Ser varón en tiempos feministas
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Ser varón en tiempos feministas

Entre el conflicto y el cambio

María Gabriela Córdoba

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Ser varón en tiempos feministas

Entre el conflicto y el cambio

María Gabriela Córdoba

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En esta obra se indaga la sexualidad, los vínculos de pareja y la paternidad de varones de entre 25-45 años, con la firme convicción de que es necesario desarrollar estrategias grupales, sociales y políticas que contribuyan a la creación de nuevos códigos culturales y modelos viriles que favorezcan prácticas innovadoras de los varones, apuntando a la promoción del cambio masculino.El andamiaje conceptual de esta obra amalgama las teorías acerca de las representaciones sociales con las hipótesis psicoanalíticas integradas con la perspectiva de género, para analizar los imperativos que construyen y reproducen la masculinidad en lo subjetivo y lo social. Y aunque existe un estereotipo masculino hegemónico, cada varón presenta divergencias, dadas las resignificaciones y articulaciones producidas entre los distintos estratos del psiquismo y la incidencia de la ideología y de lo sociocultural.El texto ofrece una perspectiva sistemática y ordenadora acerca de los desarrollos teóricos para indagar la masculinidad, por lo que representa un recurso valioso para los estudios académicos que la época requiere.

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Información

Editorial
Noveduc
Año
2020
ISBN
9789875387621
Primera parte
Apartado conceptual
Capítulo 1
El enfoque de género
Para ordenar el análisis en torno al enfoque de género, me voy a referir a los estudios de mujeres, a los queer y a los estudios sobre varones y masculinidades, tres corrientes presentes al interior del campo de los estudios de género, que presentan una gran porosidad que, en ocasiones, permite el diálogo, mientras que en otras da lugar a asperezas y debates. Este será el contexto marco para el análisis de los aspectos sociales y subjetivos de la masculinidad.
De los estudios de la mujer a los estudios de género
Los estudios de género se encuentran íntimamente ligados en sus orígenes con el movimiento feminista de los años 60 y 70 del siglo XX (fundamentalmente, en Estados Unidos e Inglaterra) que objetó la apropiación masculina de la humanidad y la pretensión de los varones de trascender sus experiencias inmediatas a través de la razón, tratando a las mujeres como la encarnación de una alteridad misteriosa y complementaria. Así, este movimiento cuestionó asuntos que, hasta el momento, se mantenían velados (los roles, la organización familiar, el cuerpo, la sexualidad y las tareas domésticas) centrándolos en las experiencias de las mujeres. A partir de ello, los estudios de la mujer generaron materiales teóricos que explicitaron las desigualdades entre los sexos y develaron el androcentrismo científico. Esto dio lugar, a su vez, a una matriz consolidada de conocimientos críticos que disputaban el saber establecido y buscaban reivindicar y conquistar espacios en cuanto a la igualdad de derechos.
Ello significó una revalorización de los aportes de Simone de Beauvoir, quien sostenía que ser mujer es un proceso que se desarrolla en el ámbito de la cultura, en contraste con la idea de que la biología determina el devenir genérico de los cuerpos. Escribía así “No se nace mujer, se llega a serlo” (De Beauvoir, 1989/1949, p. 240), haciendo referencia a que era la civilización patriarcal la que definía a las mujeres en su posición de objeto.
Este saber se vinculó con una politización e historización del espacio privado, mostrando cómo la división sexual del trabajo, la socialización de los cuerpos y la interiorización de las jerarquías de género se valían de la diferencia sexual anatómica para naturalizar las prerrogativas sociales y culturales que se desprendían de ella. En todo este proceso, jugó un papel básico la distinción de los conceptos de sexo y género (1). Las feministas se encargaron de separarlos para dejar en claro que las características y los roles definidos como femeninos no eran fruto de la naturaleza, sino que se trataba de un proceso de construcción sociocultural aprendido, que se valía de la diferencia biológica para explicar tanto los papeles sociales distintos para hombres y mujeres, como la subordinación femenina bajo el dominio masculino. Sin embargo, el concepto de género no se originó en esta teoría: se tomó desde las ciencias de la salud, específicamente desde los desarrollos de Money y Stoller.
