Los Mudos
A Merino le hablaba de Cociña y a Cociña de Merino. Los dos tenían la misma edad –10 años más que yo– y el mismo tiempo infinito para escucharme. Todo el resto los separaba: Merino era una sola barba que parecía empeñada en devorar los rasgos de su cara; Cociña afeitado y achinado, no había roto con el niño que jugaba a ser un espía entre los grandes. Merino se quedaba inmóvil, Cociña era todo movimiento, agachado contra un viento que solo él sentía, decidido a enronquecer su voz con cigarrillos para perder el aspecto de joven de primer año de universidad, una universidad que nunca terminó. Se arrancó de la Escuela de Derecho de la Universidad de Concepción para vivir en Madrid. Volvió 10 años después sin un peso, con 30 recién cumplidos y su mujer embarazada de su primera hija.
Cociña no creía en la melancolía –ni siquiera en la melancolía artificial de Roberto Merino–. La nostalgia le resultaba ofensiva. En sus poemas, como en la vida, todo debía ser nuevo, limpio, útil, necesario. Le gustaba la idea de que Santiago no tenía historia que contar y que por eso era la mejor ciudad del mundo, o la única sobre la que valía la pena escribir. Leía sobre la extrañeza misma de estar parado, sentado, como un maniquí disfrazado de marino, de enfermera, de doctor, de gerente de la papelera (que es lo que fue su papá).
Me gustaba la tensión entre esos dos mundos, esas dos maneras contrarias y complementarias: los estantes sin libros de Luis Cociña en la calle Crescente Errázuriz y las cajas que nunca terminaba de desembalar Roberto Merino en Capitán Orella. Cociña reivindicaba como una especie de conquista esa falta de libros y de muebles. Pedía los libros en la Biblioteca Municipal, los leía ahí mismo o en la casa, en menos de un día. Era parte de su guerra contra la pátina o el aura, aquello que obliga a la reverencia, que impone autoridad e impide, en el fondo, maravillarte ante la banalidad de las cosas tal como son. Lo señala en un poema que corrigió durante 30 años, para terminar publicándolo cuando ya nadie lo esperaba:
Poco se sabe de la casa que estableció el prototipo
Del modelo que nació de la nada y que sobrevivió por mucho
[tiempo
De la época de su construcción y de su primer momento
Del lugar donde supuestamente se encontraba y de sus primeros
[objetos
De cuándo fue abandonada definitivamente y de sus hitos
De su sala y su patio, su dueño y sus vecinos.
Cociña quería filmar una película entera a las 11 de la mañana, cuando la luz no es fea ni bonita. Una casa que en el día es oficina en el paradero siete de la Gran Avenida, que no conocía pero que suponía que era una prolongación de la Concepción de su infancia, una ciudad donde los terremotos y saqueos indígenas no dejaron nada en pie que tuviera más de 50 años de antigüedad. Ahí la Catedral es de cemento y hormigón, y el barrio universitario es la copia de una copia de un campus norteamericano. Eso le gustaba, la idea de la copia de una copia: algo que tampoco quiere ser auténtico.
“Trataré no de ser una invención, sino repetición”, propone en otro poema. De espaldas al río y al mar, a los mapuches del sur y a los huasos del norte, todo en Concepción huía de la historia porque estaba demasiado cerca. El cerro Caracol, el saludo con que se encuentran los francmasones, los buses llenos a reventar de obreros que se pierden en los bloques de departamentos de Chiguayante o San Pedro, barrios que solo tienen de diferente el nombre; bloques y más bloques de hormigón, cemento, casas de ladrillo, supermercados, restos perdidos de un bosque, un perro solo ladrándole a un charco infinito de agua marrón... y el cielo que se despeja y los cerros verdes, y el mar al fondo del río Biobío. Una inmensidad a la que Cociña se negaba ajustando su vida a unas pocas imágenes:
En el pie
El color del calcetín debe corresponder con el color de los
[zapatos o los pantalones
En el piso de madera
Dos calcetines medianos
Y en el parquet
Los dedos del pie se apoyan
Sobre las tablillas podridas, que se comban
En la mesa
En lugar de comer, se juega con la cuchara
Que refleja el plato
Y el tenedor pinchando
Lo que cortará el cuchillo
Y en el espejo
Una ampolleta corriente
Suburbio de revista gringa, con señoras felices en la cocina, dibujos de niños en el refrigerador y un auto también nuevo, de esa novedad de los años 60, esa época que creía que la novedad era aún posible. Todo eso que de pronto en sus poemas, se desbarranca y desnuca a la pareja feliz que no era tan feliz:
En casa, mi padre es como un perro apacible que solo es agresivo
[cuando se lo provoca
Y mi madre, como una planta no anual, pero que cuando se
[cultiva en maceta se la trata como tal
En el patio, en cambio, mi madre es como una maleza que ve
[cómo un insecto la acecha
Y mi padre, como el insecto que ve en la maleza a una sencilla
y escotada joven que, levantando su delantal, recibe las doradas
[galletas que él mismo –como hornero– deposita.
