1. Esquivar la mediocridad
Empresas: esquivar la mediocridad
Cuando hablamos de mediocridad lo primero que hay que hacer es tener un espejo cerca donde mirarnos. El riesgo de ponderar mediocremente la mediocridad es altísimo. No me atrevo a hablar de la mediocridad en el arte, menos en las personas, pero me gustaría ensayar una aproximación sobre la mediocridad en la empresa, sabiendo, por experiencia propia, lo que supone desplegar una empresa que no calce un zapato y una alpargata reiteradamente.
Una empresa es básicamente mediocre cuando es incapaz de deleitar a sus clientes. La falta de atractivo o de calidad es un factor clásico de mediocridad. Una empresa es mediocre cuando el valor que crea para sus clientes se aleja de la excelencia y se pierde en lo anodino. La mercantilización de las empresas es un gran riesgo de mediocridad. La empresa indiferenciada a ojos de sus clientes vive en el abismo de la mediocridad, del sí pero no constante.
Una empresa es mediocre cuando las inercias pesan más que la ilusión por adaptarse a los contextos cambiantes. Cuando el futuro es simplemente una prórroga del pasado. El escepticismo militante de muchos directivos ante lo nuevo acaba normalmente en propuestas de valor continuistas, en innovaciones de ni fu ni fa, en soluciones a medio camino. Esas empresas que lo saben todo, en las que nadie puede enseñar nada a sus directivos, corren un gran riesgo de que los viejos éxitos se les queden en las manos ante propuestas radicalmente nuevas. Hoy nadie está a resguardo de la disrupción. Y la disrupción la protagonizan nuevos entrantes que no tienen nada que perder y buscan construir propuestas que mejoren mucho la experiencia de los clientes.
Una empresa es mediocre cuando sus líderes son mediocres (gente que se sirve más que gente que sirve). Líderes que expresan valores caducos y formas que no ayudan a sacar nada bueno de los que los rodean. Una empresa es mediocre cuando la concentración de profesionales tóxicos es mayor que la media. Las empresas mediocres tienden a ser complicadas porque se llenan de gente complicada. Lo mediocre es mirarse demasiado a sí mismo. Drucker decía que las oportunidades están siempre fuera. Hay directivos que tienen su ego como perímetro prioritario. Nada más mediocre.
Es mediocre lo que no nos inspira. Es mediocre lo que nos trata de igualar en la vulgaridad. Hay muchas empresas que no saben por qué no atraen más talento. Simplemente talento llama talento y mediocridad llama mediocridad.
Una empresa es mediocre cuando sus resultados son sostenidamente mediocres. No todas las empresas pueden tener el ebitda como Apple, pero una empresa que saca sistemáticamente malos resultados o cierra o sobrevive en la mediocridad. No hay empresas que parezcan más mediocres que esas que se quejan por todo, que asumen la queja como cultura corporativa. En las empresas, a veces, hay que ganar contundentemente.
Una empresa tiende a la mediocridad cuando se aísla de la sociedad donde habita. Cuando no entiende que ser inclusivo es hoy más estratégico que nunca. Una forma brillante de esquivar la mediocridad es procurar combinar buenos resultados económicos con un output social tangible, relevante, y si puede ser, pegado al propio negocio. Por el contrario, hay empresas con una mediocridad moral insoportable.
Una empresa intenta huir de la mediocridad cuando hace de la innovación y el emprendimiento una forma de estar de las personas en las empresas y de las empresas en la sociedad. La innovación no es fácil, pero en un mundo como el nuestro, sin adaptación, sin diferenciación y sin explorar constantemente cómo crear más y mejor valor para los clientes es difícil sobrevivir. La innovación es actualmente una forma tanto o más plausible de servir a la estrategia que la planificación rígida. Cuando una empresa pone a su cliente en el centro y se organiza para deleitarlo está haciendo todo para no caer en la mediocridad. Cuando es capaz de estructurarse para servir al cliente desafiando sus propias inercias y ortodoxias. Y además hay que desafiarlas rápido. Constatamos cómo en muchas empresas las burocracias han secuestrado la agilidad haciendo que cualquier cambio sea lento y sinuoso. Para esquivar la medianía hay preguntas trascendentales que deberían convertirse en cotidianas, una de ellas es: ¿qué van a necesitar nuestros clientes que todavía no nos saben expresar? Hacerse las preguntas y responderlas, e implementarlas con agilidad.