En el año 1952, el psicólogo y sexólogo John Money utilizó por primera vez el término género en sus estudios sobre hermafroditismo. En el hospital de la Universidad John Hopkins, de Estados Unidos, atendía a niños que tenían una “ambigüedad sexual” de nacimiento, es decir, en quienes no había una identidad sexual claramente identificable como “macho” o “hembra”, casos que hoy se denominan intersexuales. Money hablaba del poder modelador que la experiencia humana postnatal tiene sobre los montantes biológicos, y en sus investigaciones denominó “asignación de género” al factor que determina de forma prioritaria el sentido de masculinidad o de feminidad de cada sujeto, a partir de la creencia que los padres tenían acerca del sexo que correspondía a ese cuerpo que criaban. Ahora bien, más allá de todo lo cuestionable que tienen las intervenciones de Money (pues el tratamiento por él propuesto era la reasignación de género), lo que llamó la atención de algunas académicas fue el hecho de que los factores adquiridos socialmente predominaban por sobre las determinaciones innatas.
A ello se suman los aportes del psicoanalista norteamericano Robert Stoller, quien contrastó explícitamente sexo y género. Su tesis fundamental es que no existe dependencia biunívoca e inevitable entre géneros y sexos, y que, por el contrario, su desarrollo puede tomar vías independientes. Junto con Ralph Greenson creó el concepto de core gender identity (traducido al castellano como “núcleo de identidad de género”) para dar cuenta del sentimiento íntimo de saberse varón o mujer, que no es determinado por el sexo biológico sino por el hecho de haber vivido desde el nacimiento las experiencias, ritos y costumbres atribuidos a los hombres o a las mujeres, lo que resulta más importante que la carga genética, hormonal y biológica.
A partir de esta elaboración desde las ciencias de la salud, el uso de la categoría “gender” fue impulsado por el feminismo académico para mostrar que las características humanas consideradas como “femeninas” eran adquiridas por las mujeres mediante un complejo proceso individual y social, en lugar de derivarse “naturalmente” de su sexo. Esto rompía la supuesta relación de causalidad existente entre el orden “natural” o biológico y las desiguales relaciones sociales entre hombres y mujeres.
Aportes de los estudios queer
A mediados de los años setenta, se iniciaron los movimientos de reivindicación centrados en criticar las teorizaciones de género que tendían a pensar en términos de homogeneidad. Así, el feminismo radical norteamericano rechazó la naturalización patriarcal de la heterosexualidad y el empleo del poder como forma de dominación androcéntrica, mientras que la corriente materialista francesa, de la mano de Monique Wittig (1976) abogaba por una desnaturalización radical de las categorías sexuales, al criticar la heterosexualidad en tanto régimen político. Podemos utilizar los aportes de Wittig para hacer una primera variación a la pionera obra de Beauvoir: ni se nace mujer, ni hay por qué llegar a serlo.
Las llamadas feministas de color (como Patricia Williams, Michelle Wallace y Angela Davis, entre otras) cuestionaron que el género fuera empleado como una categoría universalista, cuando, en realidad, se trata de un factor en íntima vinculación con la raza, la clase y la sexualidad. Y el feminismo postcolonial criticó el universalismo etnocéntrico feminista, mediante el cual se ha tendido a juzgar las estructuras económicas, legales, familiares y religiosas de los países no occidentales, basándose en parámetros occidentales, que han dado lugar a que estas estructuras sean definidas como subdesarrolladas o “en vías de desarrollo”, como si el único desarrollo posible fuera el del Primer Mundo y como si todas las experiencias de resistencia no fueran sino marginales (Mohanty, 2008).
A partir de estos enfoques, el género ya no es pensado como el “contenido” cambiante de un “continente” inmutable (el sexo), sino como un concepto crítico, una categoría de análisis en una continua interrelación con la etnia, la clase, la orientación sexual. Lo sociocultural, lo económico, lo político y lo social son variables que inciden tanto en el modo específico de experimentar las relaciones intersubjetivas, como en la manera de interpretar, simbolizar y organizar las diferencias sexuales, alejadas de las esencias genéricas.
En los años 90, el debate se centró en el cuestionamiento de la oposición binaria hombres-mujeres y homosexuales-heterosexuales, lo que supuso la aparición de teorías y feminismos más explícitamente queer (2), que mostraron cómo las diferencias sexogenéricas son naturalizadas y convertidas en dos esencias que organizan posiciones binarias dentro de la matriz heterosexual, con importantes efectos de regulación, subordinación y exclusión sobre los sujetxs.
Inspirada en algunos desarrollos posmodernos y posestructuralistas, Judith Butler cuestiona esta idea de “sexo natural” organizado en dos posiciones opuestas y complementarias, y piensa al género como una estilizada repetición de actos, “como la forma rutinaria en que los gestos corporales, movimientos y estilos de diverso tipo constituyen la ilusión de un ser perdurable con un género” (Butler, 1990, p. 179). La autora considera que sostener la identidad como inamovible es solo un ideal normativo más y la entiende como algo mucho más maleable, que incorpora y expulsa aspectos de sí en función de los ideales que cada sujeto mantiene, en un proceso constante de construcción personal, dentro de los lineamientos vigentes en una cultura.
