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Radicalizar la democracia: propuestas para una refundación
- 196 páginas
- Spanish
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Radicalizar la democracia: propuestas para una refundación
Descripción del libro
La democracia ha quedado atrapada en el principio de representación, es pensada únicamente a través de dicho principio y se ha convertido en su prisionera.
También está atrapada en el mercado, que le impone sus leyes hasta llegar a situaciones caricaturescas, como es el caso en la actualidad.
Sin embargo, a pesar del renovado auge de los populismos, de la desconfianza de los ciudadanos frente a los representantes elegidos por ellos, y de la aparente indiferencia política, la idea democrática vive en los barrios, en las ciudades, en las escuelas y en las empresas, en forma de colectivos informales de ciudadanos que asumen directamente las cuestiones que les preocupan y participan en los grandes debates de sociedad.
Estas experiencias manifiestan una forma nueva de democracia que aún no ha sido nombrada. La forma anterior, aun presente, se llamaba democracia representativa o democracia electoral; la que está emergiendo duda entre llamarse democracia de opinión, democracia del público o democracia participativa. Otro nombre posible es el de democracia continua, como propone Dominique Rousseau en este libro, donde defiende los principios y las implicaciones de una profunda reforma institucional que refleje el carácter vivo y concreto del ejercicio de la democracia.
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Categoría
PolitiqueSEGUNDA PARTE
LAS INSTITUCIONES DE LA DEMOCRACIA CONTINUA
LAS INSTITUCIONES DE LA DEMOCRACIA CONTINUA
La cuestión de las instituciones siempre conduce a reflexionar sobre el modo de fabricación de la voluntad general, las modalidades a través de las cuales una sociedad define el bien común. El sistema institucional de la democracia representativa fue construido en el siglo XIX, dentro de un espíritu y una lógica bonapartistas. En la democracia continua, el interés general se construye mediante un régimen competitivo en el cual participan las instituciones de la generalidad democrática (cap. 4), las instituciones de la reflexividad democrática (cap. 5) y las instituciones del gobierno democrático (cap. 6).
4. LAS INSTITUCIONES DE LA GENERALIDAD DEMOCRÁTICA
En la búsqueda del medio más democrático para expresar la voluntad general, el referendo se impone como el más evidente. Evidencia discutible, sí, pero que se basa en el sentido común y se consolida gracias al razonamiento jurídico. Sin embargo, el referendo no es el instrumento de la democracia continua; esta prefiere el reconocimiento de una asamblea social deliberativa y la institucionalización de las convenciones de ciudadanos elegidos por sorteo.
CONTRA EL REFERENDO, ACTO DE ACLAMACIÓN
La fuerza inmediata de la sonada afirmación según la cual “un demócrata no puede rechazar la idea del referendo, que es la expresión directa de la voluntad del pueblo”1 fue, en efecto, validada por el Consejo Constitucional con su decisión del 6 de noviembre de 1962, según la cual se rehúsa a controlar las leyes adoptadas por el pueblo precisamente por ser la expresión directa de su voluntad. En la cima de la jerarquía de los valores constitucionales se encuentra la democracia directa, aquella en la que el pueblo decide por sí mismo lo que es bueno para la ciudad; le siguen la democracia semidirecta y, en el nivel más bajo, la democracia representativa. Instituir o generalizar el referendo sería, por lo tanto, abrir la vía hacia una construcción democrática del interés general.
