Viaje alucinante
Si hay algo característico de las conversaciones de dos o tres médicos que se reúnen para tomar un café o para compartir mesa y mantel son las anécdotas profesionales de cada uno. A lo largo de una vida dedicada a tratar enfermos, la cantidad de historias curiosas o situaciones hilarantes acumuladas son tantas que, en muchas ocasiones, es inevitable que afloren de una manera u otra en una conversación distendida.
En relación con el trasplante cardíaco, esas situaciones jocosas o incluso dramáticas (y que rozan a veces el humor negro) son, a partes iguales, tan divertidas como difíciles de creer. E incluso más todavía si hablamos de los viajes que se hacen para la extracción de órganos, donde es complicado repetir destino, hospital o compañeros de cirugía.
A ver, los papeles
No siempre coinciden los pilotos que nos llevan en el avión y mucho menos los conductores de ambulancia. No hay dos aeropuertos iguales, ni siquiera los controles de seguridad son idénticos.
Que le pregunten a un compañero mío al que la Guardia Civil del aeródromo le impedía de manera inflexible la entrada a pista por no llevar el DNI (hablamos de la época previa a los atentados de las Torres Gemelas), a pesar de ir rigurosamente uniformado con pijama quirúrgico y bata, distintivo del hospital en la solapa y, lo que es más importante, una nevera azul para el transporte de órganos.
–Buenas tardes. ¿Me enseña la documentación, por favor? –preguntó el agente desde su imponente estatura y con unas gafas de sol que no dejaban ver sus ojos.
–Buenas tardes, vamos a un trasplante.
–Me parece muy bien. ¿Me enseña la documentación, por favor?
–Mire, no sé si me he explicado bien –dijo mi compañero, cirujano bregado en mil batallas, comenzando a sentir en su interior el inicio de una pequeña crispación–. Soy cirujano cardíaco y voy a buscar un corazón, un órgano, que después tendremos que implantar en un paciente que lo necesita.
–Le entiendo perfectamente –repuso el guardia civil sin mover un ápice su cuerpo–. Pero necesito ver su documentación si quiere acceder a la pista. Son las normas.
El agente uniformado desconocía probablemente la poca tolerancia que un cirujano cardíaco puede tener a que alguien o algo le impida llevar a cabo una tarea: ya sea si está en quirófano operando o en el transcurso de un trasplante. ¿Es inherente a la persona y es la profesión de cirujano cardíaco la que busca este tipo de personalidad? ¿O acaso es la formación en esta rama de la cirugía la que hace que se cree una forma de ser tan peculiar y voluble? Un debate que continúa en la actualidad.
El caso es que el cirujano sentía ya dentro de su organismo las primeras erupciones volcánicas de su irritación. ¿Qué se pensaba aquel monigote parapetado detrás de unas gafas de sol dentro de un aeropuerto con luz artificial?
–Escúcheme, la vida de una persona está en juego. He hecho miles de extracciones de órganos y jamás he necesitado el DNI. De hecho, no lo llevo encima. ¿Quiere saber quién soy? –dijo agarrando con dos dedos la identificación colgada de la solapa de la bata, con tanta fuerza que se desprendió–. Pues soy este, el de la foto. Aquí tiene mi nombre y apellidos; si quiere los puede apuntar.
–Me parece perfecto, caballero. Pero yo tengo que ver su DNI o pasaporte para que pueda acceder a pista. Lo siento mucho pero son las reglas.
Dentro de mi compañero (bregado en mil batallas y acostumbrado a lidiar con el estrés propio de cirugías a vida o muerte en pacientes muy enfermos) la lava volcánica se esparcía ya por todos los órganos de su ser, mientras una nube de ceniza empezaba a velar su visión.
–Se va a arrepentir de esto –dijo, sacando su teléfono móvil de la bata y tecleando el número de la ONT con furia.
–Me parece bien, caballero. Yo, como comprenderá, tengo normas que preservar y órdenes que cumplir.
El cirujano consiguió mitigar su excitación para resultar comprensible al teléfono, mientras hablaba con su coordinador. Este último acertó a comprender el problema y prometió a su interlocutor resolverlo lo antes posible.
