El ojo desnudo
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El ojo desnudo

Yoko Tawada

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El ojo desnudo

Yoko Tawada

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¿Qué se siente no tener nombre, identidad, idioma, hogar, país? La protagonista de El ojo desnudo pasa de lo cotidiano a lo desconocido, de la familiaridad del encierro al desconcierto de un mundo sin fronteras, de su natal Vietnam a Alemania y de ahí a París. La identidad de la joven se transforma y se borra una y otra vez: vive con gente de la calle, se ofrece como voluntaria para una serie de experimentos dermatológicos falsifica su pasaporte, sobrevive a base de lo que encuentra en los botes de basura. Ese eterno estado transicional despierta en ella una obsesión por Catherine Deneuve de quien ve, una y mil veces, todas sus películas: "Ya no existía una mujer que se llamara "yo" porque Usted era la única mujer para mí, por lo tanto yo no existía". Esta novela -que se desarrolla entre las distintas personalidades que adopta la protagonista, diferentes países, idiomas, sitemas políticos; entre la adolescencia y la adultez, y las distintas formas de la sexualidad- nos ofrece una mirada desnuda al mundo contemporáneo donde lo que debe ser es a veces tan terrible como lo que no debería existir jamás.

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1. Repulsión

Un ojo filmado, adherido a un cuerpo inconsciente. No ve nada porque la cámara ya le ha robado el poder de la vista. La mirada del lente anónimo chupa el suelo como un detective sin gramática. Una muñeca, otra muñeca, un florero, un cactus, una televisión, un cable, una canasta, la esquina de un sofá, un pedazo de alfombra, migajas de galleta, terrones de azúcar, una vieja foto de familia. Allí se ve a una joven que mira fijamente en diagonal hacia donde no hay nada. El ojo de la niña se hace cada vez más grande, siempre se desdibuja mientras se enfoca, ahora parece una mancha sobre una hoja de papel. ¿Quién podría saber después que alguna vez fue un ojo? La cámara retrocede lentamente. Junto a un sofá volcado hay un armario de cabeza, no se puede reconstruir ninguna historia de este paisaje en ruinas.
En esta película, la vi por primera vez a USTED. Un año antes yo todavía estaba en el bachillerato de una escuela en Ho Chi Minh, que antes se llamaba Saigón y que todavía con frecuencia era llamada así. Los maestros me consideraban la mejor estudiante. Mis calificaciones eran insuperables. Esa primavera, nuestra escuela recibió una invitación de la RDA para que un estudiante fuera a Berlín a una reunión internacional de jóvenes. Querían escuchar una voz auténtica sobre el tema de “Vietnam como víctima del imperialismo estadounidense”. El director de nuestra escuela tenía una buena relación con la RDA, también había estado allí. Nos había contado varias veces sobre su estancia en Berlín y sobre un cierto “Pergamonmuseum”. “Pérgamo” sonaba como a nombre de ave de paso y nos gustaba la idea del cielo de Berlín donde ese pájaro aleteaba. En una sesión extraordinaria los maestros decidieron enviarme a Berlín. En general, yo escribía trabajos muy claros, además tenía una voz potente, de modo que durante los festivales deportivos o la recepción de invitados especiales, con frecuencia yo participaba en las presentaciones. Aparte, quizás entre los adultos daba la impresión de que no era fácil persuadirme.
Era la primera vez que volaba en mi vida. Me entusiasmaba el viaje y no podía imaginarme que algo peligroso pudiera pasarme. Pero ya que un cierto miedo transfiguraba los rostros de los familiares y amigos que me llevaron al aeropuerto, comencé a preocuparme. Quizá me habían ocultado algo para no preocuparme. ¿Pero qué podría ser? Aunque no tenía idea de la mecánica de los aviones, estaba convencida de que el mío funcionaría bien. Nunca me había subido a un transporte tan grande, tan sólido y tan limpio. La motocicleta de mi hermano mayor, por ejemplo, no era más que una muía llena de chipotes y rayones. Quién sabe si tenía todos los tornillos en su lugar. En comparación con esa motocicleta, el aparato de “Interflug”, que seguramente era “made in Germany”, me daba mucha confianza.
Cuando ajusté con fuerza el cinturón de seguridad, sentí un gran alivio porque a partir de ahora no era responsable de nada de lo que pudiera pasar. Tomé el agua que me sirvieron en un vaso y me quedé dormida. De vez en cuando sentía el frío de la ventana en mi sien izquierda y despertaba.
En Berlín me recogieron dos jóvenes. Al principio me sorprendí un poco porque parecían norteamericanos. Pero cuando me saludaron en ruso me tranquilicé:
—¡Bienvenida! ¿Cómo estuvo el viaje con nuestro Interflug?
Uno de ellos tomó mi maleta. Pareció sorprenderse quizá porque era inesperadamente ligera. El otro intentó meter los dedos índice y medio dentro de los bolsillos delanteros, que en realidad no existían, de sus pantalones de mezclilla. Al mismo tiempo, observaba los botones de mi blusa blanca. Cuando nuestra mirada se cruzaba, sonreía en forma maliciosa. En ciertas calles de Saigón había jóvenes impertinentes que sonrían de manera similar y llevaban pantalones de mezclilla que estaban hechos en Tailandia o en la RDA, y que miraban todo el día a los transeúntes en lugar de ir a trabajar. Yo me preguntaba si este hombre era realmente miembro del Partido. Nuestras miradas se encontraron de nuevo y él sonrió esta vez en forma más decente.
