Cuentos de amor, locura y muerte
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Cuentos de amor, locura y muerte

  1. 139 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Cuentos de amor, locura y muerte

Descripción del libro

Los Cuentos de amor, muerte y locura están embarrados de muerte, desesperanza y sufrimiento, un lienzo donde escribió parte de su vida, más nunca reveló cosas de esta. Además, el autor forma parte del movimiento naturalismo, por lo que logra exponer la realidad como es: cruel. Escrita en 1917, Cuentos de amor, muerte y locura, es uno de los más exitosos libros del autor.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9786074571271
Categoría
Literature
Categoría
Classics

La meningitis y su sombra


No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.
He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las siete de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así:
"Estimado amigo:
Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo
Luis María Funes."
Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.
Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que con Funes.
Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:
–Veamos, Durán: Usted comprende de sobra que no he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas, ¿no es cierto?
–Me parece que sí –no pude menos que responderle.
–Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré enseguida. ¿Me permite?
–Todo lo que quiera –le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.
Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:
–¿Qué clase de inclinación siente usted hacia María Elvira Funes?
¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, hermana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa persona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira a un loco.
–¿María Elvira Funes? –repetí–. Ningún grado ni ninguna inclinación. La conozco apenas. Y ahora...
–No, permítame –me interrumpió–. Le aseguro que es una cosa bastante seria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada entre ustedes dos?
–¡Pero está loco! –le dije al fin–. ¡Nada, absolutamente nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirle, y no creo que ella se acuerde de haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa, y nada más. No tengo, por lo tanto, le repito por décima vez, inclinación particular hacia ella.
–Es raro, profundamente raro... –murmuró el hombre, mirándome fijamente.
Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese –y lo era–, pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas.
–Creo que tengo ahora el derecho...
Pero me interrumpió de nuevo:
–Sí, tiene derecho de sobra... ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de broma... La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la muerte... ¿Entiende algo? –concluyó, mirándome bien a los ojos.
Yo hice lo mismo con él durante un rato.
–Ni una palabra –le contesté.
–Ni yo tampoco –apoyó, encogiéndose de hombros. Por eso le he dicho que el asunto es bien serio... Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable.
–Iré –le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.
Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota qué relación puede existir entre la enfermedad gravísima de una hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.
Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en mi vida. Metempsicosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos del mundo interior, no son nada en comparación de este mi propio absurdo en que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase:
Fui a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un rato, esforzándonos como dos zonzos –puesto que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos– en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de cigarrillos, pues se me habían concluido los míos. Mi ex condiscípulo me contó entonces lo que en resumen es esto:
Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa, María Elvira se había sentido mal. Cuestión de un baño demasiado frío esa tarde, según opinión de la madre. Lo cierto es que había pasado la noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir. Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las proyecciones psicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbe su vida entera.
–Es una obsesión –prosiguió Ayestarain–, una sencilla obsesión a cuarenta y un grados. La enferma tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso... No puede seguir así. ¿Y sabe usted –concluyó– a quién nombra cuando el sopor la aplasta?
–No sé... –le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo.
–A usted –me dijo, pidiéndome fuego. Quedamos, bien se comprende, un rato mudos.
–¿No entiende todavía? –dijo al fin.
–Ni una palabra... –murmuré aturdido, tan aturdido como puede estarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela... Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué explicación se podía dar de eso.
–¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere usted que se sepa de eso? Ah, bueno... Si quiere una a toda costa, supóngase que en una tierra hay un millón, dos millones de semillas distintas, como en cualquier parte. Viene un terremoto, remueve como un demonio todo eso, tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera, de arriba o del fondo, lo mismo da. Una planta magnífica... ¿Le basta eso? No podría decirle una palabra más. ¿Por qué usted, precisamente, que apenas la conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en su cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepa de esto?
–Sin duda... –repuse a su mirada siempre interrogante, sintiéndome al mismo tiempo bastante enfriado al verme convertido en sujeto gratuito de divagación cerebral, primero, y en agente terapéutico, después.
En ese momento entró Luis María.
–Mamá lo llama –dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisa forzada:
–¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?... Sería cosa de volverse loco con otra persona...
Esto de otra persona merece una explicación. Los Funes, y en particular la familia de que comenzaba yo a formar tan ridícula parte, tienen un fuerte orgullo; por motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que me parece lo más probable. Siendo así, se daban por pasablemente satisfechos de que las fantasías amorosas del hermoso retoño se hubieran detenido en mí, Carlos Durán, ingeniero, en vez de mariposear sobre un sujeto cualquiera de insuficiente posición social. Así, pues, agradecí en mi fuero interno el distingo de que me hacía honor el joven patricio.
–Es extraordinario... –recomenzó Luis María, haciendo correr con disgusto los fósforos sobre la mesa.
Y un momento después, con una nueva sonrisa forzada:
–¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no? Creo que vuelve Ayestarain...
En efecto, éste entraba.
–Empieza otra vez... –Sacudió la cabeza, mirando únicamente a Luis María.
Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera sonrisa forzada de esa noche:
–¿Quiere que vayamos?
–Con mucho gusto –le dije. Y fuimos.
Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo, todos con cierto intervalo. Lo que primero me chocó, aunque debía haberlo esperado, fue la penumbra del dormitorio. La madre y la hermana de pie me miraron fijamente, respondiendo con una corta inclinación de cabeza a la mía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Miré al médico, titubeando, pero éste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.
Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nos aman cuando uno se va acercando despacio a ellos. Pero la luz de aquellos ojos, la felicidad en que se iban anegando mientras me acercaba, el mareado relampagueo de dicha –hasta el estrabismo–cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a treinta y siete grados los volveré a hallar.
La enferma balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de sus labios resecos, que nada oí. Creo que me sonreí como un estúpido (¡qué iba a hacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Su intención era tan inequívoca que le tomé la mano.
–Siéntese ahí –murmuró.
Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.
Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña y disparatada:
Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una mano ardiendo en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la mamá y la hermana. Y todos sin hablar, mirándonos a la enferma y a mía con el ceño fruncido.
¿Qué iba a hacer yo? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad.
¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre la suya.
–Todavía no... –murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos o tres veces miré exclusivamente al médico; pero éste bajó las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón al fin, porque de pronto, bruscamente, como un derrumbe de sueño, la enferma cerró los ojos y se durmió.
Salimos todos, menos la hermana, que ocupó mi lugar en el sillón. No era fácil decir algo –yo al menos. La madre, por fin, se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa:
–Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena!
¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que les parecía horrible. Estaba visto que todas las galanterías iban a ser para mí en aquella casa. Primero el hermanito, luego la madre... Ayestarain, que nos había dejado un instante, salió muy satisfecho del estado de la enferma; descansaba con una placidez desconocida aún. La madre miró a otro lado, y yo miré al médico. Podía irme, claro que sí, y me despedí.
He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi habitual vida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis María, madre, hermanas y parientes colaterales. Porque si se concreta bien la situación, ella da lo siguiente:
Hay una joven de diecinueve años, muy bella sin duda alguna, que apenas me conoce y a quien yo le soy profunda y totalmente indiferente. Esto en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven también –ingeniero, si se quiere– que no recuerda haber pensado dos veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable, inteligible y normal.
Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la fiebre, única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos, un joven mundano que ella conoce bien? No señor; por mí.
¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación que haré conocer al primero de esa bendita casa que llegue hasta mi puerta.
¡Sí, es claro! Como lo esperaba. Ayestarain estuvo este mediodía a verme. No pude menos que preguntarle por la enferma, y su meningitis.
–¿Meningitis? –me dijo–. ¡Sabe Dios lo que es! Al principio parecía eso, y anoche también... Hoy ya no tenemos idea de lo que será.
–Peor en fin –objeté–, siempre una enfermedad cerebral...
–Y medular, claro está... Con unas lesioncillas quién sabe dónde... ¿usted entiende algo de medicina?
–Muy vagamente...
–Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale... Era un caso para marchar a todo escape a la muerte... Ahora hay remisiones, tac–tac– tac, justas remisiones como un reloj
–Pero el delirio –insistí–, ¿existe siempre?
–¡Ya lo creo! Hay de todo allí... Y a propósito, esta noche lo esperamos.
Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche anterior, y que no pensaba ir más.
Ayestarain me miró fijamente:
–¿Por qué? ¿Qué le pasa?
–Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá... Dígame: ¿usted tiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente ridícula; ¿sí o no?
–No se trata de eso...
–Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido... ¡Curioso que no comprenda!
–Comprendo de sobra... Pero me parece algo así como..., no se ofenda, cuestión de amor propio.
–¡Muy lindo! –salté–. ¡Amor propio! ¡Y ¡n se les ocurra otra cosa! ¡Les parece cuestión de amor propio ir a sentarse como un idiota para que me tomen la mano la noche entera ante toda la parentela con el ceño fruncido! Si a ustedes les parece una simple cuestión de amor propio, arréglense entre ustedes. Yo tengo otras cosas que hacer.
Ayestarain comprendió, al parecer, la parte de verdad que había en lo anterior, porque no insistió y hasta que se fue no volvimos a hablar del asunto.
Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que hace diez minutos acabo de recibir una esquela del médico, así concebida:
"Amigo Durán:
Con todo su bagaje de rencores, nos es usted indispensable esta noche. Supóngase una vez más que usted hace de cloral, veronal, el hipnótico que menos le irrite los nervios, y véngase."
Dije un momento antes que lo malo era la precedente carta. Y tengo razón, porque desde esta mañana no esperaba sino esta carta...
Durante siete noches consecutivas –de once a una de la mañana, momento en que me remitía la fiebre, y con ella el delirio– he permanecido al lado de María Elvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes. Me ha tendido a veces su mano como la primera noche, y otras se ha preocupado de deletrear mi nombre, mirándome. Sé a ciencia cierta, pues, que me ama profundamente en ese estado, no ignorando tampoco que en sus momentos de lucidez no tiene la menor preocupación por mi existencia, presente o futura. Esto crea así un caso de psicología singular de que in novelista podría sacar algún partido. Por lo que a mí se refiere, sé decir que esta doble vida sentimental me ha tocado fuertemente el corazón. El caso es éste: María Elvira, si es que acaso no le he dicho, tiene los ojos más admirables del mundo. Está bien que la primera noche yo no viera en su mirada sine el reflejo de mi propia ridiculez de remedio inocuo. La segunda noche sentí menos mi insuficiencia real. La tercera vez no me costó esfuerzo alguno sentirme el ente dichoso que simulaba ser, y desde entonces vivo y sueño ese amor con la fiebre enlaza su cabeza a la mía.
¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabe quién soy, y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas y a cuarenta grados, se pagan en el día, y mucho me temo que si hay una persona en el mundo a la cual esté expuesto a amar a plena luz, ella no sea mi vano amor nocturno... Amo, pues, una sombra, y pienso con angustia en el día que Ayestarain considere a su enferma fuera de peligro, y no precise más de mí.
Crueldad esta que apreciarán en toda su cálida simpatía los hombres que están enamorados –de una sombra o no.
Ayestarain acaba de salir. Me, ha dicho que la enferma sigue mejor, y que mucho se equivoca, o me veré uno de estos días libre de la presencia de María Elvira.
–Sí, compañero –me dice–. Libre de veladas ridículas, de amores cerebrales y ceños fruncidos... ¿Se acuerda?
Mi cara no debe expresar suprema alegría, porque el taimado galeno se echa ...

Índice

  1. Una estación de amor
  2. La muerte de Isolda
  3. El solitario
  4. Los buques suicidantes
  5. A la deriva
  6. La insolación
  7. El alambre de pua
  8. Los Mensú
  9. La gallina degollada
  10. El almohadón de plumas
  11. Yaguaí
  12. Los pescadores de vigas
  13. La miel silvestre
  14. Nuestro primer cigarro
  15. La meningitis y su sombra