Santa Juana
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George Bernard Shaw

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Santa Juana

George Bernard Shaw

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Santa y heroína francesa, Juana de Arco fue quemada en la hoguera a los 19 años por herejía y brujería tras su participación decisiva en la Guerra de los Cien Años, que enfrentó a Francia e Inglaterra, guiada por voces de origen divino que escuchó desde muy joven.Revolucionando el teatro de su época y rehuyendo con ironía el drama histórico tradicional, George Bernard Shaw reconstruye en Santa Juana, su obra cumbre, las hazañas de una mujer rebelde, visionaria y esencialmente humana.Esta edición recoge el prefacio íntegro que el autor escribió para la publicación original.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2019
ISBN
9788417622817
Edición
1
Categoría
Literatura
SANTA JUANA

ESCENA I

Una hermosa mañana de primavera del año 1492, a orillas del río Mosa, entre Lorena y Champaña, en el castillo de Vaucouleurs.
El capitán Roberto de Baudricourt, un militar noble, guapo y físicamente enérgico, pero sin voluntad propia, está ocultando este defecto de la manera habitual gritándole terriblemente a su mayordomo, un gusano insignificante, escaso de carne, escaso de cabello, que puede tener una edad desde los dieciocho hasta los cincuenta y cinco años, y es el tipo de hombre cuya edad no se puede marchitar porque nunca ha florecido.
Los dos se encuentran en una soleada habitación con muros de piedra en la primera planta del castillo. Ante una mesa de roble fuerte y sencilla, sentado en una silla a juego, el capitán ofrece su perfil izquierdo. El mayordomo está de pie frente a él al otro lado de la mesa, si una postura tan humillada se puede llamar estar de pie. En la esquina más cercana se encuentra un torreón con una puerta estrecha y con un arco que conduce a una escalera de caracol que desciende hacia el patio. Bajo la mesa se encuentra un recio taburete de cuatro patas y un arcón de madera debajo de la ventana.
ROBERTO. ¡No hay huevos! ¡¡No hay huevos!! Por todos los demonios, hombre, ¿qué quieres decir con que no hay huevos?
MAYORDOMO. Señor, no es culpa mía. Es la voluntad de Dios.
ROBERTO. Blasfemia. Me dices que no hay huevos y le echas la culpa de ello a tu Hacedor.
MAYORDOMO. Señor, ¿qué puedo hacer? No puedo poner huevos.
ROBERTO. (Sarcástico.) ¡Ajá! Encima te burlas.
MAYORDOMO. No, señor, válgame Dios. Todos tenemos que pasarnos sin huevos, como vos, señor. Las gallinas no quieren poner.
ROBERTO. ¡Desde luego! (Se levanta.) Ahora escúchame bien.
MAYORDOMO. (Con humildad.) Sí, señor.
ROBERTO. ¿Qué soy yo?
MAYORDOMO. ¿Qué sois vos, señor?
ROBERTO. (Se acerca a él.) Sí, ¿qué soy yo? ¿Soy Roberto, señor de Baudricourt y capitán de este castillo de Vaucouleurs, o acaso soy un vaquero?
MAYORDOMO. Oh, señor, sabéis que aquí sois un hombre más grande que el propio rey.
ROBERTO. Precisamente. Y es más, ¿sabes lo que eres tú?
MAYORDOMO. No soy nadie, señor, excepto que tengo el honor de ser vuestro mayordomo.
ROBERTO. (Lo empuja hacia la pared, adjetivo a adjetivo.) No solo tienes el honor de ser mi mayordomo, sino que tienes el privilegio de ser el mayordomo más malo y más incompetente, parlanchín, llorón, farfullador, baboso e idiota de toda Francia. (Vuelve a la mesa con grandes zancadas.)
MAYORDOMO. (Se encoge sobre el arcón.) Sí, señor, eso le debo parecer a un gran hombre como vos.
ROBERTO. (Se da la vuelta.) Supongo que debe ser culpa mía. ¿No?
MAYORDOMO. (Se acerca a él sumiso.) ¡Oh, señor, siempre le dais la vuelta a mis palabras más inocentes!
ROBERTO. Le daré una vuelta a tu cuello si te atreves a decirme que no puedes ponerlos cuando te pregunto cuántos huevos hay.
MAYORDOMO. (Protestando.) Oh, señor, oh, señor…
ROBERTO. No, nada de oh, señor, oh, señor, sino no, señor, no, señor. Mis tres gallinas de Berbería y la negra son las mejores ponedoras de Champaña. ¡Y tú vienes a decirme que no hay huevos! ¿Quién los ha robado? Dímelo antes de que te saque a patadas por la puerta del castillo por mentiroso y por vender mis bienes a los ladrones. Ayer también faltó la leche, no lo olvides.
