Mente fría corazón caliente
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Mente fría corazón caliente

El manejo del estrés para el alto rendimiento

Tomás de Vedia

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  1. 224 páginas
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Mente fría corazón caliente

El manejo del estrés para el alto rendimiento

Tomás de Vedia

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Información del libro

Vivir estresado tiene consecuencias directas en el cuerpo y la mente. ¿Qué hace el estrés? Nos prepara para luchar o para correr: suben los hombros, se tensan los pies y las piernas. El estrés como respuesta permanente da como resultado un cuerpo que se va tensando hasta transformarse en una roca inarticulada, se complica la cognición y se limita la capacidad de conexión con nosotros mismos y con lo que nos rodea.En Mente fría, corazón caliente, Tomás de Vedia nos enseña a manejar el estrés para el alto rendimiento. A través de historias de la vida real y una escritura clara y amena, el lector aprenderá a desarrollar la calma y la concentración, a trabajar el aprendizaje, la inteligencia emocional y la comunicación, a ver todo con claridad y estar presente con todos sus sentidos, en la zona, donde el tiempo parece detenerse y hasta lo más difícil resulta simple de realizar.Mente fría, corazón caliente es un libro inspirador, una guía indispensable para alcanzar el máximo potencial en el deporte y la actividad cotidiana.