De hecho, el uso del referendo se ha expandido. De acuerdo con los estudios coordinados por Butler y Ranney, más de mil referendos han tenido lugar en el mundo desde 1793, con un fuerte incremento después de la Segunda Guerra Mundial como consecuencia del fenómeno de la multiplicación del número de Estados. Es de anotar que solo en Suiza se registra casi la mitad del total de referendos realizados en el mundo. Ese país, por ejemplo, por una iniciativa popular –que lideró la Unión Democrática del Centro, presidida por Christoph Blocher– prohibió en 2009 la construcción de minaretes; en 2010, decidió la expulsión de los criminales extranjeros; y el 9 de febrero de 2014 restableció el control de la inmigración mediante un sistema de cuotas. Otros referendos importantes tuvieron lugar ese mismo año en países como Italia y Escocia, donde el 18 de septiembre de 2014 se votó para decidir si ese país seguiría siendo parte o no del Reino Unido; en Nueva Caledonia, por su parte, se acordó decidir por referendo el futuro institucional de la isla. En Francia también ha avanzado la idea del referendo. Desde 1793, fecha del primer referendo, realizado para ratificar la Constitución del año I, han tenido lugar veintidós referendos, nueve de ellos durante la Quinta República. Este hecho podría ser una muestra convincente del profundo carácter democrático del sistema político francés actual; también lo es que todas las revisiones constitucionales, tanto la de 1995 como la de 2008, hayan tenido por objeto ampliar el campo del referendo y “democratizar” su procedimiento. En efecto, en 1958 la iniciativa del referendo había sido limitada al Gobierno y a las dos asambleas actuando en conjunto; desde la revisión de 1995, cuando la iniciativa del referendo es gubernamental, debe obligatoriamente ser objeto de una declaración ante cada asamblea, tras la cual se abre un debate (pero no una votación, salvo que se haya presentado una moción de censura). Y, sobre todo, la revisión de julio de 2008 agregó el referendo de iniciativa compartida; desde entonces, una quinta parte de los parlamentarios –o sea, 185– respaldada por una décima parte del cuerpo electoral –o sea, 4,5 millones– puede proponer un referendo dentro del marco de lo definido en el artículo 11 de la Constitución.
Si la idea referendaria ha tenido tanto éxito se debe a que fue inscrita en el discurso crítico del sistema representativo. En este último, no hay más canal para la expresión de la voluntad general que los representantes, cuyos actos no requieren de ratificación popular, pues se considera que la voluntad expresada por ellos es “como si emanara directamente de la Nación”2. En la década de 1930, bajo una Tercera República que llevó la exclusividad del principio representativo al extremo, comenzó a manifestarse un movimiento de reacción contra el absolutismo parlamentario como un reflejo del que tiempo atrás se había manifestado en contra del absolutismo monárquico: no se pretendía destruir la democracia representativa ni tampoco instaurar la democracia directa del modelo de 1793, sino reducir, limitar y contener la supremacía parlamentaria mediante el otorgamiento de un lugar, una función y una participación directa del pueblo en el poder público. Y el medio privilegiado que propone Carré de Malberg, así como también Barthélemy, Burdeau, Tardieu y otros, para mantener a raya el poder del Parlamento es el referendo:
Junto con el Parlamento –sugiere Carré de Malberg–, los ciudadanos serían admitidos en el ejercicio del poder legislativo, en toda su plenitud, por la vía de la iniciativa popular. Por otra parte, las decisiones de las cámaras ya no poseerían el carácter y la fuerza de decisiones soberanas; solo adquirirían su virtud definitiva cuando hubieren sido ratificadas, de manera expresa o tácita, por una votación popular o por la ausencia de una solicitud de referendo.3
El planteamiento es claro: no suprimir la función de representación del Parlamento, sino someter el ejercicio de su poder representativo a la reserva de su aprobación, de su ratificación, por parte del pueblo. Literalmente, ad referendum.
