EL JARDÍN
Sharon aprovechó que lavábamos los platos para decirme que había estado pensando en el día en que Willie, mi amante, ya no estuviera.
—No paro de pensar en eso, Nestito. Lo veo todo el tiempo amotetado y cada vez empeora más. Como si presintiera que se nos va.
Es cierto. Lo presentía desde aquella tarde en que recibió los resultados y los metió en el bolsillo de su pantalón asumiendo de inmediato su realidad. Yo lo conocí esa misma noche en una fiesta de lesbianas en Miramar. Cuando nos presentaron traté de establecer una conversación con él, pero al pasar unos minutos pareció aburrido; se excusó y fue a hablar con unas chicas. Me ignoró toda la noche. Era rubio, con brazos bien formados, pecho amplio. Un blanquito (con lo que me mataban y me matan los blanquitos). Hice lo que pude por llamar su atención: me reí duro, hablé alto y hasta pasé los pasapalos de jamón entre los invitados, pero sólo miró el plato y dijo con la cabeza que no. En una me senté solo y puse cara de melancólico para ver si le daba pena conmigo, pero nada. Hasta que llegó la hora de irme y dije que me iba, que la última guagua pasaba a las once. Él entonces:
—¿Para dónde vas?
—Para la parada 20.
—Yo te llevo.
Cuando bajamos en el ascensor me dijo que era positivo. Me lo dijo como insinuando que por eso me había ignorado durante la fiesta. Lo pensé más de dos veces, pero le dije que eso no era problema.
—Me acabo de enterar hoy —añadió tocando el bolsillo, y entendí con ese gesto que el papel con los resultados estaba allí.
—¿Qué vas a hacer?
—Llevarte a comer —me dijo.
Desde esa noche estamos juntos. Dos años, tres meses y once días. Willie me acusa de cursi por darles tanta importancia a las fechas. Dice que cada vez me parezco más a Sharon, su hermana, que vive con nosotros en Santa Rita.
La preocupación de Sharon venía por el hecho de que a Willie le había dado con que hiciéramos una fiesta para despedir 1989. Quería una cena suculenta y buen vino. Pasó días encargándome discos que tenía que ir a buscar a la parada 15. No me molestaba ir. Antes de estar con Willie había vivido cerca de Sagrado, donde estudiaba biología ya ni sé por qué. Me sentía cómodo en aquellas calles. Río Piedras me daba miedo. La Plaza del Mercado, que tanto amaba Sharon, me aterraba. Tanta gente loca en las calles, tanta joyería, tanto altoparlante repitiendo lo mismo. Sólo en la casa de Willie me sentía cómodo.
—Quiero flores —ordenó otra vez Willie: alcatraces para él, gardenias para Sharon y tulipanes para mí—. Trae velones azules para Yemayá, que yo soy su hijo al igual que tú y que Sharon.
Los tres éramos piscianos. Willie decía que su ascendente era Leo, por eso era la cabeza de la familia. Que el mío estaba en Tauro, por eso lo cabeciduro, y que Sharon estaba también en Piscis, y por eso era un desastre total. Sharon se encargaba de copiar el menú que, por supuesto, Willie dictaba desde su cama.
Todo estaba listo para la despedida del año. Faltaban dos noches. Willie me había enviado a Televideo, donde Norma, la muchacha que lo atendía cuando todavía podía ir, ya tenía las películas que había mandado alquilar por teléfono. Eran dos: una mexicana para Sharon y un musical para mí, The Sound of Music, mi película favorita de todos los tiempos. Ésa y Love Story, que Willie odiaba por lo cursi.
Por eso fue que Sharon me trajo su preocupación:
—Está muy complaciente, Nestito, y tú más que nadie sabes lo voluntarioso que es. Es raro todo esto. Willie se va, Nestito. Tú no me dejes, te quedas aquí, que ya yo me muero también y te lo dejo todo —decía con gesto de que reconocía que era mucho lo que me ofrecía, pero era totalmente honesta en su propuesta.
—Tú eres joven y puedes rehacer tu vida cuando falte Willie, sabes. Y si tienes un amigo también se te acepta.
Estábamos en el patio al que Sharon y Willie llamaban «jardín», como en el cine, testimonio de su pertenencia a una familia académica. Sus abuelos y abuelas habían enseñado en la universidad. Sus padres habían tenido la oportunidad de estudiar en España y habían regresado a dar clases en el campus riopedrense. Sharon nunca dio clases, pero trabajó durante años como asistenta de profesores visitantes. Hablaba cuatro idiomas sin problemas, además de esperanto, la lengua franca soñada por un viejo polaco y que Willie renegaba como un invento sin sentido de palabras que no resonaban a experiencia vivida alguna. Willie se fue a Columbia y regresó con un doctorado en Historia del Arte con especialización en cine. En su apellido se guardaba un mito universitario, significativo como la Torre misma. Vivían en Santa Rita desde que se construyó, mucho antes de que la desmembraran en cuartuchos con el único propósito de sacar dinero.
La residencia tenía los techos altos, tres baños, cuatro dormitorios y un garaje donde Sharon se escondía para verse con su amante de más de veinte años.
—No sé por qué lo ocultan —se preguntaba Willie—. No sé por qué no se casó con él cuando murió papá, ni por qué razón lo recibe allí.
Veinte años era mucho tiempo para mí, que tenía apenas veintitrés. Era mucho tiempo para cualquiera.
—Se habrán acostumbrado —decía yo muerto de curiosidad por ver al susodicho, pero Willie me había hecho prometer que por ninguna razón tratara de indagar o averiguar la identidad del amante, que eso era de mal gusto, recordándome con la advertencia mi origen de casa de bajo costo en parcelas repartidas por el municipio.
Era fácil saber cuándo se daría el encuentro con el amante. Sharon se transformaba. Actuaba con nerviosismo. Disimulaba inútilmente con gestos ensimismados la ansiedad de no tener ya lo deseado. A eso de las nueve de la noche, si estábamos en el jardín o en el cuarto de Willie, se excusaba siempre con la misma frase:
—Me retiro.
—Va a pecar —decía Willie en tono de burla imitando la voz de una diva del cine.
Desde el garaje nos llegaba el débil sonido de una radio que tocaba sólo boleros. Luego, ya ida la visita, Sharon se sentaba en el jardín y fumaba envuelta en una bata blanca que parecía plateada con la luz nocturna que entraba al patio. Salí a su encuentro. Sonrió.
—Es un pequeño pecadito —dijo mirando el cigarrillo.
Me invitó a caminar por el jardín y yo, deliberadamente, hice que nos acercáramos al garaje. Una vez allí mentí simulando que había pisado en falso y me recosté de la pared.
—Estoy lastimado —le dije como en una película—. Por favor, Sharon, entra al garaje y busca algo que me sirva de muleta.
En eso escuchamos la voz de Willie que llamaba desde su cuarto al fondo de la casa. Me asusté y disimulé una recuperación también cinematográfica. Sharon me echó el brazo y me pidió:
—Nunca entres a ese garaje. Tu vida peligraría.
La suya no era una advertencia vulgar, como las de mi hermana de «te voy a matar, condenao». El peligro era otro, más allá de ella.
—Nestito —dijo con su voz fañosa—, te voy a contar un secreto.
Mi corazón quería adelanta...