Luis Cociña, el último hijo de una pareja feliz que murió en un accidente de auto cuando él tenía 12 años, se negaba a cualquier cosa que se pareciera a la pena, la piedad o la rabia. Se negaba a ser adoptado, aunque ese era su estado natural, ser un huérfano que las tías y los vecinos adoptan. Pasaba los veranos cuidando las casas de sus hermanos mayores. Le gustaba la idea de tomar prestada una vida completamente ajena, sin poder cambiar ni arreglar nada. “No quiso los golpes ni el sometimiento de las casas de verano”, dice en su poema largo “Hablando solo”, un título que resume todos sus poemas.
No instalarse del todo era una suerte de misión. Cuando lo conocí, él y su mujer española arrendaban una pieza en el fondo de una casa gigantesca de un amigo de infancia, convertido en seguidor de Osho, profeta hindú de barba blanca y ojos severos que permitía casi todas las formas de meditación, sobre todo las sexuales.
“Esta gente que no odia a nadie, odia a todo el mundo”, descubría Cociña atraído por la idea de ser un espía en territorio enemigo. Prefería mil veces estar rodeado de Saniash, que estar en medio de artistas e intelectuales. Se definía por oposición, la primera de las cuales había sido la oposición a su hermano mayor, Carlos Cociña, también poeta, autor del libro Aguas servidas, pero poeta reconocido y reconocible hasta físicamente (larga barba, cara de meditación) en su condición de poeta. No rompía sin embargo las amarras con nadie. Su forma de rebelarse era justamente restarse, aligerar el peso de las cosas que necesitaba para vivir, escribir sin publicar durante décadas, “irse por otro lado”, encontrar bueno un libro que todos encuentran malo y viceversa, inventarse un criterio suyo y solo suyo, del que yo bebía de manera insaciable.
Era el más walseriano de los escritores que he conocido: quería convertirse en un cero a la izquierda, llegar al punto en que la nada se conecta con el todo. Walser le hubiese parecido interesante pero fingido. “Solo las mujeres saben escribir”, decía para convencerme de leer una y otra vez los poemas de Emily Dickinson. Por cierto, si a algo se parecían los poemas de Lucho, era a los de las solteronas de Nueva Inglaterra, si bien le resultaba imposible también ignorar la vanguardia y el espanto:
Manzana es flor y kilos en sus cestas
Cortar la manzana y comérsela
Comérsela totalmente desnudo
Desnudo como un filete
Filete es perro y kilos de vacuno en sus neveras
Cortar el filete y comérselo
Comérselo completamente desnuda
Desnuda como una manzana
Esas instrucciones caían en terreno fértil: yo necesitaba órdenes más que nada en el mundo. Seguro de querer ser escritor por sobre todas las cosas, debía admitir que no tenía, después de abandonar el surrealismo de mi juventud, ninguna estética que reivindicar. Leía los libros que leían los jóvenes escritores de mi edad, tenía mis rencores y mis miedos, quizá una pinta más intensos. Admiraba a Beethoven y los Beatles, como cualquier hijo de vecino, y a Schoenberg y Paul Klee, como cualquier pedante que se respeta. Buscaba desesperadamente una ley a la que asirme, un dogma sobre el que alzarme. No era chileno, pero quería serlo. Para mí era un alivio que Cociña decidiera por mí que El buen Apetito, con su menú intercambiable y fotos anodinas, era mejor que el Bierstube, donde solían juntarse los alumnos del taller de guiones de cine en que lo conocí. Ahí nos querían convencer de que era mejor dejar de jugar a ser diferentes y hacer cine de bajo presupuesto, con clímax, desarrollo y final, como en Hollywood o Sundance (que no es lo mismo, pero es igual). Cociña admiraba tanto como yo las películas gringas y despreciaba las pretensiones del cine europeo. Le hubiese ofendido profundamente reconocer que hacía cine arte o video arte. Dicho esto, hay que asumir que su película no contaba nada. Y esa nada era, en el fondo, el centro mismo del conflicto, lo único que le interesaba, los personajes como maniquíes en una vitrina que presentíamos que iba a estallar en cualquier momento.
Pensaba, ciegamente, que eso es justamente lo que la gente común quiere ver y que los mandos medios no entienden que la gente sabe contemplar una película como quien contempla una manzana. Nos interesaba la idea misma del pop: hacer algo que saliera a la calle, que todo el mundo viera, que no le perteneciera a ninguna minoría iluminada. En su casa analizábamos largamente las mecánicas del éxito, mientras los panaderos de la esquina escuchaban a todo volumen The Doors. Pensaba todo el tiempo en cómo vender ideas de guiones, películas, comerciales y videoclips como el que filmamos en mi casa para Los Mudos, un dúo que componíamos él y yo, los dos completamente incapaces de tocar cualquier instrumento. Si los Beatles no sabían leer partituras y los Rolling Stones solo repetían los mismos acordes machacosos del blues, nosotros iríamos un paso más allá y haríamos música sin música, pensábamos, o pensaba él por mí. Había que hacer mal las cosas para que salieran bien. Eso le enseñaron los punks que vio florecer y desaparecer por las calles de Madrid cuando Franco no terminaba de morir nunca.