Una empresa intenta esquivar la mediocridad cuando crea una comunidad de personas de la que valga la pena formar parte. Por talento y por talante. Un espacio libre de desmotivación y de tonterías. Un espacio donde crecer acompasadamente en términos corporativos y personales no sea un trade off. La empresa no es una guardería, no es un rancho paternalista, pero es un espacio de personas que deben poder balancear su compromiso corporativo con su deseo de prosperar personalmente.
Una empresa esquiva la mediocridad cuando es auténtica, cuando no hay espacio para el paripé institucionalizado. La autenticidad es la nueva competencia diferencial de las empresas. Existen demasiadas empresas donde la artificialidad puebla sus relatos y copa sus reuniones. La autenticidad es el código no escrito de las empresas que aspiran a perdurar y a crear cosas relevantes para su negocio y para el mundo. El mapa de procesos de la autenticidad no tiene ISO que sostenga, anida en ese espacio fundamental entre la racionalidad, la emocionalidad, el esfuerzo y la pasión que hace que algunas empresas sean construcciones sociales que alumbren un mundo complejo. La autenticidad no es una asignatura de ninguna escuela de negocios, pero es la revolución tácita que necesitamos para desplegar empresas de las que sentirse parte con orgullo. La autenticidad es el primer mandamiento para esquivar la mediocridad.
La autenticidad como antídoto de la mediocridad
El principal rasgo de la empresa mediocre es su falta de autenticidad. Falta de autenticidad en el trato a los clientes. Falta de liderazgos auténticos. Jerarquías que pesan más que los argumentos y jefes de los que ya nadie aprende porque optaron antes por la arrogancia que por la necesidad de reaprender. Organizaciones en las que pensar en grande molesta porque pone a los que lo intentan en evidencia. Consejos de administración que ya solamente saben leer números. Empresas en las que hay más gente procrastinando que creando. Empresas en las que la inercia acaba en indolencia y en las que las ortodoxias derrotan siempre a las dudas. Estas son empresas mediocres, envueltas en su bucle, en las que el talento cada vez quiere estar menos. Las empresas mediocres creen que a la gente de talento solamente le interesa el dinero y no entienden que lo que les interesa sobre todo son espacios donde continuar desarrollando su talento. La mediocridad es la anteposición de los límites, la definición perfecta de los imposibles, la entronización del presente como todo horizonte. Una empresa es mediocre cuando la media de sus profesionales son mediocres, son poco generosos, son críticos solo con los demás, les importan poco los proyectos, les importan relativamente los clientes, se importan básicamente a sí mismos.
Como dice el gran Jorge Wagensberg, la mediocridad es una decisión personal. En las empresas, en las instituciones, en las universidades, pasa lo mismo. La mediocridad es una decisión, tomada por los líderes o aprobada clamorosamente en asambleas, pero es una decisión. La omisión es una forma habitual de decisión sobre la militancia en la mediocridad.
¿Y cómo huir de la mediocridad? ¿Cómo romper esa regla por la que talento atrae talento y mediocridad atrae mediocridad? Pues empezando por uno mismo. Buscar nuestra autenticidad en nuestro entorno personal y en nuestro entorno corporativo. No hay nada más mediocre que esperar que lo rescaten a uno de su propia mediocridad. Salir de la mediocridad requiere actitud, esfuerzo y fomentar una espiral infinita de aprender-desaprender-reaprender. Salir de la mediocridad empieza por no abonarse a las quejas fáciles ni la autocomplacencia. Lo que marca la línea de flotación de la mediocridad es la actitud ante el aprender, tanto personal como corporativamente. Pero con aprender no hay suficiente, hay que demostrar estos aprendizajes, si es posible, con resultados.
