Ha transcurrido casi un año desde que intenté ver a esta dama de las letras hispanas, pero Ana M. ha pasado los últimos meses recuperándose de una caída que la ha tenido encamada y triste. Esta tarde me recibe, todavía dolorida, en muletas, pero animada y con ganas de visitas. Reconozco la escalera, el recibidor oscuro, el salón luminoso, los montones de libros de historia de su hijo, sus propios libros, una casa de muñecas, el sofá, el azucarero en la mesita de centro, el ruido del tráfico. Estamos en el piso de Barcelona donde vive la escritora con su hijo, Juan Pablo, y su nuera, Marisol, y el mismo en el que estuve hace algunos años para otra entrevista, cuando publicó Paraíso inhabitado. No noto apenas cambios. Me recibe como entonces, muleta, jersey beis, pantalones, collar, y «una ala de cisne en la cabeza», como escribió Gustavo Martín Garzo de su pelo.
Es verdad, la onda blanca luce con la luz de siempre. En un tiempo fue rizo rebelde y oscuro. Lo veo en una foto de su juventud. Ella era la segunda de cinco hermanos, de una familia burguesa, conservadora y religiosa. Su padre, Facundo Matute, dirigía una fábrica de paraguas, un negocio familiar que fundó su bisabuelo. El local aún existe, con el cartel de Matute en la puerta. Su madre, María Ausejo, riojana, de alcurnia de terratenientes, fue una mujer muy severa. Dice Ana M. que de niña era tartamuda por miedo a su madre. Hasta que el susto de las bombas sobre Barcelona, cuando no sabía si escapar o quedarse quieta, le curó la tartamudez. Empezó a escribir a los cinco años, después del rato de labor al que estaba obligada. De sus padres, la escritora ha dicho: «Él era un remanso de paz y alegría, un mediterráneo que podría haber sido amigo de Ulises, mientras que mi madre tenía la acritud castellana del Cid».
En los castigos encerraban a los hijos en un cuarto oscuro. Allí nació su poderosa imaginación de escritora. Sus hermanos salían llorando de terror, pero Ana M. deseaba que la castigaran para experimentar con la oscuridad. Para ella, el cuarto era la ciudad de los armarios, que no llegaban al techo. Abría los cajones, tocaba las mamparas. Un día cogió un terrón de azúcar, lo partió en dos y se desprendió una lucecita azul. La niña se maravilló. «Soy maga», exclamó. Se lo creyó y lo sigue creyendo. A su edad, todavía espera a los gnomos que vendrán a habitar la casita que les está construyendo en el salón de su casa. Las casas en miniatura han sido una de sus mayores aficiones. Pero no de muñecas, sino de gnomos y duendes. Como los duendes de los cuentos que les contaba de pequeños su tata.
A los diecisiete años escribió a mano su primera novela, Pequeño teatro. La presentó a la editorial Destino, donde la descubrió el editor y escritor Ignacio Agustí. A los veinticuatro fue finalista del premio Nadal, con Abel, el mismo año en que Miguel Delibes lo ganó con La sombra del ciprés es alargada. Se conocieron y se hicieron amigos, como después se hizo amiga de tantos otros escritores, desde Julio Cortázar hasta Camilo José Cela, que la acogió en su casa, o Luis Caballero Bonald. Al principio, sus padres la dejaban salir con escritores mayores, porque los veían gente seria, y ella les seguía en las tertulias de cafés y no se amilanaba en las rondas de alcohol. La llamaban «el pequeño cosaco». En casa ya había bebido. Ella y su hermano se habían emborrachado muchas veces.
Vinieron otras novelas, otros premios, y luego años de dolor y silencio. En 1952, con veintisiete años, se había casado, en una boda por todo lo alto, con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, padre de su único hijo. Un error, un trauma, un mal recuerdo. Él era conflictivo, según ella, vago, borracho, y le hizo un daño irreparable cuando ella quiso separarse y él le quitó la custodia de su hijo, al amparo de las leyes franquistas. Recuperó al niño casi tres años después y se lo llevó a Estados Unidos, donde estuvo un tiempo de profesora invitada en distintas universidades, enseñando novela contemporánea española. Allí conoció a todos los exiliados republicanos españoles. Al que más recuerda es a Francisco Ayala. Volvió a ver a su primer marido mucho después, cuando él estaba enfermo en una residencia. Pero se arrepintió de la visita. No hubo reconciliación.
Más tarde conoció al que sería su verdadero amor, el empresario francés Julio Brocard. Con él viajó por el mundo entero. Vivían en un dúplex en Sitges con tres terrazas. Pasaban el día en traje de baño, por no decir en cueros, y ella escribía sin parar. Él tenía también casa en Hong Kong, adonde iban todos los años. Ella cuenta que hizo el amor con el hombre de su vida sobre el río de las Perlas. Estuvieron juntos veintiocho años. Fueron muy felices, hasta que él murió en 1990, el 26 de julio, el día del cumpleaños de Ana M.
Entró en el yermo de la depresión en los 70. Estuvo dieciocho años sin escribir. Del silencio la sacó la agente Carmen Balcells. Se la llevó a su casa, la acomodó en una suite, con una máquina eléctrica y secretaria. Al cabo de unos meses Ana M. Matute parió Olvidado rey Gudú, el libro del que está más orgullosa de entre todos los que ha escrito, porque lo llevaba en la cabeza desde chica. El día que lo acabó lo celebraron con champán y Carmen la coronó con la corona del roscón de Reyes. Desde entonces la representa y todo fue a mejor.
Ana M. Matute ocupa la silla k en la Real Academia Española. Tiene el premio Nacional de Literatura y el premio Planeta. Ha sido la tercera mujer en ganar el Cervantes. Cuando en la ceremonia del Cervantes la saludó el Rey, ella se sintió atraída por la muleta de don Juan Carlos, con amortiguadores y lucecitas. Unos días más tarde, recibió un paquete en su casa de Barcelona. Era la muleta del Rey. Pero sólo se la pone para las grandes ocasiones, porque pesa mucho. Su muleta es más ligera.
Lo primero que hace Ana M. al levantarse es el crucigrama de Fortuny en La Vanguardia. A veces él la saca en las definiciones. Después escribe en su estudio, y si brota la inspiración, hasta se salta la hora de comer. Sé que todavía no ha terminado la novela de la que me habla en la entrevista, en diciembre de 2012, porque en 2013 ha sufrido mareos y vértigos relacionados con su sordera. La vejez le molesta precisamente por esos achaques, que a veces le impiden seguir escri...