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Información

Año
2019
ISBN
9789874733221
HÁBITOS
Del piloto automático al acto consciente
Hay una frase que dice que el hombre es un animal de costumbres. En el cerebro, todo lo que es desconocido pasa primero por nuestros filtros básicos. Se evalúa qué puede ser peligroso y qué no. Cuando algo es percibido como amenaza, se traduce en un estresor. Una vez que reconoce que ya no es peligroso, el cerebro deja de prestar tanta atención a esa situación y automatiza esa conducta. Pensemos, por ejemplo, cuando aprendimos a andar en bicicleta o a manejar. Al principio había demasiadas cosas que tener en cuenta. En el caso de la bicicleta, el equilibrio, la cadencia del pedaleo, sostener el manubrio, mirar hacia adelante. En el caso del auto, pisar el embrague, soltarlo mientras aceleramos, pasar los cambios, mantener el curso con el volante, mirar hacia adelante y por los espejos para no chocar con nada, además escuchar otra persona decirte cómo hacerlo. Automatizar nos permite ahorrar energía. Sería enloquecedor tener que estar tan pendiente a los detalles como en esa fase de aprendizaje. Por eso, el cerebro va generalizando para simplificar nuestra conducta y así poder poner atención a otras cosas. El hábito se forma porque en un momento tomamos una decisión y hubo una recompensa agradable en ello. Es lo que se llama una conexión neuronal.
La automatización se replica también en como interpretamos al mundo según lo que escuchamos. Las ideas pueden formar nuestras conductas y así volverse hábitos. Se vuelve un hábito usar determinada mano para lavarnos los dientes, como nos ponemos la ropa, como hablamos; todas situaciones cotidianas. Tenemos una respuesta preferida frente a diferentes situaciones. Aparece cierto estímulo desde el mundo externo y automáticamente ofrecemos una respuesta. También reaccionamos con hábitos en la forma en que manejamos nuestras emociones. A veces esos hábitos son tan automáticos que ni siquiera reflexionamos sobre ellos, pero cuando empiezan a ser un problema en nuestros vínculos, con nosotros mismos y los demás, se tornan un gran obstáculo. Las conexiones neuronales no se pueden borrar, pero sí se pueden fortalecer otras que puedan cumplir la función de respuesta alternativa. Para debilitar hábitos hay que empezar por ser consciente de ellos, por reflexionar acerca de cómo hacemos las cosas para poder elegir otra respuesta. Es precisamente para lo cual debemos entrenar intensamente y momento a momento la metacognición. O sea, darnos cuenta de lo que estamos haciendo y qué emociones y pensamientos nos llevan a hacerlo.
Hulk se va solo con su bolsito
Hace unos años participé de una Academia de Rugby, adonde venían entrenadores profesionales con largo recorrido. Eran de Nueva Zelanda, Australia e Inglaterra, y mi trabajo era hacerles de intérprete para una audiencia de veinte entrenadores absolutamente amateurs en una capacitación de una semana con jornadas de nueve a diez horas. Esa semana aprendí mucho sobre biomecánica con Mick Byrne, y sus ideas me orientaron hacia otros caminos. En esa época, quería dedicarme a ser entrenador de destrezas de rugby. La biomecánica aplicada a la ejecución de movimientos de rugby tenía mucho sentido, pero más sentido le daba a algo que venía sospechando e investigando que iba más allá del deporte. Era el poder moverse con eficiencia y sin fuerza como una forma de reeducar el sistema nervioso. Hoy lo puedo expresar en palabras, pero en ese entonces era simplemente una intuición.
En la Academia había diferentes módulos de formación como entrenador, cada uno desarrollado de manera muy didáctica por Brian Ashton (histórico entrenador de Bath Rugby, head coach de Irlanda y luego de Inglaterra, que fue subcampeón del mundo en 2007). Un inglés que constantemente invitaba a los participantes del curso a desafiar lo establecido, a dejar de copiar y pegar, a ser auténticos.
Además de cumplir el rol de intérprete, otra parte de mi trabajo era acompañar a Murray Mexted, un ex All Black de los años setenta y ochenta y creador de la Academia, en su segmento de capacitación en lo que él llamaba fortaleza mental. Cada tanto, entre un módulo y otro, Mexted apelaba a la golosina que quieren comer los fanáticos, contaba historias suyas en los All Blacks. Sus cuentos me hacían sentir en la cantina de Rocky, hablando del pasado, y me daba la impresión de que Murray los contaba porque no confiaba en su propia capacidad para transmitir. Su método de fortaleza mental era bastante dudoso. Por empezar, el título Fortaleza Mental me generaba sospechas. Todo lo que entra en el pensamiento, según él, hay que expulsarlo. “Push it, push it”, decía. No había método, sino repetir esto afirmando que así lo habían hecho los All Blacks, que siempre fueron tipos duros difíciles de vencer. Para darle más sustento a su idea, pasaba un video de exjugadores que decían que la fortaleza mental era importante. OK, nos quedó claro. Era un enorme bol lleno de una creencia que había que masticar y tragar: la creencia de que, si sos vulnerable, no vas a triunfar; la creencia de que los hombres son duros y fuertes. La creencia disfrazada de algo sobre lo que hoy se habla, que es el entrenamiento mental, pero entendida como no cambiar nada, no aprender de nada sino mantenerse inflexible. En contrapartida, el de Brian Ashton era el entrenamiento mental más simple y más profundo. Era una invitación, no una imposición. Eran preguntas, algunas incómodas, para salir de lo conocido. No solo se parecía a Yoda, el maestro Jedi que guía a Luke Skywalker al lado luminoso de la fuerza, sino que hablaba de lo mismo.
