Jataka
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Jataka

María Martoccia, Javiera Gutierrez, Federico Porfiri, Ale Firszt, Ana Dulce Collados, Sole Martínez

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  1. 128 páginas
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Jataka

María Martoccia, Javiera Gutierrez, Federico Porfiri, Ale Firszt, Ana Dulce Collados, Sole Martínez

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Relatos basados en fábulas budistas.El origen de las fábulas Jataka se remonta a la India en el momento del surgimiento del budismo (siglo VI a. C.). Los protagonistas suelen ser animales que en ocasiones representan a Buda en una encarnación previa a la humana. Se cree fueron la fuente de todas las fábulas que recorren Occidente.La Bestia Equilátera inicia su sello de literatura infantil y juvenil La Pequeña Bestia con un homenaje a esta tradición narrativa a través de la colección Jataka.El ciervo goloso, La liebre temerosa, El elefante y el perro y El toro Amable son las cuatro fábulas que, reelaboradas por María Martoccia y Javiera Gutiérrez e ilustradas por Federico Porfiri, Ale Firszt, Ana Dulce Collados y Sole Martínez, se acercan a algunos de los principios básicos de la filosofía budista a través de historias de humor, amor, respeto y libertad.

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Información

Año
2020
ISBN
9789871739332
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Portada La liebre temerosa
En todo el bosque era bien sabido que por las mañanas el león Mukun­da se tomaba más de dos horas pa­ra re­frescarse. Durante ese tiempo se limpiaba la cara con las patas recién lamidas, con los dientes se arrancaba los bichos y otras molestias que tuviera entre las uñas, se ras­caba violentamente detrás de las orejas y se daba fuertes lengüetazos en medio de la panza.
En este bosque del norte de la India, Mukunda hacía todo eso debajo de una pal­mera o de un eucalipto, y allí mismo luego se estiraba, apoyaba el mentón entre las patas, suspiraba como un gatito e intentaba dormir una siesta mañanera. Pero no le resultaba tan fácil, porque en la copa de la palmera o del eucalipto los loros de cabeza colorada y los macacos iban y venían haciendo ruidos de toda clase al empujarse, perseguirse o tironear de una misma fruta. Y la cosa empeoraba cuando los loros y los monos despiojaban a sus crías: los gritos eran tan estridentes que Mukunda hacía callar a sus vecinos con un rugido y luego se levantaba, caminaba con pesadez, se iba a la sombra de otro árbol y dormía un rato. Y en todo el bosque se repetía que, una vez que Mukunda llegaba a dormirse, despertarlo podía re­sul­tar muy peligroso.
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En ese mismo bosque, era bien sabido que las liebres movían el hocico mientras pensaban y lo aquietaban cuando algún sonido hacía que se les pararan las orejas, las giraran y escucharan con atención, por si debían dar un gran salto y salir corriendo.
Sassa era una joven liebre macho de pelaje color nuez y orejas suaves. Había nacido en una camada de siete hermanos que todavía cada tanto se encontraban alimentándose bajo el mismo arce o tironeando de la misma raíz. Como sus hermanos, había aprendido todo rápidamente y casi sin ayuda. Dos o tres veces habían salido en familia para que la madre les enseñara qué hierbas comer y cuáles dejar, y especialmente qué sonidos anunciaban peligros. Después, cada uno de los hermanos había buscado su propio rincón del bosque para vivir. Durante unos días Sassa probó aquí y allá hasta que eligió acomodarse cerca de un árbol de mango. En el tronco del árbol algún humano recolector de fruta había tallado una forma de cinco pun­tas que más tarde el martín pescador dijo que era una estrella. Sassa armó su guarida con tierra, hojas, ramas pequeñas y cáscaras de frutas, tal como había observado de algunos de sus hermanos mayores. Pero además logró instalarse bajo una mata de sándalo, que le permitía esconderse con facilidad. Porque Sassa era una liebre tremendamente teme­rosa que a veces se encontraba corriendo sin saber de qué se escapaba. Y sus temores crecían cuando se acercaba la temporada de lluvias, porque las ramas crujían, el cielo se ennegrecía y algunos animales chillaban al resbalarse por las piedras húmedas de rocío.