Según estos autores, el referendo, lejos de ser incompatible con el régimen parlamentario4, aporta a la democracia representativa una legitimidad adicional, puesto que, al abrirse a la participación directa de los ciudadanos, contribuye a fortalecer la adhesión del pueblo a las instituciones de la representación. De este modo, en el seno del sistema representativo, el referendo cumpliría varias funciones positivas. En primer lugar, una función cívica5, pues lleva a los ciudadanos a tomar conciencia de su responsabilidad en la determinación de la política de su país. Podrían haber cumplido esta función: el referendo del 8 de enero de 1961, sobre la autodeterminación argelina, en el cual el general De Gaulle preguntó a los franceses si aprobaban o no un cambio radical de política con respecto a Argelia; el referendo del 8 de abril de 1962, en el cual preguntó al pueblo francés si validaba o no los acuerdos de Evián, que daban paso a la independencia de Argelia; y el referendo del 20 de septiembre de 1992, en el cual François Mitterrand pidió a los ciudadanos franceses decidir sobre la adopción del euro y el abandono del franco. En el mismo espíritu de esta primera función, el referendo también tendría, según estos autores, una función pedagógica, pues la campaña referendaria suscita debates, controversias y discusiones que favorecen el interés de los ciudadanos por la cosa pública y su comprensión de los retos políticos. Además de los referendos mencionados, que permitieron un gran debate “popular” sobre la política colonial de Francia (1961 y 1962) y sobre su política europea (1992), podrían haber cumplido esta función pedagógica: el referendo del 28 de octubre de 1962, sobre la elección del presidente de la República por sufragio universal y, por lo tanto, sobre el equilibrio de los poderes; y, sobre todo, el referendo del 29 de mayo de 2005, para ratificar el proyecto de la Constitución europea, que actuó como un ciclo de enseñanza acelerado sobre el estado y el futuro de Europa que apasionó a los franceses. El referendo podría tener incluso una función propiamente política, en la medida en que es un instrumento útil en caso de crisis o bloqueo del sistema representativo. Así lo concebía el general De Gaulle, quien para salir de la crisis política de Mayo de 1968 propuso recurrir al referendo6; o Nicolas Sarkozy, quien en febrero de 2012 prometió que, de ser reelegido, promovería la democracia directa mediante la organización de referendos cada vez que las instituciones de la democracia representativa –Parlamento, sindicatos, asociaciones, etc.– “bloquearan” las reformas. Por último, la sola presencia del referendo en el dispositivo constitucional representativo tiene una función moderadora, en la medida en que los representantes, de manera preventiva, intentarían integrar en su política legislativa las solicitudes, expectativas y exigencias de los ciudadanos, con lo cual podrían evitar bien la organización de un referendo, bien la desaprobación del pueblo con respecto a su gestión. Mediante estas funciones, el referendo “democratizaría” la democracia representativa. Sin lugar a duda, esta idea dio origen tanto a la revisión constitucional de 1995 –que amplió la posibilidad de consultar directamente al pueblo sobre las cuestiones relativas a la política económica, social y ambiental del país– como, en particular, a la de julio de 2008, inspirada en las reflexiones del comité Balladur, que proponía asociar a los ciudadanos al proceso referendario en una preocupación explícita por la “democratización de las instituciones, que implica una ampliación del campo de la democracia”7.
Esta idea de un sistema representativo moderado por el referendo es atractiva pero discutible, por ejemplo, a la luz de la interrogación filosófica y política provocada por el modo institucional de “tratamiento” del matrimonio entre personas del mismo sexo. En Croacia, la asociación “En nombre de la familia” radicó en mayo de 2013 una petición en la cual solicitaba la celebración de un referendo con el propósito de inscribir en la Constitución el principio según el cual el matrimonio no puede celebrarse sino entre un hombre y una mujer. Como esta petición había sido respaldada con más de 750 000 firmas, que representaban más de la décima parte del cuerpo electoral croata, el Parlamento tenía la obligación de organizar el referendo, en virtud del artículo 87 de la Constitución. Este tuvo lugar el 1.º de diciembre de 2013 y el 66 % de los electores croatas votó a favor de la enmienda constitucional para prohibir el matrimonio homosexual8. En Francia, por esa misma época, la asociación “La manif pour tous” (“la manifestación para todos”), respaldada por una petición firmada por 700 000 personas y presentada ante el Consejo Económico, Social y Medioambiental, pidió la realización de un referendo en contra de la cuestión del “matrimonio para todos”. Dado que la Constitución francesa no obliga a los poderes públicos a organizar referendos, el Gobierno decidió que este asunto era de competencia del Parlamento; este último, el 17 de mayo de 2013, adoptó la ley por la cual se autoriza el matrimonio homosexual. En Brasil, el Consejo Nacional de Justicia, dirigido por el presidente del Tribunal Supremo, decidió por catorce votos contra uno que el artículo 226 de la Constitución brasileña, bajo el cual solo se les otorga la protección del Estado a las uniones entre un hombre y una mujer, es contrario al principio de igualdad y, en consecuencia, autorizó a los alcaldes para celebrar matrimonios entre personas del mismo sexo.