La búsqueda de la excelencia (todavía es útil leer a Peters y a Waterman), la cultura innovadora, la preocupación por el desarrollo de las personas, una concepción del liderazgo basado en visión y servicio, una misión que abrace a la vez a la empresa y a la sociedad y, sobre todo, un compromiso por la autenticidad, son factores que nos previenen de la mediocridad. En un mundo VUCA como el nuestro, huir de la mediocridad no es huir de la complejidad, sino ensayar ágilmente nuevas síntesis que nos permitan explorar sin parar. Las empresas mediocres solamente saben explotar, las empresas de talento saben explotar sus negocios y explorar el futuro a la vez.
Todo el mundo que sostiene una empresa merece mi máximo respeto, puesto que no tiene nada de fácil. Pero a partir de ahí, hay empresas que nos inspiran, que nos interpelan, que nos hacen ser mejores y otras simplemente que no, que aunque sepan ganar dinero, seguirlas nos hundirá en la mediocridad.
La mediocridad está hecha de elecciones. De escoger cómo aprendo, en qué empresa aspiro a trabajar o cómo quiero que sea la empresa que quiero impulsar. También de la visión que elijo para mí mismo y qué pienso que debe ser mi empresa. El manejo de la mediocridad está siempre en nuestro tejado y depende de nuestras decisiones y de nuestros resultados (más que de nuestras palabras). Que sepamos ahuyentarla o que, cómodamente, nos instalemos en ella depende de nosotros. Y esto es lo que duele, porque huir de la mediocridad no quiere decir huir de uno mismo, sino todo lo contrario.
Por este motivo, porque la huida de la mediocridad es una decisión personal, la meritocracia desempeña un papel fundamental en las organizaciones y, una vez más, la meritocracia empieza en nosotros mismos.
Viene a cuento recordar este conocido fragmento de Steve Jobs en la inauguración del curso de la Universidad de Stanford en 2005: «Your time is limited, so don’t waste it living someone else’s life. Don’t be trapped by dogma – which is living with the results of other people’s thinking. Don’t let the noise of other’s opinions drown out your own inner voice. And most important, have the courage to follow your heart and intuition. They somehow already know what you truly want to become. Everything else is secondary»
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Esta apología de la importancia de buscar el propio camino, el camino interior, no es menor. Hay gente que tiene un propósito, algo que actúa como un motor interior que mueve su trayectoria. Por eso, pasan los años y hay gente que te sorprende. Dieron saltos que no se deducían de su perfil ni de sus inicios. Consiguieron cambiar algo y dar el salto. Impulsaron negocios poderosos o devinieron líderes empresariales relevantes. No siempre es fácil deducir qué mecanismo desataron para su éxito. Algunos de ellos mantuvieron, además, su cercanía, los pies en el suelo, y no defraudaron a su bonhomía. Algunos se deslizaron al narcisismo y se caricaturizaron de arrogancia.
Otra gente se agarró a las quejas que poblaron su biografía y siguen ahí, cultivando quejas, viéndolas crecer y cosechando malhumor. Algunas personas se enfadaron con la vida muy pronto y no encontraron nunca un jefe que les hiciera aprender, crecer y ver la vida profesional de otro modo. Se especializaron en malos jefes, malas empresas, y siempre fueron unos incomprendidos. Quizás nunca se preguntaron qué debían cambiar de ellos mismos para aliñar el éxito con otras competencias. Resistieron desde su arrogancia negativa y se aferraron a sus quejas atávicas.
Otra gente oscila. Tiene momentos. Muchos de ellos tuvieron unos años de brillantez o simplemente se desplegaron en buenas coyunturas. Algunos probaron las hieles del fracaso. Los mejores supieron aprender del fracaso, otros huyeron de él para instalarse en el error. Pero son ondoyant, para decirlo al modo de Montaigne. Algunos quisieron exprimir sus éxitos repitiendo los mismos patrones en contextos que ya requerían otras coordenadas. Otros remontaron y ahora pueden dar conferencias sobre resiliencia.
