1. Bienvenida
No sé qué comer…
Algunas frases son en mi trabajo como mi pan de cada día. Se trata de las frases que motivan que casi todos mis pacientes acudan a mi consulta, pero afirmaciones como: «Es que ya no se puede comer nada», «Deberías usar tal producto para adelgazar» o el clásico: «Bueno, de algo hay que morirse» son en realidad mucho más, porque esas pocas líneas parecen resumir a la perfección el horizonte alimentario de nuestra época. Nuevos estudios, artículos y reportajes se publican cada día provocando nuestra alarma, contradiciendo otros estudios u opiniones que ya conocíamos y, como es lógico, dejándonos preocupados sobre si estaremos comiendo bien de verdad o no.
Por otra parte, en el mercado, en farmacias, en herbolarios e incluso hasta en algunos hospitales quieren vendernos continuamente productos mágicos o milagrosos o nos recomiendan algún alimento de moda que «tenemos» que consumir para estar delgados (como si esa fuera nuestra única meta en la vida), y casi siempre suele sonar demasiado bien para ser verdad… porque no lo es.
También es cierto que, tal vez a pesar o como contrapartida a la aparición de estos nuevos recursos, son cada vez más los productos que no «podemos» comer porque nos van a dar cáncer, ocasionarán alguna enfermedad a largo plazo (diabetes, hipertensión, colesterol alto, infartos o vaya usted a saber) o que, simplemente, «engordan» o son «malos».
Así pues, no es solo la ciencia la que nos indica que todo está cambiando y que con cada nuevo avance son menos los alimentos que «podemos» comer, sino que también en nuestro entorno, es decir, allí donde comemos, donde compramos, incluso en donde nos ayudan con nuestra salud, se nos bombardea con este tipo de mensaje restrictivo.
Y es que todo parece resumirse en el clásico: «Aquello que está rico engorda o es malo», y es fácil concluir que para poder tener un cuerpo ideal hay que restringir, cerrar el pico y comer pollo a la plancha para siempre.
Pues bien, os informo alto y claro que esto no es así: hay vida más allá de contar calorías y comer lechuga todo el día.
Parece que seguir un estilo de vida saludable resulte una misión imposible, un sufrimiento incluso.
Sin embargo, es mucho más simple y sencillo de lo que parece, os lo prometo. Es más: os doy mi palabra de dietista-nutricionista que nunca ha logrado hacer una «dieta» en toda su vida (y que todavía no cree en ellas).
El oscuro pasado de (algunos) nutricionistas
Cuando alguien asiste a la consulta de un dietista-nutricionista tiende a creer que está ante un especialista que siempre ha comido (o come) de manera ejemplar. Desengañaos: os confieso que no es así, o al menos no en mi caso.
La cuestión es que nuestra dieta –también la de los profesionales del sector– no tiene que ser perfecta todo el tiempo. Nada en esta vida lo es, y nuestra alimentación no ha de ser una excepción. No debemos estar todo el día pensando en lo que vamos a comer, en las calorías que tiene tal o cual alimento, que si esto engorda… Sería agotador, poco real e insostenible a largo plazo.
Recurriendo a un ejemplo personal: cuando era pequeña no era capaz de almorzar nada que no fueran patatas fritas con filete de ternera, y si en mi plato no había kétchup, ni siquiera me tomaba la molestia de probarlo. Le di un trabajo bastante considerable a mi madre (¡lo siento, mamá!).
Siguiendo con mis hábitos alimentarios infantiles, mis desayunos usuales consistían en pan con mantequilla, canela y azúcar o una arepa (tortilla de maíz, clásica de la gastronomía venezolana) igualmente con mantequilla. A veces llegaba a casa del cole y merendaba helados, galletas, leche condensada o una especie de Cola Cao con leche y pan dulce.
Y, por si no fuera suficiente, la cena invariablemente contenía algún frito o consistía en cereales con leche. Menos mal que me gustaban los guisantes, alguna que otra fruta y la comida libanesa (que contiene mucha legumbre y verdura), porque no sé qué sería de mí hoy en día. Los alimentos procesados eran, en fin, parte de mi infancia y mi adolescencia.
Cuando llegué a la universidad mi dieta no cambió a mejor. Para cursar estos estudios tuve que mudarme de ciudad y empezar a vivir sola (tendría unos diecisiete años), ya que el centro universitario más cercano, y que consideraba la mejor opción, se ubicaba fuera de mi ciudad natal. Al mudarme me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de cocinar; no sabía hacer arroz blanco, ni siquiera un mísero huevo frito. Tenía que llamar a mi madre constantemente, o consultar Internet para todo y, claro, mi dieta se componía de platos precocinados, nuggets, frituras, pizzas, comidas fuera de casa, dulces y algún que otro táper que mi madre me mandaba para salvarme la vida (sí, lo sé, no me enorgullezco de nada de esto, pero debo ser sincera).