Desconozco cómo fueron los minutos de espera allí, cerca del guardia civil y del arco de detección de metales. Supongo que la atmósfera sería glacial, como en un iglú con aire acondicionado, algo que, por otro lado, no le hubiera venido nada mal al cirujano, de cuya piel surgían gotas de sudor en estado de ebullición.
Y se produjo la llamada, como así hizo notar el miembro de la benemérita asiendo el teléfono colgado del cinto reglamentario.
–Aquí Gómez (pausa). Sí (pausa). No (pausa). Efectivamente, ya le he dicho que… (pausa y un un rictus algo más tenso). Claro, lo comprendo (pausa más larga y cierto rubor en las mejillas). Por supuesto, ahora mismo…
El agente Gómez pulsó el botón de fin de llamada de su teléfono y se dirigió a mi amigo el cirujano, apoyado en el dintel de la puerta con brazos cruzados y aguantando el peso de su cuerpo con una pierna.
–Puede usted pasar, caballero, pero no se olvide de su DNI o pasaporte la próxima vez.
Y así fue cómo mi amigo pudo finalmente acceder a pista, tirando del asa de una nevera azul repleta de hielo que pesaba bastante (dicho sea de paso).
Cuenta que su ira se fue diluyendo poco a poco, conforme se aproximaba al aparato, cuyos motores ya rugían de manera estrepitosa. Al fin y al cabo es lo que quería, nada más.
Me confesó, cuando me contó la historia, que estuvo tentado de escribir una carta para protestar ante aquella situación, pero que finalmente no lo hizo. ¿Qué sentido hubiera tenido? En el fondo, aquel hombre hacía su trabajo como los cirujanos hacemos el nuestro. Seguramente intentaba dignificar su profesión, al igual que nosotros, y su actitud inflexible era fruto de un entrenamiento estricto (como el nuestro en los años de aprendizaje de la especialidad) y de una convicción férrea de que las normas y los deberes son el único medio para alcanzar un fin (otra vez como nosotros, que operamos siguiendo protocolos establecidos donde todos los pasos y gestos quirúrgicos se repiten con meticulosidad de orfebre).
Así pues, al llegar a la escalerilla aquel malestar se había disipado, e incluso se había esfumado cuando el avión corría a toda velocidad para el despegue.
Quedaría como una anécdota más, simpática si acaso, de las peripecias que pueden suceder cuando uno viaja para extraer un órgano, donde a veces solo aquel que está involucrado es consciente de la responsabilidad que conlleva y las trabas que ha de solventar sobre la marcha.
Desde entonces siempre lleva el DNI. Eso sí.
Ni una cosa ni otra
Gregorio cuenta, de su época de joven cirujano en París, unas cuantas anécdotas bastante divertidas. Una de ellas sucedió inmediatamente después de la extracción del corazón, nada más salir de la puerta del hospital, para volver raudo y veloz al centro donde aguardaba el receptor.
El donante había sido joven y sano hasta entonces, por lo que todos sus órganos habían servido en una extracción múltiple. Al salir presuroso con el corazón dentro de la nevera, Gregorio preguntó por la ambulancia que debía trasladarlo a su hospital. «Es aquella», le dijo alguien que pululaba por allí.
Cuando llevaba un rato en la ambulancia surcando el caos circulatorio parisino pensó que estaba haciendo un trayecto más largo del debido. El tiempo apremiaba y a pesar del empeño del conductor, que sorteaba temerariamente vehículos y peatones como si de una película de James Bond se tratase, la orientación global que llevaban los alejaba del hospital de destino.
Por fin Rábago no tuvo más remedio que girarse hacia el conductor.
–¿No llegaríamos más rápido si siguiésemos otro camino?
–No –respondió el conductor–, este es el camino más corto para llevar el hígado.
–¿Qué hígado? –contestó Gregorio, dudando por un instante de su capacidad de entender el francés, a pesar de los años que llevaba residiendo en Francia–. Llevamos un corazón, no un hígado.
–Pues a mí me indicaron que transportase un hígado.