MAYORDOMO. (Desesperado.) Lo sé, señor. Lo sé muy bien. No hay leche, no hay huevos, mañana no habrá nada.
ROBERTO. ¡Nada! ¿Lo vas a robar todo?
MAYORDOMO. No, señor, nadie va a robar nada. Pero un maleficio ha caído sobre nosotros, estamos embrujados.
ROBERTO. Esa historia no me convence. Roberto de Baudricourt quema brujas y ahorca ladrones. Vete. ¡Tráeme cuatro docenas de huevos y dos cántaros de leche, quiero verlos en esta habitación antes de mediodía, o que el Cielo se apiade de tus huesos! Te enseñaré a burlarte de mí. (Se vuelve a sentar con aires de haber zanjado la cuestión.)
MAYORDOMO. Señor, ya os he dicho que no hay huevos. No los habrá, aunque me matéis por ello, mientras la Doncella esté a la puerta.
ROBERTO. ¡La Doncella! ¿Qué doncella? ¿De qué estás hablando?
MAYORDOMO. La muchacha de Lorena, señor. De Domrémy.
ROBERTO. (Se levanta enfadado.) ¡Por todos los demonios! ¡Por todos los demonios! ¿Me estás diciendo que la muchacha que tuvo la impudicia de pedirme audiencia hace días y a la que te dije que enviases de vuelta a su padre con orden mía de que debía darle una buena tunda sigue aquí?
MAYORDOMO. Le dije que se fuera, señor. No quiere irse.
ROBERTO. No te dije que le dijeses que se fuera, te ordené que la echases. Tienes a tu disposición a cincuenta hombres armados y a una docena de criados idiotas pero sanos para ejecutar mis órdenes. ¿Le tienen miedo?
MAYORDOMO. Es muy convincente, señor.
ROBERTO. (Lo agarra por la nuca.) ¡Convincente! Fíjate bien. Te voy a tirar escaleras abajo.
MAYORDOMO. No, señor. Por favor.
ROBERTO. Bueno, detenme siendo convincente. Es muy fácil, cualquier chiquilla puede hacerlo.
MAYORDOMO. (Colgado flácidamente de sus manos.) Señor, señor, no va a poder deshacerse de ella echándome. (Roberto lo deja caer. Se queda de rodillas en el suelo y mira a su señor con resignación.) Verá, señor, vos sois mucho más convincente que yo. Pero ella también lo es.
ROBERTO. Yo soy más fuerte que tú, idiota.
MAYORDOMO. No, señor, no se trata de eso. Es vuestra fuerza de carácter, señor. Ella es más débil que nosotros, solo se trata de una chiquilla, pero no conseguimos que se vaya.
ROBERTO. Atajo de inútiles, le tenéis miedo.
MAYORDOMO. (Se levanta con precaución.) No, señor, os tenemos miedo a vos, pero ella nos da valor. En realidad, no parece que le tenga miedo a nada. Quizá vos podáis asustarla, señor.
ROBERTO. (Sombrío.) Quizá. ¿Ahora dónde está?
MAYORDOMO. Abajo en el patio, señor, hablando con los soldados como siempre. Siempre está hablando con los soldados, excepto cuando está rezando.
ROBERTO. ¡Rezando! ¡Ja! Tú crees que reza, idiota. Conozco al tipo de chicas que siempre están hablando con los soldados. Debería hablar un poco conmigo. (Se acerca a la ventana y grita con furia a través de ella.) ¡Eh, tú!
UNA VOZ DE CHICA. (Vibrante, fuerte y dura.) ¿Me habla a mí, señor?
ROBERTO. Sí, tú.
LA VOZ. ¿Eres el capitán?
ROBERTO. Sí, maldito sea tu descaro, soy el capitán. Sube. (A los soldados en el patio.) Vosotros, indicadle el camino. Y traedla deprisa. (Se aparta de la ventana y regresa a su lugar en la mesa, donde se sienta con actitud autoritaria.)
MAYORDOMO. (Susurrando.) Ella quiere ser soldado. Quiere que le deis ropa de soldado. ¡Una armadura, señor! ¡Y una espada! (Se sitúa furtivamente detrás de Roberto.)
Juana aparece por la puerta del torreón. Se trata de una muchacha campesina fuerte de diecisiete o dieciocho años, con un vestido recatado de color rojo y con un rostro poco común: los ojos están muy separados y saltones, como ocurre con frecuencia en las personas muy imaginativas, una nariz larga y bien formada con ventanas anchas, un labio superior pequeño, la boca decidida con labios gruesos y una barbilla hermosa y desafiante. Se acerca ansiosa a la m...

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