“Es punk sin odio, con un poco de cariño”, decía Cociña, porque le importaba la idea de evitar cualquier superioridad moral, mirar a la dueña de casa, al contable, al niño que hace rebotar una pelota contra el muro sin explicarlo ni justificarlo, sin épica ni drama. Sobre una vieja canción de Los New Animals improvisábamos una letra que Cociña cantaba o recitaba, mientras yo, en segundo plano, estiraba las sábanas y los cobertores de la cama de mis padres. ¿No hacían videos así en MTV? En Manchester y Londres algunos grupos usaban instrumentos previamente programados, computarizados, para evitar justamente la estética del esfuerzo, del virtuosismo y del dolor. ¿No era ese el aire mismo de la época, hacer vanguardia para todo público? No explicar nada, evitar la miseria del argumento, solo desviar un poco lo más cotidiano de lo cotidiano para que podamos ver lo extraño que es.
La Sonia, grande y asturiana, se quejaba de los dolores del último mes de embarazo. Íbamos a comprar cigarrillos, hablando de Tennessee Williams. Escribíamos a cuatro manos una obra que lo tributaba, ambientada en una casa de playa y protagonizada por un joven que irrumpía en ella, alterando la vida de todos sus habitantes. Yo pensaba que algo debía pasar en la obra, pero a Cociña le interesaba la escena, la monstruosidad de todo lo que es completamente normal. Entre medio, el guion para Papelucho, la serie, y un documental sobre la elaboración del pisco. Con este último, misteriosamente, ganamos un premio, el único que obtuvimos juntos. Entre frase y frase, Cociña se preguntaba si estaba a favor o en contra de ese tipo de guion, de ese tipo de historia, y de la filosofía zen y de lo que había visto en los cuadros de Tapies.
La ilusión de algo parecido al éxito brillaba lo suficiente para no desanimarle del todo. Porque Cociña trabajaba en Filmocentro, la productora en que se había hecho el clip del NO y del que salían todos los directivos de la televisión y el cine de la transición. Cociña era ahí el joven de las ideas locas, que podía renovar el ambiente un poco hippie y bastante convencional de la productora. Era la lógica de “lo que viene”, del Apsi. La espera desesperada del destape que venía incorporado a la transición a la española que nos habíamos comprado los chilenos. Nadie sabía muy bien por dónde vendría la cosa. Cociña podía quizás ser eso nuevo que todos buscaban sin saber dónde ni cómo. Por de pronto, era la mente inspiradora de Luna, un programa piloto para Megavisión, el recién inaugurado canal de Ricardo Claro, un millonario que aún no le revelaba al mundo su integrismo católico.
Escena 1, interior, noche. Directo a cámara, el rostro de una modelo cuidadosamente elegida, sobre la que se refleja el agua, recitaba de un modo robótico los versos de Cociña:
Desde niña hago todo casi sin dificultad, casi sin esfuerzo
Y desde entonces, también, la gran alegría de mi profesor es
[llevarme con él a sus excursiones
–Yo me ocupo de enroscar las piezas, poniendo en ello todas
[mis fuerzas–
Hasta que un día dulcemente tiro de su manga, saltando tan
[rápido a sus rodillas, que no tiene tiempo de rechazarme
Y, creo, que se emociona, sintiéndose conquistado como nunca
[lo ha sido por ninguna mujer
Confuso trata de tomarme la mano
Pero la mía, mejor dirigida, le rechaza
Entonces recojo mi arma, y con toda mi alma se la hundo en
[el vientre
Pudiendo mostrar, así, toda mi habilidad e inteligencia
Ya que, creo, a todos –padre, amigos, hermanos, abuelos, tíos
[y amigos de la familia– les gusta ver mi demostración.
Reuniones en el Tavelli con Arévalo, apurado siempre, nervioso, probando posibles panelistas para el programa que se supone iba a ser, al mismo tiempo, un programa de arte y un informativo de tendencias juveniles. Yo estaba feliz de sentarme en la heladería naranja y blanca, donde toda la gente se sentaba a mirarse. Feliz solo de nadar en esa pecera transparente, yo que hasta ahora la había mirado desde fuera. Todos los panelistas con la camisa abotonada hasta el cuello, un viaje a Nueva York del que vienen o al que van, un peinado desigual con laca y recortes, un CD de Cocteau Twins o Cabaret Voltaire recién comprado en la disquería Fusión, justo al lado. David Lynch, Depeche Mode, Corazones de Los Prisioneros, las Cleopatras, Drugstore Cowboy, los Electrodomésticos, ciertas canciones de Upa, los cuadros de Duclós y de Cabezas y Bruna Truffa. Todo lo que quedaba de la New Wave, el rock glacial que nos toc...