A veces me acuerdo de cuando jugaba rugby y me parece otra vida. Veo muy lejano el hecho de tener que exponerse al dolor, de incluso aprender a ignorarlo. Dejé de jugar a los veintinueve años por diversas razones. Una de ellas era cuidar el cuerpo. Lo que veo de quienes dejan el deporte, no importa cual, es dolor constante y resignación ante este hecho. En su autobiografía Rafa. Mi historia, Rafael Nadal dice que el deporte es sano… cuando se lo practica en forma amateur. El deporte profesional no es para nada sano, agrega. Lo único que se hace es exprimir el cuerpo al máximo y convivir con el dolor hasta llegar a situaciones insólitas como infiltrarse para no sentirlo, o al menos disminuirlo a la hora del partido, lo que puede traer un cúmulo de consecuencias negativas, invisibles durante la carrera, muy visibles tras el retiro, como artrosis o fallas importantes en la mecánica corporal, la fuerza, el desplazamiento y el equilibrio. Están los que se olvidan de su cuerpo, lo dejan en lo que creen la línea de meta del retiro. Están también los que no saben cómo canalizar toda esa energía que trae competir, eso que se transformó en una obsesión. El dolor naturalizado y el cuerpo como un simple puente para satisfacer ciertas necesidades. Cambió el rol, pero el cerebro sigue necesitando esa sensación. Somos adictos a sensaciones, las buscamos de todas las formas posibles. En esa búsqueda de sensaciones nos volvemos inflexibles. Yo no sabía cómo hacerlo, ni siquiera podía darme cuenta de que seguía buscando esa sensación que da el resultado. Me entrenaba desaforadamente y quedaba exhausto para sentir que había hecho algo. ¿Había hecho algo? ¿Había estado ahí o simplemente repetía viejos patrones de conducta sin darme cuenta? Quería sentir el cuerpo fuerte, el cuerpo que ganaba partidos. No importaba cómo lo iba a hacer, no importaban los pensamientos. Fuera, push it, push it. Mente inflexible, personalidad dura. ¿Aprendizaje?
[…]
I’ll climb all the mountains
Because it’s you again
I can’t live without it
The pleasure and the pain
[…]
Voy a escalar todas las montañas
Porque eres tú de nuevo
No puedo vivir sin
El placer y el dolor
The pleasure and the pain, Lenny Kravitz
El placer y el dolor son sensaciones que genera el cerebro ante diferentes estímulos. Son inevitables, como los pensamientos. Un amigo que fue adicto a las drogas me contó después de un largo proceso de rehabilitación que lo más fácil de dejar son las drogas, pero lo difícil son las sensaciones y emociones a las que somos adictas las personas. La culpa, la ira, la angustia, la preocupación son emociones y sensaciones a las que a veces nos volvemos adictos porque solo sabemos responder de esa manera ante los estímulos. Estamos condicionados como el perro de Pávlov. En casa, cuando las gatas escuchan un ruido de bolsa empiezan a maullar y se van al lugar donde les dejamos la comida, sin importar que tengan hambre o no. No somos tan distintos; buscamos esa sensación que nos da placer y dolor cuando escuchamos el ruidito de la satisfacción, corriendo con la pelota, ganando carreras sin importar que el cuerpo quede hecho polvo. Aprendemos como si nos enseñase Pávlov.
En el rugby, un juego duro y de choque, hay una creencia muy grande, y es la de que hay que tener un cuerpo de hierro. El hierro es un material inflexible. La inflexibilidad no permite cambios ni variaciones, no permite movimiento. Para mí, ser fuerte, grande e invencible era primordial. Estar aferrado a un ideal implica una idea rígida e inflexible. Miro videos de cómo jugaba y veo un cuerpo duro, muy distinto al que siento tener ahora. Mi entrenamiento no tenía posibilidades de aprendizaje. Solo se trataba de seguir una rutina para ser ese cuerpo de hierro. Nos enseñan, nos inculcan, como si fuéramos animales de feedlot nos meten con cuchara que hay que ser un héroe. No hay posibilidad de cuestionar ni de investigar. Push it, sacalo. Quedamos formateados con una idea fija de cómo deben ser las cosas, que se traduce directamente en nuestro estado corporal y eso influye en la acción. Tal vez venga de un mito muy mal comprendido sobre la heroicidad. En nuestra cultura existe lo que yo llamo el Héroe de Hierro, que es el que sobresale por encima del resto, el que lucha incansablemente, el que no se detiene por la tristeza o ni siquiera la siente. A los codazos, el héroe se abre paso para subir la montaña y clavar su bandera, para subir a las redes sociales los kilómetros ganados a fuerza de maratones, los pesos levantados en fotos de Instagram para subir al podio de los me gusta, a las tapas de revistas con medallas colgadas por campeonatos obtenidos. Eso es ser un héroe según nuestra cultura. Ser un héroe de hierro es ser alguien que no sufre, que pone su cuerpo para sacrificio a los dioses. No hay tiempo para descansar, no hay tiempo para relajarse. La acumulación de objetivos logrados, a veces a costa del extremo cansancio, es el código de conducta. Nos obsesiona exponernos a situaciones a veces ridículamente adversas. ¿Hace falta correr supermaratones para conocerse? Batman vivía solo en su baticueva y dependía totalmente de su mayordomo. Superman solo podía ser destruido por la criptonita, un material que ni siquiera existe y vivía esperando la aprobación por ir salvando a la gente. Spider-Man no se podía permitir enamorarse para preservar su identidad y Bruce Banner (el alter ego del Increíble Hulk) se iba solo con su bolsito a esconderse por ahí.
La pausa entre el estímulo y la respuesta