Butler (2012) también aclara que el género es performativo como efecto de un régimen que regula y jerarquiza las diferencias de género de forma coercitiva, mediante reglas sociales, tabúes, prohibiciones y amenazas punitivas que se apoyan en la ficción reguladora de la heterosexualidad y en las representaciones sobre las mujeres y los hombres como realidades coherentes y antagónicas. Este régimen regulatorio actúa a través de la repetición ritualizada de las normas. Las categorías identitarias, entonces, son performativas: no describen la realidad de los sujetos que designan, sino que producen su subjetividad, con un doble efecto de restricción (proceso de sujeción por el cual nos convertimos en sujetos al someternos al poder) y de producción de posibilidades. Así, la necesidad de pertenecer a la sociedad implica tratar de reconocerse y de ser reconocido en sus categorías, que son resultado de los arreglos de poder que entreteje el campo social. Allí, mediante artilugios ideológicos, se supone la existencia de una continuidad, una conformidad y una coherencia entre sexo, género y deseo donde necesariamente no la hay. Al enfatizar la mutabilidad, la fluidez y la inconsistencia del género, Butler muestra la flexibilidad y variabilidad de las identidades de género y de los deseos y preferencias sexuales, lo que constituye su mayor contribución. Esto marca, incluso, que el género es construido en un proceso colectivo e histórico, lo que permitiría, en tanto construcción, la posibilidad de transformación.
Los estudios de varones y masculinidades
A partir de los años 90 surgieron los estudios de varones y masculinidades, cuyo objetivo principal era mostrar cómo la construcción cultural del género había impactado también en los varones. Este interés se asociaba con los cambios económico-sociales que afectaban la vida de grupos específicos de varones, así como con las transformaciones de los roles de género y los desajustes que estas produjeron. El análisis de la masculinidad incorporó dos cuestiones planteadas por los movimientos de mujeres y los lésbicos/queer: por una parte, el entender al género como un sistema de clasificación que gira en torno del poder y la desigualdad. Por otra, tomar el concepto de diversidad; esto dio lugar a entender que la masculinidad, en tanto se articula con la raza, la edad y la elección sexual, entre otras variables, no es una categoría homogénea, aunque existen elementos comunes a las diversas masculinidades, más allá de esas diferencias.
En numerosos lugares del globo (3) empezaron a interrogarse por la “condición social masculina” y a considerarla como una construcción social que genera un modelo hegemónico de masculinidad (norma y medida de la hombría), por el que quien nace con órganos sexuales masculinos debe someterse al proceso de “hacerse hombre”. En su marco referencial incorporaron la categoría de género y dieron lugar a numerosas investigaciones que abordaron lo masculino en un entramado con las temáticas del poder, la sexualidad, la paternidad, la violencia y la socialización masculina, entre otros tópicos.
Estos estudios reconocen la responsabilidad del hombre en el mantenimiento de la subordinación social de las mujeres y coinciden en considerar la masculinidad como una construcción social que opera a partir de procesos de diferenciación, exclusión y negación. Ser hombre es, ante todo, no ser bebé, mujer ni homosexual (Badinter, 1993), por lo que múltiples prácticas, ritos y escenarios sociales están previstos para que la construcción del varón se “descontamine” de esas posiciones sociales desvalorizadas.
El modelo hegemónico masculino impone mandatos que señalan lo que se espera de los varones, y se constituye como el referente con el que se comparan los sujetos. Se define por conductas que toman distancia de lo emocional y de lo afectivo, que suponen control y ejercicio del poder, así como una demostración pública de hombría que incluye el relato del desempeño sexual, que se vive como una prueba de virilidad, conquista y rendimiento.
