
- 91 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Confesiones de un pianista
Descripción del libro
Notas de diarios, cartas, pensamientos, descripciones sirven al joven Justo Sierra para contarnos la vida de Antonio, un joven músico que abandona su lugar de origen en la costa para trasladarse a la Ciudad de México y terminar su formación musical para dedicarse a la composición. En ese empeño, el protagonista avanza en su arte y se adentra al núcelo de la vida social y cultural del México de mediados del siglo XIX. Inteligencia, agudeza y gracia caracterizan a este relato que revela otra faceta.
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Información
Año
2018ISBN del libro electrónico
9786070260995Categoría
LiteraturaCategoría
Colecciones literariasConfesiones de un pianista
I
SEGUÍA EDUARDO MUY GRAVE; LA TISIS, BASTANTE FRECUENTE ENTRE LOS JÓVENES DE LA COSTA, IBA CONSUMIENDO AQUEL cuerpo casi diáfano ya, y los médicos habían dicho a la familia que era preciso disponerlo.
Los incidentes todos de aquel día están grabados en mi memoria.
Yo no había abandonado el lecho de mi amigo, de mi hermano, durante los días penosos del mal; todos sus parientes me trataban con gran cariño, y siempre que el padre de Eduardo venía a la ciudad, de vuelta de su hacienda, tenía palabras afectuosas y alentadoras para mí. Me veían como un hijo de la casa.
Mi pobrecita tía Victoria estaba orgullosa con las atenciones que me prodigaban aquellos ricos; y yo, que no tenía otra madre que ella, procuraba atraerme la distinción de las personas honradas, porque así proporcionaba algunos momentos de placer a aquella criatura angelical, que había sido mi providencia sobre la tierra.
Mi tía Victoria me había recogido del lado de dos ataúdes en el cólera del 55. Tenía yo entonces diez años, y no comprendí la pérdida de mis padres; pero los sentí tanto, que una fiebre me llevó a orillas de la tumba. Antes de aquella enfermedad me creían un poco idiota; pero, según contaban, desde mi convalecencia mi razón se encontró libre de las trabas que la naturaleza tardía había olvidado en la cuna de mi alma. Crecí en el trabajo y las privaciones (mi nueva madre vivía de un montepío militar); en cinco años me hallé en disposición de ayudar a mi ángel bueno, y no podré olvidar nunca la indefinible emoción que experimenté la noche que por vez primera (hora bendita de mi juventud) puse en aquellas manos, ya arrugadas, pero blancas aún y finas, el producto de mis primeras lecciones de música.
Luisa y mi tía estaban cosiendo junto a la mesa del comedor. La lámpara con su velador, en que yo había pintado unas flores; el sillón de cuero, con clavos de cobre, en que mi tío el coronel, gravemente herido en Veracruz por los "yankees", había expirado; la cabeza pálida y delicada de Luisa, levemente inclinada sobre su labor (Luisa era la única hija de mi buena tía); los ojos de aquella santa anciana fijándose en mí con una expresión de indecible ternura, mientras los de su hija buscaban tímidamente los míos. Todo aquel cuadro: el san Antonio colgado en la pared, el trozo de hielo envuelto en un paño de lana, para enfriar mi agua durante la cena, y el pobre Azor, flaco, amarillo y raquítico, jugando por entre mis piernas, todo lo recuerdo. Besé a mi tía en la frente, le di la onza americana y me puse de rodillas. Aquello significaba para mí la aceptación de un deber sagrado; significaba para ella el momento en que el pobre huérfano desvalido se hacía hombre, se encontraba armado para entrar en la lucha del mundo, y su ofrecimiento a mi pobrecita madre agonizante había sido cumplido. Sentí sus manos trémulas apoyarse en mi tempestuosa cabellera, y le oí murmurar una bendición entrecortada por las lágrimas. Soñé esa noche con el espíritu de mi madre.
Pocos días después, las dos tumbas tenían una pequeña losa de piedra con los nombres de mis padres, muy limpia y muy bonita. Nos llevó a verla mi tía, después de una misa que se dijo en la capilla del Cristo por aquellos dos muertos tan queridos.
Dispuesto Eduardo a recibir el Viático, todos sus compañeros de colegio quisimos hallarnos presentes en la solemne ceremonia. La noche (estábamos en octubre) era lluviosa y fría. Una claridad pálida, monótona, igual, iluminaba débilmente las nubes que ocultaban a nuestros ojos el disco de la luna, antorcha pura del cielo de los hombres. Un sordo rumor que venía del negro horizonte denunciaba la agitación del mar. De vez en cuando, el silbido del viento, entrando por los quicios, o el desgarramiento de las nubes en grandes jirones de un gris cetrino, indicaba el paso del águila feroz del nordeste, como decía la Reim-Kennar de Walter Scott, llamando a los vientos boreales.