El mito dice que Buda era un príncipe a quien le escondían el sufrimiento del mundo. Estaba en el palacio, probablemente bastante cómodo, y había recibido su adoctrinamiento pavloviano, sin que este existiera incluso, para funcionar de manera automática. Cuando salió del palacio conoció la vejez, la enfermedad y la muerte. Esto lo sorprendió y quiso saber más. Investigó. Vio qué era la vida real. Este descubrimiento lo llevó a buscar respuestas sobre sí mismo. Probó varios caminos. Eran caminos de otros. Descubrió que en la vida hay sufrimiento y que ese sufrimiento está en la mente. El sufrimiento es el apego a la idea de que las cosas deben ser de una manera y no poder verlas de otra. Si ese sufrimiento no es reconocido, genera más sufrimiento: angustia, ansiedad, enojo, envidia. En el fondo es miedo. El miedo es un hábito que toma muchas formas.
El mindfulness, nombre que se le dio en Occidente al Vipassana, es una práctica muy antigua. Surgió en Birmania hace 2500 años por lo menos. Es lo que hoy se puede llamar una práctica de neurociencias contemplativas. Es un método de investigación que consiste en la observación y no en la aceptación de una idea o doctrina. Uno de los primeros que la utilizó con resultados concretos fue Buda. Daniel Siegel, doctor en Medicina por la Universidad de Harvard, dice en su libro Mindsight que el mindfulness es “una forma de actividad mental que enseña a la mente a que sea consciente de la conciencia misma y que preste atención a su propia intención”. Además, agrega que según los investigadores del campo científico la práctica “exige prestar atención al momento presente con una actitud que no enjuicia ni es reactiva”. La ciencia ha comprobado que con práctica sostenida se fortalece la corteza prefrontal, encargada entre otras cosas de la toma de decisiones y la regulación emocional.
Este proceso de autoobservación incluye pensamientos, sensaciones, emociones y acciones. Ser un observador requiere de mucha atención momento a momento. Con la determinación del que quiere aprender, Buda se sentaba a observar el proceso de su mente y veía que esta tenía una tendencia a querer que las cosas fueran de una manera determinada y condicionada. Estamos condicionados por lo que aprendimos, por lo que vivimos, por nuestra cultura. Tenemos un lente por el cual vemos el mundo y nos formamos ideas fijas de cómo debería ser. Vipassana significa ver las cosas tal cual son, ver el lente por el cual vemos el mundo, que muchas veces nos limita. Al cerebro le llegan estímulos y constantemente reacciona emitiendo juicios al respecto en base a lo que conoce. Pero hay un espacio entre el estímulo y la respuesta donde podemos elegir nuestra acción. Esa es la libertad más grande. Es una capacidad innata en todos los humanos. Todos tenemos la capacidad de darnos cuenta y reflexionar acerca de lo que estamos haciendo, de lo que estamos pensando y sintiendo.
[…]
El índice vertical entre la boca y la nariz
El eco en la catedral
La brisa en la enredadera
Entremos en el sonido hasta el penúltimo matiz
Hagámosle caso al gesto de la foto de la enfermera
Y cuando el ruido vuelva a saturar la antena
Y una sirena rompa la noche, inclemente
No encontraremos nada más pertinente
Que decirle a la mente
Detente
[…]
Silencio, Jorge Drexler
Durante un tiempo tuve una idea preestablecida de lo que era meditar y lo que era el mindfulness. Mi idea era que en algún momento se llega a un lugar de tanto sentarse en silencio. Reeducar la mente es un proceso muy largo. Y cuando empecé más bien era a la fuerza, un poco como había aprendido en el rugby. Es algo tan cultural, que no nos damos cuenta de lo duros que somos con nosotros mismos. Cerca de mi casa hace muchos años había un lugar donde enseñaban karate y daban meditación zen. Me anoté y quien daba la clase era Horacio Higa, un señor grande de setenta y siete años, hijo de japoneses, nacido en Argentina. La imagen perfecta del señor Miyagi del conurbano. Quienes iban se dirigían a él como Sensei. Sensei esto, Sensei aquello. Les gustaba —me incluyo entre ellos— ir a un lugar que sintieran medio sagrado y tener un maestro anciano. Los practicantes más avanzados entraban al dojo, un cuadrilátero de piso de madera, con algunas maderas sueltas y una foto de un japonés sobre la pared que estaba haciendo una reverencia solemne. Si tenían que ir al baño en el medio de la clase, le hacían reverencia al Sensei, que respondía con un manotazo al aire como si no le importara. De hecho, cuando él iba al baño en medio de la clase salía sin hacer reverencia alguna. Solo se ponía sus ojotas y listo.
Los sábados se practicaba kinhin, que es un breve retiro zen donde se medita sentado durante cuarenta y cinco minutos, luego se camina durante cinco y después se hace otra meditación sentado durante cuarenta y cinco minutos. Eso empezaba a las siete de la mañana. La primera vez que fui, estábamos el Sensei Horacio y yo. Llegué y copié lo que había visto las veces que se hacía durante la meditación zazen en la semana, antes de la clase. Cada uno caminaba en líneas rectas, saludaba al almohadón y luego inclinaba la cabeza hacia adelante antes de tomar la postura. Nunca supe bien por qué lo de las líneas rectas. Sí aprendí que quedarse quieto es muy interesante porque uno empieza a ver el movimiento del pensamiento. Hay una relación entre el pensamiento, las sensaciones físicas, las emociones y las acciones. Sentado en quietud es que uno puede domar la mente, pero si no hay paciencia ni práctica, sentarse mucho tiempo también puede empeorar las cosas. Me pasó lo segundo. Todavía tenía un cuerpo de jugador de rugby, mis caderas estaban bastante rígidas, mi columna también. En la primera sentada, supongo que alrededor del minuto 37, estaba a punto de llorar del dolor. Un minuto más tarde creí que podía matar, tuve los pensamientos más terribles, me hice millones de preguntas: ¿por qué estoy acá?, ¿por qué me meto en estas cosas?, ¿qué hago un sábado a las siete de la mañana solo con un señor casi desconocido que se queda callado, impasible y sereno? Y otro tipo de preguntas que no hacían más que acrecentar la incomod...

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