Croacia: referendo. Francia: Parlamento. Brasil: juez. Si el criterio de evaluación es la idea según la cual “un demócrata no puede rechazar la idea del referendo, que es la expresión directa de la voluntad del pueblo”, hay una respuesta clara: Croacia es el país más democrático y Brasil, el menos; la prohibición del matrimonio homosexual en Croacia es una decisión democrática y su autorización en Brasil no lo es. Sin embargo, con independencia de su posición personal sobre el matrimonio igualitario, esta respuesta produce cierto sinsabor: el juez brasileño fundamentó su decisión en un principio eminentemente democrático, como es el principio de igualdad, lo cual podría justificar que su decisión fuese calificada de “democrática”, mientras que el pueblo croata tomó una decisión discriminatoria basada en la orientación sexual, lo cual la hace contraria al principio de igualdad y, por lo tanto, no democrática. Así pues, el instrumento referendario podría ser “menos democrático” que el jurisdiccional, y hasta podría ser considerado el instrumento de la pérdida de la democracia.
No hay duda: frente a las experiencias croata, francesa y brasileña no queda sino sumergirse en las palabras “referendo” y “democracia”, y plantear como hipótesis de reflexión por lo menos la del equívoco referendario. En primer lugar, porque la palabra “referendo” abarca varios significados y las diferencias entre uno y otro implican consecuencias importantes sobre el alcance real de la participación directa del pueblo en la elaboración de los textos que organizan la vida en común. Este alcance varía de acuerdo con el objeto del referendo y se puede prever para todos los actos de la vida del Estado –Constitución, leyes, tratados internacionales y decretos– o solo para algunos. En Italia y en Dinamarca, por ejemplo, las leyes de finanzas no pueden ser sometidas al voto popular. En Francia, la Constitución de 1958 limitaba el campo referendario a dos categorías de leyes: las relativas a la organización de los poderes públicos (1962) y las que autorizan la ratificación de tratados internacionales que puedan incidir en el funcionamiento de las instituciones (1972). Una revisión de la Constitución, iniciada por Jacques Chirac en 1995, amplió este campo a las leyes relativas a la política económica, social y ambiental de la nación, y a los servicios públicos que contribuyen a dicha política9. El alcance real de la participación directa del pueblo también varía con el modo del referendo, que puede ser opcional u obligatorio. En Francia, por ejemplo, un referendo para ratificar una revisión de la Constitución es opcional si la revisión ha sido hecha por iniciativa del Gobierno, pero es obligatorio si ha sido hecha por iniciativa parlamentaria (artículo 89). Asimismo, el alcance varía según el procedimiento del referendo, que puede ser propuesto por los propios ciudadanos (Italia, Suiza), por el Parlamento (Austria, Dinamarca, Italia, Francia), por el Gobierno (Francia) o por una combinación de actores (en Francia, parlamentarios-ciudadanos-jueces constitucionales, desde la revisión de 2008). Por último, el alcance varía también con la naturaleza del referendo, que puede ser solo consultivo (Noruega, Suecia, Reino Unido) o decisorio (Austria, Suiza, Italia, Francia). En otras palabras, incluso suponiendo que sea el instrumento moderador del sistema representativo, el referendo no garantiza una participación general, obligatoria y deliberativa del pueblo en la gestión de los asuntos públicos, ya que su intervención directa puede ser excluida para ciertos actos –los impuestos o los tratados internacionales, por ejemplo– o no tener consecuencia alguna de tipo decisorio.