–Pues llevamos un corazón –repuso Gregorio, intentando hacer acopio de la poca paciencia que le quedaba–. Y tengo que estar en La Pitié lo antes posible o se deteriorará.
–¿En La Pitié? –acertó a decir el conductor, con un hilo de voz, mientras se afanaba en girar bruscamente el volante de un lado a otro como un niño cuando juega por primera vez con un coche de pedales–. ¡Pero si yo tengo que ir a otro hospital a llevar el hígado!
En ese momento, cuando el tráfico parecía más fluido, una anciana intentó cruzar por un paso de cebra, ajena a los rotativos y el estruendo de la sirena. Un volantazo a la derecha impidió la desgracia, ante el estupor de Rábago. La mujer, como en la persecución de una película tipo Loca academia de policía, se llevó un susto de mil demonios, mientras su falda se levantaba impúdica a causa del aire producido por la velocidad del vehículo.
–No, no y no. Yo tengo que ir a La Pitié. De hecho, ¡ya debería estar allí!
–Está bien, está bien, no se preocupe –respondió el conductor mientras hacía un giro prohibido, a toda velocidad, con casi dos ruedas–. No se preocupe, que ahora mismo lo llevo a su hospital. Pero otro día –dijo, enfatizando con el dedo índice como cuando se reprende a un niño que ha robado una golosina en un establecimiento– fíjese bien porque, cuando se extraen varios órganos, llaman a la vez a varias ambulancias y a cada una se le asigna uno de ellos. A mí me pidieron que me ocupase de llevar un hígado al hospital Bichat y me he pasado la mañana estudiando el mapa.
Ahí fue, probablemente, que Gregorio aprendió la importancia de preguntar antes de entrar en cualquier ambulancia. Es indiscutible que cada hospital es un mundo diferente y que a veces pequeños detalles pueden comprometer la cadena de transporte de órganos tan vitales. Rábago llegó finalmente a su destino sin nuevos contratiempos y el paciente fue trasplantado sin complicaciones.
Los problemas del idioma
A veces uno se encuentra tan imbuido en la vorágine del trasplante que no se da cuenta de que las personas que lo rodean no tienen por qué conocer la importancia de su trabajo o lo que representa.
Que se lo cuenten a mis paisanos, cirujanos torácicos, que se desplazaron a Lisboa en una ocasión para extraer unos pulmones. En aquella época yo me encontraba trabajando en la capital del país vecino y me había desplazado a otro hospital para extraer el corazón. La pregunta que siempre se hace al respectivo coordinador de trasplantes después de saber dónde, es: «¿Hay pulmones?». El motivo es sencillo. Cuando se extraen al mismo tiempo el corazón y los pulmones hay una parte del primero (la correspondiente a la zona de la aurícula izquierda, de donde salen las venas pulmonares) que tiene que ser cortada al milímetro. A ellos (los cirujanos torácicos que se quedarán con los pulmones) les interesa tener cuanto más tejido mejor, porque así podrán hacer las suturas con mayor margen y habrá menos probabilidad de hemorragia. Es fácil comprender que a nosotros, los cirujanos cardíacos, también nos interesa tener material de seguridad para nuestra sutura. Así que, cuando nos juntamos para cortar esa zona en concreto, pueden saltar chispas o llegar a perderse la calma si uno corta un poco más allá de lo que el otro cree que debe. Al final, aquello parece como si dos aves carroñeras (de garras enfundadas en guantes de látex y picos afilados bajo las mascarillas) estuvieran revoloteando encima de una presa, en medio del desierto, a la espera de arrancar el pedazo de carne más apetitoso.
–¿Hay pulmones? –pregunté al coordinador aquel día, en Lisboa.
Su respuesta afirmativa me puso en alerta al instante. ¿Qué me depararía la extracción ese día?
Pues una grata sorpresa, como pude comprobar cuando llegué al hospital correspondiente. Aquella vez los cirujanos que venían para extraer los pulmones eran españoles (lo cual me alegró, como le sucedería a cualquier emigrante), pero además venían de Santander, por lo que la probabilidad de que los conociese era bastante alta.
Llegaron algo atrasados y fue divertido no solo saludar...