Berlín era una feria de exposiciones de palacios antiguos. Si existiera la inflación de ruinas como existe la de dinero se vería más o menos así. Edificios hermosos que se repetían hasta el cansancio y parecían pretenciosos y solitarios. A pesar de la belleza de la arquitectura, la ciudad no era rica porque no había comida a la venta en la calle: no había puestos de sopa de pasta, ni mercados de fruta, ni una vendedora de cocos. No olía a nada comestible. Mi tío me había dicho antes de mi partida:
—¡Lástima que no te han invitado a Hungría o la República Checa! En Bulgaria también habría sido rico. ¡Pero en Alemania!
Al principio estaba un poco enojada por las palabras de mi poco confiable tío pero quizá tenía razón. La gente en Hungría y República Checa sabía cómo se produce buen pimiento y sabía cocinar bien. En Bulgaria no solamente se podían comer buenos pepinos, tomates y yogur, sino también uno podía bañarse bien, con agua caliente o fría, como uno quisiera, dijo mi tío. El tenía una motocicleta checa muy ancha color marrón que le había comprado a un militar y que él mismo había reparado. La limpiaba con regularidad y estaba muy orgulloso de ella. Sin embargo, mi hermano mayor les decía con menosprecio a sus amigos:
— ¡Miren, esta motocicleta es el Buda checo y gordo de nuestro tío!
Por su lado, mi tío despreciaba la pequeña y vieja Moped Honda que mi hermano había comprado usada en el mercado. No era una moto para hombres, decía el tío.
Mi presentación había sido planeada para el día siguiente. Yo estaba invitada para quedarme en el hotel durante otras cinco noches. Nunca había visto un hotel tan enorme. Era como una colmena, había incontables ventanas, de afuera no se podía ver si estaban abiertas o cerradas. Me acordé de otro tío que había estudiado agronomía aquí y que al regresar a casa había muerto. Al lado del hotel se elevaba hacia el cielo una enorme estatua que parecía una flor de berro. Su esfera brillaba como el techo de un templo tailandés.
—Esta torre es cuarenta y cuatro metros más alta que la torre Eiffel —dijo uno de los jóvenes anfitriones.
Y el otro añadió riéndose:
—Pero su raíz es corta.
—¿Han estado alguna vez en París? —pregunté.
Los dos menearon la cabeza al mismo tiempo de izquierda a derecha. Luego los tres nos echamos a reír a carcajadas sin saber por qué.
En la recepción del hotel trabajaba una mujer, que parecía directora de escuela. Nos dio la llave y explicó algo en alemán que inmediatamente uno de los hombres tradujo para mí en ruso.
—Hoy hay un concierto de un grupo de rock ruso en el restaurante del hotel. Es gratuito. Quizá usted quiera asistir.
El me mostró el final del corredor tenebroso donde debía estar el restaurante. Entonces nos despedimos hasta el día siguiente. Mis cuidadores querían pasar por mí al hotel a las nueve para llevarme al lugar del evento. Yo tenía hambre. Apenas desaparecieron los dos por la puerta del hotel, me apresuré hacia el restaurante. Todavía estaba cerrado. “Abierto de 18:00 a 22:00 horas”. Incluso un hotel lujoso no podía permitirse aquí servir comida más de cuatro horas durante el día. El abastecimiento de alimentos no parecía funcionar en forma óptima en este país. Me fui a mi habitación que se veía ordenada, limpia, aseada y pulida. Olía a limpiador químico.
Saqué mi manuscrito de la maleta. A pesar de haber practicado todos los días durante una semana con mi maestro de ruso para leer en voz alta el ensayo, de repente no podía recordar una sola línea. Leí todo el manuscrito en voz alta. En una tierra lejana la propia escritura parecía inverosímil.
A las seis en punto salí de mi habitación para visitar el restaurante del hotel. La puerta del restaurante ya no estaba cerrada, pero todavía no había ningún huésped. Después de un rato un mesero malhumorado me trajo un menú bilingüe, en ruso y alemán. Como ya no regresó me levanté y caminé hacia la cocina para buscarlo. Entre las grandes ollas y recipientes brillantes y plateados vi al mesero leyendo una revista.
—Quiero ordenar una sopa y una ensalada —le dije en ruso.
—NIET. No tenemos eso.
—¿Qué hay entonces ?
—Bistec.
—Pero no quiero comer carne. ¿Puedo pedir sólo papas?
El mesero se levantó y desapareció en la parte trasera. No sabía si eso significaba esperanza o renunciar a las papas.
Sobre el escenario apareció un hombre con caderas estrechas que parecía un marinero y empezó a afinar su guitarra eléctrica. Estaba vestido con un pantalón acampanado verde y una camisa ceñida de material plástico que brillaba despreocupadamente, estampada con un diseño de girasol. Caminaba dando grandes zancadas, de otra manera quizás los cables que estaban sobre el piso como una familia de serpientes lo hubieran atrapado. Sus zapatos eran angostos, afilados y de un color blanco como el de una cierta clase de tofu dulce que se comía en China como postre. Otro músico de pelo negro apareció. Era exactamente igual al Nikita ...

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