propia fiebre. Mejor dicho, él era él y la ciudad simplemente San Petersburgo, sede de miasmas fantasmales y dobles fatídicos. El espectro de Akaki Akakiévich debe de haberlo sorprendido más de una vez en la avenida (Perspectiva) Nevski, y también la sombra africana de Pushkin, pisándole los talones al ritmo de sus pentámetros yámbicos. Eso le creó una obsesión (otra) a Bieli. Aparte de escribir San Petersburgo, se consagró al estudio de las variaciones rítmicas del verso ruso, desde Lomonósov hasta sus contemporáneos Blok, Brusov y Zinaida Gippius. El resultado de sus análisis e investigaciones se encuentra en Simvolizm, un libro de ensayos de 1910. Mientras tanto, una y otra vez, corrigió, recompuso y publicó su gran novela. San Petersburgo, con el río Nevá agitando su puntuación y su sintaxis, es, dicen, una de las claves narrativas del siglo XX. Bastaría saber ruso para comprobarlo. Quienes ignoramos el idioma, debemos sospechar la oscura geometría de perspectivas imprevistas y cariátides malignas a partir de las traducciones. (Hay dos al español: una más que dudosa publicada por Editorial Mateu, con el título mudado cronológicamente a Petrogrado y el subtítulo “Los estertores de un imperio”, y otra cuidada, prolija y carísima de Alfaguara. Pero se trata sin duda de una digresión, aunque nadie espere ya argumentos.)
La vida de nuestra silueta babélica es tan diversa de sí misma que necesitaríamos a una artesana para recortarla y comprobar, al desplegar la hilera de repeticiones, la irregularidad o la inversión de la tercera, la quinta, la séptima. En fin, es cierto que el círculo de poetas simbolistas primero lo halagó para después maltratarlo, y que él, despreocupado de esa suerte adversa, fundó el Kruzok Ritmistov (Círculo de Rimólogos) y difundió inútiles estadísticas y audaces análisis que no pocas veces asombraron a la mucho más cuerda descendencia de formalistas que sobrevino.
Andréi Bieli hizo todo lo posible para llevarse bien con la revolución y el Estado: de 1918 a 1920 trabajó con la Proletkult, una organización con subsidio gubernamental para las actividades de artistas proletarios, y, durante la década del 20, enseñó, acompañado por el sobrino de Chéjov y por Meyerhold, en la Casa de las Artes y la Asociación Filosófica Libre, envidiables mayúsculas. Su obsesión rítmica sin embargo lo llevó a disparatar una teoría del ritmo como dialéctica, atenta a la historia que se llevaba a cabo entre, ante y bajo sus pies. Lamentablemente, los personajes como Bieli, pese a sus esfuerzos por estar bien parados históricamente, siempre resultan intolerables.
Intolerables para las marchas georgianas de Stalin, por ejemplo, cuya noción del ritmo como dialéctica era ligeramente más simplista. Sóngoro cosongo.
Andréi Bieli, cuyo nombre verdadero era Boris Bugaiev, nació en 1880 y murió en 1934. “Mientras un compositor que aborda la teoría del contrapunto es un fenómeno común —dejó escrito Bieli—, un poeta preocupado por los problemas de estilo y de métrica se considera aquí una especie de monstruo.” Aquí era la Rusia vagarosa e impresionista de Konstantin Balmont y sus “versiones” de Poe y “la poesía considerada como magia”.

CHARLES DU BOS

AHORA QUE EL FANTASMA de Walter Benjamin recorre la Argentina, conviene tal vez romper una lanza de papel por Charles Du Bos. Este crítico discreto y anfibio, compilador de rechazos y nimiedades, legó a sus lectores una obra tan frágil que bien podría pasar por casual y fragmentaria, aunque incluso superficialmente revele el orden cerrado de su biografía.
Había nacido para ser Proust, pero la ventaja de este hecho lo disuadió en lugar de animarlo, acaso porque Proust abusaba con anterioridad de tal condición. De modo que Charles Du Bos escribió sus diarios y aproximaciones (que quisieron llamarse À la recherche de moi même) y sorprendió a un conjunto de amistades que lo obligaban a oscilar entre el vals de la cortesía y la misa excelsa de la consagración al arte. Son un constelado fárrago de introspecciones (Introspections, otro de los títulos tentativos), de lecturas microscópicas y afables, de inusuales convergencias entre un formidable criterio estético y un cultivado estrabismo progresivo (ignoro si es posible para la oftalmología; Du Bos lo hizo posible para la literatura). Agraviada por el desvío, su sensibilidad encuentra siempre un margen en el que la inscripción persiste como un asterisco muy cuidadosamente dibujado. Con el mismo valor y la misma elegancia con que se negó a ser Proust, Du Bos pospuso eternamente su encuentro con el Ángel.
Ernest Curtius lo admiró sin reservas en el Berlín internacional de 1904. En el salón de Sabine Lepsius tal vez, o en algún otro igualmente cronofóbico, se eternizaron esas charlas en las que deslumbraba, presente hasta la extenuación, Georg Simmel. Entre la filosofía, la economía monetaria y el arte chino, Simmel había encontrado el amuleto que sintetizaba ese ingrato certamen de pasiones: coleccionaba encajes. “La más alta espiritualización de la materia”, decía arrobado. A Du Bos sus amigos lo llamaban “Charlie”. Era misterioso, crédulo, elegante; había heredado una fortuna. Aunque la falta de reservas de Curtius fue una de sus generosidades, hasta los enemigos más mezquinos de Du Bos confundían su honda prestancia seráfica con un destino promisorio.
Du Bos se encargó de hacerlos escarmentar: de...

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