En la sala de la habitación estaba reunido un crecido número de personas; la puerta del cuarto del enfermo estaba abierta de par en par, y las velas de cera del pequeño altar erigido junto al lecho acababan de encenderse. El pobre Eduardo tenía una decidida afición por las flores y, como desahuciado, era preciso darle gusto; un diluvio de rosas y de lirios de la costa, rodeadas de sus espinas las unas, y balanceando los otros sus largos pétalos morados, inundaba la casa de intenso y delicioso perfume. La naturaleza, para Eduardo, como para todos los corazones delicados, era una vaga pero infinita personalidad, que vivía en nosotros y con nosotros, revelándonos su alma imperecedera en la aurora de los sueños de la juventud, en el medio día del pensamiento viril, en la plegaria serena de la vejez, esa tarde primaveral de la existencia humana. La sentía, la comprendía a veces, la admiraba siempre, y quería asociarla al momento supremo de su muerte, por medio de las flores y los perfumes, como si supiera que las lágrimas de los hombres, que entristecen al instante de la partida final, estarían compensadas por la serenidad adorable de aquellos otros seres a quienes iría a dar nuevo vigor su cuerpo, resolviéndose en los elementos de la vida inagotable de la naturaleza, para la que no tiene significado la palabra muerte.
Entre las fisonomías hondamente preocupadas de los asistentes, en pie sobre un elegantísimo zócalo sonreía la estatua de Ceres, ejemplar del Renacimiento, traída de Europa por el padre de Eduardo; trozo de nieve de Carrara, espiritualizado por el buril del genio, blanco como si se hubiera petrificado en la cantera de que fue arrancada la savia de leche de las azucenas, palpitante de vida hasta en su más débil relieve, fresco como una corola recién abierta, y casto y virginal como solamente lo es en la tierra el mármol, en el que pueden vivir unidos la materia y el ideal.
Ceres, la divinidad vencida por el sentimiento, la diosa pagana vencida por Jesucristo, de entre los frutos que hacía nacer de los campos, había escogido una rama de espina para coronar la frente del que hacía nacer del corazón el fruto bendito de las lágrimas; de entre los árboles con que cubrían los montes, había escogido uno para servir de patíbulo al que hacía de la pobreza una hija predilecta del cielo, y desde entonces las espinas habían cubierto sus altares abandonados, la flauta de Pan no resonaba ya en las selvas, y sobre su pedestal en ruinas se levantaba, enclavada sobre un madero de los montes amados de la Diosa, la figura de un agonizante que abría sus brazos sobre la pálida frente de Eduardo, como para enseñarle a soportar el dolor y a levantar el alma a Dios.
Yo estaba conmovido. Una extraña sobreexcitación dominaba mi sistema nervioso; el murmullo de las preces que recitaban junto al lecho del enfermo Luisa, mi tía y otras personas arrodilladas, y el eco sordo de la respiración calenturienta de Eduardo, el perfume de las flores y el olor peculiar de la habitación de un tísico, todo esto hería mis sentidos y provocaba en mí sensaciones que no podía analizar.
Cuando se presentó en la puerta el sacerdote con su pequeña capa blanca, recamada de flores de oro, rodeado de luces y de personas prosternadas, sentí no sé qué impresión para mí desconocida. El brillante marfil del piano me fascinaba, me parecía una faja luminosa en la que se movían siluetas fantásticas, creaciones sin duda de mi cerebro exaltado. Mi boca estaba seca y mis manos heladas.
No pude resistir. Dejeme caer sobre el taburete de pajilla y preludié maquinalmente el quinto nocturno de Leybach. Cerré los ojos, porque en el teclado, como si se reflejaran en un espejo, me parecía ver un enjambre de sombras, moviéndose a compás en derredor de mi cabeza. En el fondo de mi inteligencia se despertaba una vaga intuición de mi estado anormal y, sin darme cuenta de él precisamente, sentía una especie de terror de volverme loco.
Nadie percibía sin duda lo que por mí pasaba; sólo Luisa, cuya plegaria se oía cada vez más trémula y afanosa. No sé qué hubiera sido de mí si en aquel instante una voz solemne y pausada, llena de dulzura y de unción, no se hubiera levantado en la pieza del enfermo. Decía el sacerdote:
—Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum…
Todas las rodillas estaban en tierra; las frentes profundamente doblegadas; intensamente pálido y como dormido el enfermo, cobijado por la ternura suprema de la mirada de su padre; hasta las flores y las luces se inclinaban al suelo.
El sacerdote, descollando como un árbol secular entre las espigas dobladas por el viento, levantose por sobre los fieles con toda la altura de su misión sublime, erguida y serena la pensativa frente despojada de cabellos que en largos rizos blancos tocaban casi sus espaldas; triste ante aquella planta que se iba a secar en la hora más radiosa de la vida, llevando en los ojos humedecidos por las lágrimas como el reflejo sobrenatural de la fe en un mundo mejor, lo cual timbraba su voz con una entonación de infinita dulzura y majestad, cuando pronunciaba la fórmula eucarística aquella figura en torno de la cual la luz que baja del cielo al hombre, que se llama la fe, y la luz que sube del hombre al cielo, que se llama la ancianidad, se confundían en una aureola mística de consuelo y de paz, derramó un bálsamo en mi espíritu agitado.
