Historias del río Hulan
eBook - ePub

Historias del río Hulan

  1. 210 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Historias del río Hulan

Descripción del libro

Historias del río Hulan es la novela más popular de Xiao Hong, escritora china fallecida en 1942 a la temprana edad de 31 años.Publicada póstumamente, relata sus recuerdos de infancia, dispuestos sobre el telón de fondo de la sociedad china antigua y rural.Xiao Hong rememora ese mundo en primerísima persona a través del notable personaje de la niña que fue, a quien dota de una mirada incisiva y conmovedora, mientras crece y conoce el mundo en la deteriorada casona familiar, y en directa interacción con las familias que subarrendaban alguna de las numerosas habitaciones del inmueble, propiedad de su abuelo. Este le transmite a la niña calma, bondad compasiva y espíritu crítico, y la pasión por el cuidado de un perfumado jardín y por la lectura y declamación de poesía.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Historias del río Hulan de Xiao Hong, Miguel Ángel Petrecca en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
LOM Ediciones
Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789560012128
Categoría
Literatura

Capítulo 1

1

En cuanto el invierno envolvía la tierra las grietas aparecían por todas partes. De norte a sur, de este a oeste, de dos a seis pies de largo, o más largas todavía; sin dirección, en cualquier lugar y momento. Apenas llegaba el invierno la tierra se agrietaba. El frío congelaba y rajaba la tierra.
Tras pasar por la puerta de casa, barriéndose la escarcha de la barba con una escobilla, los viejos decían:
«¡Hoy sí que está helado! La tierra se raja de frío».
Los carreros, tras andar setenta leguas sacudiendo el látigo bajo las estrellas, apenas despuntaba el amanecer entraban a la posta y lo primero que le decían al dueño es:
«¡Qué tiempo desgraciado! Como un cuchillito».
Una vez en el cuarto, se sacaban la shapka y encendían su pipa, y cuando extendían la mano para ir a agarrar el pan caliente, en el dorso de esa mano se veía infinidad de grietas.
El frío agrietaba las manos.
El vendedor de tofu se levantaba bien temprano e iba bordeando las casas con su pregón. A veces, en un descuido, apoyaba en el piso la bandeja llena de tofu y no podía levantarla ya: había quedado adherida al suelo por el hielo.
El viejo que vendía mantous1 salía a la calle al alba a dar su pregón. Cargando sobre los hombros el cajón con los panes calientes, caminaba a paso ligero al principio y gritaba también con un vozarrón; luego, al rato nomás, unas herraduras le colgaban de los pies y las suelas parecían montadas sobre huevos. Y es que el hielo había rellenado la suela de los zapatos. Avanzaba con dificultad, como si pudiera resbalarse al menor descuido. Y aun así, terminaba por resbalarse. Caerse era lo peor: la caja se revolcaba por el piso y los panes salían rodando de adentro uno tras otro. Si había alguien cerca, aprovechando la oportunidad y viendo que el viejo, por un momento, tardaba en ponerse de pie, agarraba unos panes y se alejaba comiéndoselos. Cuando el viejo se ponía al fin de pie y colocaba otra vez los mantous con nieve dentro de la caja, los contaba, veía que los números no cerraban y entendía lo que había pasado. Decía, dirigiéndose al hombre que se alejaba con su pan:
«Un día tan frío, el cuero de la tierra se raja de tan helado, y encima me roban mis panes».
Los paseantes se reían al escucharlo. Cargando la caja él se ponía en movimiento otra vez. El témpano cada vez más grueso bajo los pies le hacía difícil la marcha, así que empezaba a transpirar por la espalda. La escarcha le cubría los ojos, el hielo se espesaba sobre el bigote y la barba y colgaba, a causa del aliento, de las orejeras y la visera del gorro. Avanzaba cada vez más lento, miedoso, como alguien que usa patines por primera vez y a quien sus amigos empujan a una pista de patinaje.
Un perro pequeño, a causa del frío, ladraba y gemía toda la noche, como si el fuego le consumiera una pata.
Cuando el frío seguía bajando:
el cubo de agua se congelaba y se partía;
el agua del aljibe se congelaba.
En las noches de viento y de nieve, el frío podía terminar sellando las puertas de las casas. La gente se iba a dormir, y al levantarse temprano por la mañana empujaba la puerta y no podía abrirla.
Cuando la estación fría llegaba a la tierra, todo cambiaba de aspecto. El cielo se veía gris y turbio, como revuelto por un viento fortísimo, y una nieve ligera revoloteaba todo el día. La gente caminaba rápido por la calle y su aliento se volvía humo al toparse con el aire frío. Caravanas de carros, tirados por siete caballos, avanzaban por la planicie bajo las estrellas, con grandes lámparas rojas encendidas, los látigos al viento. Los caballos empezaban a sudar enseguida, y un poco más tarde los hombres y los caballos por igual humeaban en medio de la nieve y la helada. Así hasta que salía el sol y entraban en la posta, y sólo ahí los caballos dejaban de sudar. Sólo que entonces, en seguida, su pelaje empezaba a cubrirse de una capa de escarcha.