Una noche en que la luna era apenas una sombra blanca tras las nubes lluviosas, Sassa salió de su mata de sándalo, respiró profundamente y miró a su alrededor. Con su hocico y sus bigotes que iban y venían para un lado y para el otro, sintió que por fin había aprendido a moverse con seguridad, y que el bosque ya no era para él la inmensidad tramposa que le había parecido alguna vez. Escuchó con atención y no percibió ningún sonido que pudiera considerarse de alerta. Comprobó de que no hubiese nadie en su camino hasta las hierbas frescas y entonces avanzó hacia su objetivo con saltos pequeños, sin detenerse a curiosear. De pronto, al pasar bajo un ciruelo, se encontró cara a cara frente a Dinkar, la serpiente pitón, que se mecía con parte de su cuerpo descolgado de una de las ramas. Dinkar saludó a Sassa con mucha ceremonia y amabilidad y, como otras veces, comenzó a repasar quiénes eran los más rápi­dos o los más inteligentes o los más valientes del bosque. A Dinkar le gustaba alardear de lo que sabía sobre los demás animales. De pronto miró a Sassa con curiosidad.
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—Sassa —le preguntó—, ¿es cierto que le temes a tantas cosas como dicen?
Moviendo el hocico, Sassa pensó y res­pondió con seriedad, queriendo parecer confiado.
—No, no es cierto, no le temo a tantas cosas. En este bosque, muchos ha­blan de más.
Dinkar se deslizó por el tronco del ci­ruelo. En la oscuridad de la noche, la luna iluminaba su cuerpo sedoso y sus ojos eran dos pequeños destellos verdes.
—Qué suerte —dijo Dinkar—, porque si fueras yo, podrías asustarte muchísimo. A mí, por ejemplo, me cuentan muchas historias extrañas, ¿sabes? Como la de va­rios hermanos conejos que entraron en una granja y se comieron todos los repollos que encontraron: cada uno comió todos los que quiso. Masticaron repollos crocantes, frescos y tiernos hasta llenarse por completo. Al final estaban tan repletos que se queda­ron dormidos y así los descubrió un rato más tarde el granjero, que los levantó y uno por uno los fue metiendo en una gran bol­sa, sin que ninguno se despertara. Te imaginas adónde se llevaba a esos conejos, ¿no? Iban a ser la cena del granjero. Ah, ¿no sabías nada? ¿Nadie te lo había contado? Porque quién iba a pensar que le pasaría eso a una liebre o un conejo, que parecen tan despabilados…
—No —intervino Sassa masticando con fuerza y mucha rapidez una hoja de diente de león—, no sabía nada, porque no soy co­­­mo los loros o las urracas, que se la pasan re­pitiendo chismes. Así nadie puede asegurar si las cosas ocurrieron de verdad o no…
Dinkar lo interrumpió. Su tono era a la vez desafiante y de burla.
—Como eso de que las liebres son las más rápidas del bosque… Me contaron que hay casos en los que una tortuga pudo ganarle una carrera a una liebre.
—¡Una tortuga! —estalló Sassa—. No me hagas reír…
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—Bueno, bueno, tal vez no pueda ser, pero… —dijo la serpiente, enroscándose en un círculo casi perfecto—. Nada es exactamente lo que parece, ¿no? Mira cómo es Mukunda cuando se enoja. Se podría pensar que con sus rugidos es capaz de destruir el mundo entero, o de masticárselo. Escucha, Sassa —Dinkar señaló con su cabeza amarillenta el centro del círculo que había formado con su cuerpo—: si lo necesitas, siempre puedes buscar refugio aquí. Eres pequeño, frágil, tal vez te venga bien saber dónde esconderte.
Tan silenciosamente como había llegado, Dinkar se desenroscó y se fue, dejando a Sassa solo con la noche y con sus propios pensamientos. No había luna y la proximi­dad de la lluvia hacía que desde el piso se levanta­ra una bruma azulada.
Sassa durmió un rato largo, hasta que se despertó por un golpeteo cuyo origen no podía determinar. Era un sonido hueco, fir­me, rítmico y el hocico de Sassa comenzó a moverse a gran velocidad, porque su mente se había desencadenado. Y no se detuvo cuan­­do el sonido cesó.
“Dinkar tiene razón —pensó—: nada es lo que parece. Por ejemplo, esta noche tan pacífica, tan quieta… cada uno haciendo lo que tiene que hacer, algunos durmiendo, otros alimentándose, pero de un momen­to a otro puede suceder algo inesperado, algo dañino. ¿Por qué insisten en estar tan tranquilos…?”
Mientras tanto, en la copa del mango, quienes tampoco dormían eran los maca­cos pequeños, que desperdiciaban parte de la fruta todavía no madura arrancándola y usándola como proyectil para jugar a la lucha. La primera fruta que cayó al piso hizo un ruido fuerte y seco, lo que le dio a Sassa el indicio de que algo efectivamente no andaba bien. Lo agarró por sorpresa, y sus orejas se ten­saron y giraron hacia atrás.
“Algo pasa —se dijo—. Las liebres no somos tontas y podemos reconocer cuando estamos frente a un peligro; a mí nadie podría engañarme con algo así… ¿Qué fue ese golpe?” Una nueva fruta cayó, esta vez con más fuerza, y el sonido...

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