Otras personas son planas. Disfrutan de lo inercial. Tienen una concepción lineal de la felicidad profesional. Su aspiración era ser trabajadores de una buena caja de ahorros en un mundo donde las cajas de ahorro eran algo respetable. O funcionarios. Pero de los buenos, de esos que no tienen altibajos y son cumplidores. No quieren ser héroes. Les gusta ser gente bien mandada. Hacen su trabajo y la duda que les pone a prueba es cuando deben comprobar su capacidad de cambio.
Y entre estos y otros tantos perfiles que no sé relatar, estamos cada uno. Moviéndonos alegres, felices o torpes por nuestra vida profesional. Haciéndonos preguntas. Cambiando las preguntas con el tiempo. Y ensayando respuestas. A veces, incluso arriesgando. Aprender es no desfallecer. La vida profesional la escogemos nosotros. Ciertamente, con muchos condicionantes. Victimizarse no sirve de nada. La primera decisión para no vivir la vida profesional de otros es estar convencido de que nosotros manejamos nuestra vida profesional, que nuestras decisiones, nuestras huidas de las zonas de confort, nuestros esfuerzos tienen sentido. Y este no es otro que el construirnos, diferenciarnos, reconocernos y finalmente cambiarnos cuando lo creemos necesario. La meritocracia empieza en nosotros mismos y es el mejor antídoto para intentar escapar de la mediocridad.
Contra la tontería
Uno de mis maestros fue Francesc Santacana, el que durante muchos años fue, entre otras cosas, líder y alma del Plan Estratégico de Barcelona. En una entrevista que le hicieron en El País resumió bien su posición: él estaba contra la tontería. Intuyo que expresaba un cierto hartazgo ante la vacuidad. Al final, lo importante en la vida y, por tanto, también en la gestión de organizaciones y proyectos es la autenticidad y, a través de ella, huir de la mediocridad. La búsqueda y asunción real de resultados significativos. La tontería equivale al humo, a las barreras burocráticas, al seguidismo papanatas y a la sofisticación grandilocuente. Lo difícil es crear y transformar realidades u organizaciones hacia algo que valga la pena. Algo que, por ejemplo, en las empresas permita crear valor sostenidamente para las personas, sean clientes, empleados, accionistas o la propia sociedad.
Vivimos en un mundo de transparencia inexorable. La autenticidad ya no puede ser a medias, ni cuando se exhiben ambigüedades (que tampoco son tan malas, como nos recuerda Charles Handy). La autenticidad, más que un valor, es un resultado, es la concatenación de coherencias profundas que se producen en la espontaneidad, de modo natural. La autenticidad, más que planificable, es el ejercicio de una trayectoria, con sus imprevistos, con sus éxitos y sus fracasos. Obviamente, no es inmaculada ni objetiva, es tanto más subjetiva cuanto más compleja sea la trayectoria de las personas o las organizaciones que la encarnan.
Para los que nos movemos en la gestión de organizaciones, estar contra la tontería es apostar por un management menos pusilánime. Por un management capaz de sintetizar complejidades más que de simplificarlas. La simplificación de la complejidad en la empresa es el populismo de la política llevado al management. Lo que necesitamos es un management que sepa hacer síntesis estratégicas y operativas con gran fluidez.
En contextos que cambian muy rápidamente y sobre los que la información de que disponemos crece exponencialmente y se actualiza sincrónicamente, no vale simplificar, no valen tonterías, lo que vale son síntesis capaces de adaptar y transformar con naturalidad nuestras organizaciones. Lo que valen son cadenas de decisiones que sepan adaptarse al cambio de contexto sin dejar de ser decisiones estratégicas. Lo que vale es practicar la autenticidad para huir de la mediocridad.
En los últimos años he tenido la oportunidad de trabajar como consultor con empresas muy distintas, a todas ellas les estoy agradecido, aunque no pueda decir que las admire a todas. Admiro las que respiran autenticidad. Las que procuran el mínimo gap posible entre su discurso y sus prácticas. Las que cuando deciden sus estrategias ya saben que son rumbos sinuosos más que caminos lineales sobre el mar. Las que cuando innovan saben que arriesgan explorando impactar con nuevo valor en sus mercados y convencen a sus unidades de negocio de que hay que hacerlo todo a la vez: el día a día y el la...