Después de comer, los hombres y los caballos partían de nuevo. En esta región tan fría la población es escasa. No es como el sur, donde cerca de una aldea siempre hay otra aldea; cerca de un pueblo siempre hay otro pueblo. Aquí no había nada a la vista: mirando a lo lejos se encontraba una pura extensión blanca. Desde una aldea hasta la siguiente no se veía nada en el medio. Sólo la memoria de la gente que conocía el camino permitía saber en qué dirección había que andar. Las carretas, con sus siete caballos, cargadas de grano, se dirigían hacia una ciudad de las cercanías: unas llevaban soja para vender, otras sorgo. A la vuelta traían aceite, sal y telas.
Hulan era una de esas pequeñas ciudades, y no una especialmente próspera. Tenía sólo dos avenidas: una que iba de sur a norte, otra de este a oeste, y el punto más famoso era la encrucijada entre las dos, donde se juntaba lo más importante de la ciudad. Había una joyería, una tienda de telas, una tienda de aceite y sal, una casa de té, una farmacia, y hasta un médico que, a la manera occidental, extraía dientes. Frente a la puerta de ese médico colgaba un gran cartel, del tamaño de un almud de arroz, con la imagen de una enorme dentadura. Ese cartel quizás chocaba un poco en una ciudad tan pequeña: los que lo veían no entendían de qué se trataba, porque ninguna tienda, ni la de aceite, ni la de sal ni la de telas, tenía un cartel semejante. La tienda de sal tenía simplemente escrito el carácter de «sal» en la fachada, mientras que en la de ropa colgaban dos tiras de tela que parecían estar ahí desde tiempos inmemoriales. La farmacia, por ejemplo, tenía colgado afuera el nombre de ese médico de lentes que se dedicaba a auscultar sobre una almohadilla el pulso de las mujeres. Ese médico, por ejemplo, se llamaba Li Yongchun, así que la farmacia se llamaba Li Yongchun. La gente confiaba en su memoria, de manera que, aun si a Li Yongchun se le ocurría sacar el cartel, todos sabían dónde estaba. No sólo la gente de la ciudad: también la que venía del campo más o menos se sabía de memoria las calles y todo lo que había en ellas. No había necesidad de carteles, no había necesidad de ningún método para atraer a los clientes. Cuando uno tenía que comprar por ejemplo sal o aceite, por ejemplo telas, simplemente entraba en la tienda y compraba. Si algo era innecesario, por más grande que fuera el cartel, nadie lo compraba. Ese médico era un ejemplo: la gente que venía del campo veía esa gran dentadura y le parecía algo extraño, así que a menudo se quedaban parados delante del cartel mirando. Miraban y miraban sin entender. Si a alguien de verdad le dolía un diente, nunca se le ocurría pedirle a ese médico que se lo arrancara: iba a la farmacia de Li Yongchun a comprar dos onzas de coptis, y se volvía a casa a mascarlo y listo. Porque los dientes de aquel cartel eran demasiado grandes: a las personas les resultaba incomprensible y les daba un poco de miedo.
Por eso, a pesar de que hacía tres años que el dentista había colgado el cartel, eran contados los que habían ido a sacarse un diente. Al dentista, una mujer en realidad, al final no le quedó otra opción, para subsistir, que dedicarse también a atender partos.
Aparte de la cruz que formaban esas dos avenidas, en la ciudad había dos calles: una que se llamaba el segundo camino del este, y la otra que se llamaba el segundo camino del oeste. Las dos iban de sur a norte, tenían casi una legua de largo, y no había mucho digno de notar, aparte de algunos templos, algunas tiendas de tortas fritas y otras de venta de granos.
En la segunda calle del este había un molino mecanizado, al que la gente llamaba «el molino de fuego». La casa donde estaba ese molino era enorme y tenía una gran chimenea de ladrillos rojos, altísima. Se decía que el ingreso estaba prohibido, que adentro estaba lleno de llaves y que no se podía tocar nada. Si uno tocaba, podía morir incinerado. ¿Y si no, por qué le decían «molino de fuego»? Era porque ahí adentro, al parecer, en lugar de caballo o burro, se usaba el fuego para mover el molino. La gente pensaba: ¿cómo no se incendia si es todo fuego? Le daban vueltas a la cuestión y no entendían, y cuanto más pensaban más confuso parecía todo. Era el único molino, además, donde no permitían entrar a nadie, y se decía que había un custodio en la puerta.
En la segunda calle del este había también dos escuelas, una al sur y la otra al norte. Las dos estaban dentro de un templo (una en el templo del rey dragón, la otra en un templo ancestral) y eran escuelas elementales. En la del templo del rey dragón se enseñaba a cultivar gusanos de seda y se la llamaba escuela agraria. La otra era una primaria común, pero también tenía dos cursos elevados, por lo cual se la llamaba «escuela superior».
Pese a sus nombres diferentes, enseñaban prácticamente lo mismo. La única diferencia era que en la «agraria», al llegar el otoño se freían los gusanos y los profesores se daban unas buenas comilonas. En la llamada escuela superior no había gusanos para comer y los estudiantes ...

Índice

  1. Capítulo 1
  2. Capítulo 2
  3. Capítulo 3
  4. Capítulo 4
  5. Capítulo 5
  6. Capítulo 6
  7. Capítulo 7
  8. Coda