Si llegara a apagarse en el hogar de la humanidad el sentimiento religioso, su último resplandor estaría alimentado por el recuerdo de esta augusta ceremonia, que convierte en templo y en altar la cámara y el lecho de un moribundo; que para alumbrar la ruta del alma en la entrada de la eternidad, enciende ante ella la antorcha de la oración cristiana y, lo que ninguna religión ha hecho, en la peregrinación inmensa de ultratumba, pone al lado del viajero al Dueño mismo de los destinos humanos, que tiende su mano desde lo desconocido para ayudarnos a bajar las gradas sombrías del sepulcro.
Volvió la serenidad a mi ánimo, corrían mis lágrimas silenciosas; y como si aquel cuadro hubiera sido para mí una revelación, obligué al piano a interpretar mis emociones. Sus notas cantaron la plegaria de esperanza y de fe que partía alada de mi corazón hacia el Ser que ampara y consuela.
Cuando volví de mi éxtasis, todos me rodeaban sorprendidos; el viejo sacerdote puso su mano sobre mi cabeza y murmuró una frase de bendición; mi buena tía estaba radiante de placer. Eduardo sonreía dulcemente, y Luisa lloraba sola y callada en un rincón de la sala.
—Antonio —me dijo el padre de Eduardo—, la semana que entra saldrás para México a acabar tu educación musical.
Una o dos horas habían pasado. Hervía en el fondo de mi cerebro la lava de mis pensamientos encontrados. Sentía yo en mi interior la ebullición de un océano más tempestuoso y agitado que el que tenía delante de mis ojos.
—México —murmuraba yo—, México.
Soñar mucho, crear un paraíso en sueños para el alma y oír de repente una voz que dice a nuestro oído: esa es la realidad; ver girar la puerta de un castillo encantado sobre sus misteriosos quiciales, y sentir una mano que nos empuja hacia adentro… Eran estas impresiones demasiado fuertes para mí en tan corto tiempo. Así es que con la mirada delirante contemplaba, apoyado en la barandilla del mirador, el cielo y el mar.
El viento había caído; las nubes, aglomeradas en el horizonte, confundían el cielo y el agua en una ancha raya negra, débilmente franjada de oro por la luna; debajo, el mar en espantoso hervor, envuelto en una sábana inmensa de lívida espuma; encima un cielo de ópalo, terso y bruñido, en su centro la luna, rodeando apenas su hemisferio oscuro con un arco finísimo de plata oxidada. Arrastrábase la niebla en grandes jirones por sobre la superficie de las olas, velando los buques que habían escapado del temporal y los astros que aparecían como gotas de agua cristalizada en los cielos.
México, México, pasiones en guerra, inteligencias en combate, el placer y el sufrimiento disputándose el trono, el oro al lado de la llaga, la sombra y la luz repitiendo la lucha de Jacob y el ángel: la antítesis, es decir, la poesía, y sobre aquel torbellino de hombres y de acontecimientos, la deificación de la mujer, bella, ardiente y luminosa…
¡Pobre Luisa!
II
Probablemente esto es lo único que puede llamarse sobre la tierra "ser feliz".
He logrado hacer venir a México a los dos seres que han sido los ángeles de mi juventud, y vivimos muy contentos. Luisa me dice que esto le da miedo. Yo no tengo miedo de nada. Trabajo mucho y gano una vida bastante cómoda. Dos o tres polkas mías han hecho furor.
Un día de estos haré una ópera, y de seguro obtendré un éxito sorprendente. Tengo sobre mi mesa un proyecto de variaciones al "Miserere" de El trovador. Todo el día hablo de notas y compases. Tomo el tren por la noche y me vengo a descansar a este mi cuartito, con su jardín debajo de la ventana y un bonito surtidor en medio del jardín.
Una vez me puse a traducir en música la charla perlada de la fuente; imposible…
¡Que risa me dan los que hablan de embellecer a la naturaleza! Éstos la habrán visto; pero de seguro no la han sentido. Ella lo tiene todo; examinadla con el microscopio, y la descompondréis en átomos; admiradla con el anteojo de Cambridge —un microscopio del cielo— y la descompondréis en mundos. Y seréis bien desgraciados si no percibís la rima del mundo y el átomo en el gran poema de la creación. Componed un millar de volúmenes de estética y no formaréis un poeta; dejad flotar una ola ante los ojos de un soñador y tendréis a Lord Byron. ¡Embellecer a la naturaleza!… ¡Blasfemos!, vosotros la veis como los miopes sin duda… Esos rasgos del genio humano que os parecen embellecimientos no son sino revelaciones, sino reflejos de su hermosura suprema débilmente traducidos en el lenguaje humano; son los fulgores de la inteligencia iluminando para los hombres el umbral de los sagrados misterios. Queréis saber cómo el papel del poeta es esencialmente revelador al lado de la naturaleza; cómo ella es el Dios y él el sacerdote: leed el "Niágara" de Heredia; quiero creer que sois susceptibles de profundo entusiasmo: acercaos luego a la caíd...
Índice
- Introducción
- Confesiones de un pianista
- AVISO LEGAL