En segundo lugar, porque no se debe olvidar que el referendo se realiza mediante el acto de votar. Esta precisión, en apariencia banal, se reviste de una importancia analítica particular cuando se conecta con el planteamiento frecuente según el cual la finalidad del referendo sería “dar la palabra al pueblo”. Sin embargo, lo que se le da al pueblo con el referendo no es la palabra, sino el voto; y el voto, aun el referendario, es más un acto de aclamación que de participación. Salvo cuando la iniciativa es suya, el ciudadano no tiene participación en la escogencia de la pregunta, su elaboración y formulación; el ciudadano simplemente ha sido invitado por otras instituciones –la presidencia, el parlamento– a ratificar o no con su voto un texto que él no ha redactado. Del mismo modo, una vez ha expresado su voto, el ciudadano es desposeído del resultado, en la medida en que no tiene ningún control sobre la significación política ni sobre el alcance normativo del voto, los cuales serán “fabricados” por las instituciones de la representación, partidos políticos, asambleas parlamentarias o el gobierno. Así, por ejemplo, en 2005 el pueblo francés fue desposeído de la interpretación de la victoria del “no” en el referendo sobre la ratificación de la Constitución europea por las instituciones de la representación, las cuales consideraron que, a pesar del resultado de esa votación, podían retomar el texto en forma de tratado, el Tratado de Lisboa10, y hacerlo ratificar por el Parlamento en 2008. El 9 de febrero de 2014, el pueblo suizo votó “sí” a la pregunta “¿Acepta usted la iniciativa popular ‘Contra la inmigración masiva’?”. Pero el voto no ofrecía ninguna respuesta sobre la aplicación de este principio y la Constitución transfirió al Consejo Federal la responsabilidad de decidir, en un plazo de tres años, sobre las reglas relativas a los extranjeros autorizados para trabajar en Suiza y las modalidades de su aplicación. Este traslado a las instituciones representativas y el plazo tan largo llevaron a algunos responsables europeos y suizos a pensar que el Consejo Federal sabría encontrar los medios jurídicos para atenuar el alcance normativo del voto referendario.
Imposible instrumento de moderación del sistema representativo, el referendo tampoco puede ser el instrumento de la democracia directa, por la simple razón de que esta no se cumple por el voto referendario, sino por la presencia física de los ciudadanos en un mismo lugar para proponer, discutir, enmendar y aprobar las leyes en el sentido general del término. En efecto, de repasar la democracia ateniense y los escritos de Rousseau, quien la cita con frecuencia en sus reflexiones, se deduce que la expresión de la voluntad del pueblo puede ser calificada de “directa” si y solo si todos los ciudadanos están físicamente presentes –por lo tanto, no representados– en una plaza pública o en una asamblea para deliberar sobre las leyes. La traducción doctrinal más cercana a esta concepción se encuentra en los escritos de Victor Considérant11 y Moritz Rittinghausen12. Este último rechazaba la idea del referendo y prefería un sistema en el que los ciudadanos se reunieran en asambleas de mil miembros, discutieran sobre principios legislativos alternativos con respecto a cada tema, así como sobre las modalidades de su aplicación, escogieran uno de dichos principios e informaran su decisión ante una comisión nacional. Esta comisión redactaría la ley definitiva después de haber recibido los informes de todas las asambleas13.
Pensándolo bien, plantear al pueblo como legislador directo conduce a un sistema político de fusión de los cuerpos, incompatible con el principio de separación constitutivo de la democracia continua. En efecto, no es posible controlar la voluntad del pueblo expresada de forma directa y su responsabilidad no puede ser declarada, puesto que no hay un cuerpo ante el cual sus leyes deban ser sometidas. Si tal cuerpo existiese, el pueblo estaría siendo controlado; por lo tanto, ya no sería soberano y la democracia ya no sería directa. Esta imposibilidad teórica y práctica de un control y una responsabilidad dentro del marco de la democracia directa arrastra de manera inevitable al sistema político hacia una tiranía del número que, como escribía Cicerón, “es aún más monstruosa que la tiranía de un solo individuo, ya que toma la apariencia y el nombre de pueblo”14. Así se explica la controversia doctrinal entre Capitant15, quien considera a Rousseau el “padre de la democracia directa”, y Duguit16, quien lo considera el “padre del absolutismo”. En efecto, para Rousseau la voluntad general es justa, porque es debatida en las asambleas del pueblo, ya que este no puede “ser injusto consigo mismo” y, por lo tanto, “cualquiera que rehúse obedecer la voluntad general [será] obligado a ello por todo el cuerpo, lo que no significa otra cosa sino que se le forzará a ser libre”. O también:
Cuando se propone una ley en la asamblea popular, […] cada cual, al dar su voto, dice s...
Índice
- Cubierta
- Portadilla
- Portada
- Créditos
- Contenido
- Prólogo
- Introducción
- Primera parte : Los principios de la democracia continua
- Segunda parte : Las instituciones de la democracia continua
- Conclusión
- Notas al pie
- ContraCubierta