Mi nivel de desconocimiento alcanzaba incluso al acto de hacer la compra. Realmente, y para ser precisa, ese era el origen de mi desconocimiento. Durante mi infancia y adolescencia casi nunca había acompañado a mi madre a hacer la compra, y ella, por consentirnos a mi hermano y a mí (y facilitarnos la vida, supongo), no nos involucró nunca en esa tarea. Ahora entiendo que se trata de una parte vital del proceso de tener una buena alimentación, por lo que os aconsejo que, si tenéis hijos, los hagáis partícipes tanto del hecho de ir a la compra como de la preparación de los alimentos, la elección de las recetas a realizar o la confección del menú semanal. Además de empezar a inculcar hábitos saludables desde la niñez, es una bonita forma de compartir con nuestros familiares y tener un vínculo fuerte tanto con nuestra familia como con la alimentación.
En resumen y para no enrollarme demasiado: siempre me ha gustado comer (o al menos lo que entonces yo entendía por comer) y a día de hoy sigo siendo una amante de la buena gastronomía. Como dicen por ahí, con mi cuenta bancaria puedes hacer un diario de comidas, pues se ve sin problema casi todo lo que ingiero.
Por otra parte, en aquella época para mí hacer dieta era sencillamente inaceptable, imposible de conseguir, porque, además, ni siquiera lo «necesitaba», ya que mi peso no demostraba lo mal que comía. En aquellos años podía darme el lujo de comer lo que quería, o eso pensaba yo, porque, en realidad, no «comía lo que quería», y es que en esos años nunca llegué a apreciar de verdad la comida real, es decir:
- Sentarme a disfrutar y saborear algo tranquilamente.
- Investigar de dónde procedía lo que tenía en el plato.
- Nutrirme de manera correcta.
Jamás se me pasó por la cabeza nada de eso hasta que fui comprendiendo lo vital y bonito que es tenerlo en cuenta.
La conversión: la alimentación consciente
Entonces ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Qué me hizo cambiar?
A medida que avanzaba y profundizaba en mis estudios comencé a entender que no podía seguir alimentándome a base de industrializados. No solo por mi peso, sino por mi salud. Fui aprendiendo a cocinar poco a poco, probando nuevos alimentos, introduciendo en mi dieta más verduras, incluyendo más fruta en mis comidas… Es decir: comencé a consumir comida de verdad y, como por arte de magia, mi peso bajó sin que tuviera que preocuparme por restringir alimentos, por contar calorías, por engordar… Ni que decir tiene que me sentía mucho mejor.
Pero pasé de no tener ningún interés en mi salud ni en mi peso a querer controlar todo lo que iba a comer, a pesarme todos los días y a mirar las calorías, grasas y azúcares de literalmente todo lo que se me cruzaba por delante.
Nunca llegué a dejar de comer, a tener un peso excesivamente bajo ni a desarrollar ningún trastorno alimentario porque creo que mi genética, mi crianza o mis experiencias no me han hecho vulnerable a sufrir una experiencia como esa. Sin embargo, no dudo que, en el caso de alguien más sensible, estas conductas no habrían tenido un buen final.
Porque, y en esto he de ser sincera, todo este cambio en mi alimentación, esta «conversión», por llamarla de algún modo, fue realizada de una manera que ahora entiendo que no era saludable.
- No buscaba tener salud.
- Ni estar en paz con mi cuerpo o con mi mente.
- No me motivaba el ánimo de ser coherente con mis estudios o principios.
- Ni el afán de cuidarme y darme lo mejor porque me amo y quiero lo mejor para mí.
Cuando llegas a determinado peso, lo que te motivó a lograrlo no se aprecia desde fuera. Bajaste de peso y ya está, sin más, pero no se percibe de qué manera llegaste a ese resultado.
La cuestión está, en el fondo, en ser consciente de qué punto partiste para llegar a ese peso o a la meta en concreto que tenías.
Es decir, que se trata de llegar a tener ese peso que os comento, ese objetivo, pero:
- porque me estoy cuidando más,
- porque no estoy comiendo chucherías,
- porque quiero sentirme bien con cómo me alimento, y
- porque quiero rendir mejor al hacer ejercicio...