La corriente latinoamericana orientada a entender a los hombres desde su propia situación y condición de género se valió de las contribuciones académicas del feminismo para analizar qué significa ser hombre y qué consecuencias acarrea serlo en este contexto. La obsesión de los varones por el dominio y la virilidad, la posesividad respecto de la mujer, la agresión y la jactancia ante otros hombres son elementos machistas presentes en los latinos (Fuller, 2012), lo que implica consecuencias negativas tanto para las relaciones padre-hijo como para los vínculos con “sus” mujeres. También se apela a la asimilación entre homosexualidad y feminidad, con el propósito de promover conductas dominantes por parte de los varones, amedrentados por la amenaza de la pérdida de la virilidad. Toda versión de masculinidad que no corresponda al ideal dominante sería equivalente a una manera precaria de ser varón e implicaría una posición subordinada frente a quienes ostentan la calidad de hombres plenos. Lo hegemónico y lo subordinado se constituyen mutuamente, pues para poder definirse como un varón “logrado” es necesario contrastarse contra quien no lo es. El acatamiento al modelo hegemónico produce tensiones, frustraciones y dolor en los hombres, porque en muchas ocasiones no corresponde a su realidad cotidiana ni a sus inquietudes e intereses.
En Argentina, la interrelación de los estudios de género con el psicoanálisis ha sido muy fructífera, tanto en la indagación de la complejidad de la problemática de la feminidad como en la comprensión de las vicisitudes de la masculinidad. Diversos autores (Burin y Meler, 1998, 2000; Meler y Tajer, 2000; Meler, 2012; Tajer, 2009; Volnovich, 2010) coinciden en que las masculinidades están social e históricamente construidas y destacan la existencia de una masculinidad hegemónica, relacionada con la heterosexualidad normativizada, la hipervaloración del órgano genital masculino, actitudes de autosuficiencia, una represión de deseos pasivos y un posicionamiento social y subjetivo caracterizado por el dominio y el control.
Las prescripciones sociales de género tienen una alta efectividad sobre los varones, pues promueven prácticas que deterioran su salud y comprometen su vida, en tanto las conductas temerarias, la violencia, la audacia y la represión del miedo son características que se consideran viriles. Si el varón se ajusta al ideal de masculinidad social, ello resulta egosintónico con su yo y no le genera preocupación, en tanto se trata de características que considera deseable poseer. Sin embargo, el costo puede ser la propia vida.
Lo masculino aún se vincula a la autoridad, la razón y el poder dentro del universo simbólico y persiste como un aspecto básico y transversal de la cultura, lo que impide el ejercicio necesario de deconstrucción que todo fenómeno requiere para su mejor comprensión, entendiéndola al modo de Derrida (1997), esto es, como un proceso que implica crítica, análisis y revisión de los postulados disciplinares, a fin de detectar tanto sus lógicas como sus omisiones e invisibilidades.
El género como categoría de análisis
A partir de este recorrido, podemos sostener que los estudios de género, hoy, son interdisciplinarios y pretenden entender las subjetividades y sus interrelaciones como productos de un orden social (temporal y espacialmente determinado) en el que el género se articula en cada contexto con otras posiciones sociales como etnia, clase, edad, orientación sexual, etcétera.
Al introducir un enfoque relacional (que supone que para la comprensión de los hombres es necesario analizar la experiencia de las mujeres y viceversa), es posible establecer nexos entre las posibilidades de vida y los tipos de sociedad, cultura, momentos históricos, diversidad cultural y modelos de desarrollo en que viven los sujetos, lo que posibilitaría, en un trabajo conjunto, el logro de transformaciones en las funciones, responsabilidades, perspectivas y posibilidades de varones y mujeres.
La idea no es buscar una gran teoría explicativa, sino ofrecer novedosas composiciones de sentido frente a prácticas sociales que han mutado a mayor velocidad que las teorías. Ello implica poder construir e implementar categorías conceptuales y metodológicas que puedan captar las lógicas de la diversidad en las que se despliegan los modos de subjetivación contemporáneos, que han desacoplado sexo biológico, deseos, prácticas amatorias y género (Fernández, 2013). Todo ello abre la posibilidad de colocarse frente a la “cuestión de género” desde una posición que impulsa a detectar y a explicar cómo los sujetos se en-generan en y a través de una red compleja de discursos, prácticas e institucionalidades históricamente situadas, que le otorgan sentido y valor a la definición de sí mismos y de su realidad. Se habla de géneros, en plural, en tanto colectivos sociales con una gama infinita de identidades genéricas posibles, formadas alrededor del género, la clase sociocultural, la edad, la preferencia erótica, la escolaridad y la filiación política y religiosa, entre muchas otras variables posibles.
Esto implica develar “lo invisible” en el discurso social y analizar las prácticas cotidianas como puertas de entrada a la configuración subjetiva, teniendo como marco el paradigma de la complejidad, que implica trabajar con nociones de pluralidad, diversidad y heterogeneidad. Ello involucra interrogar cómo opera este entramado sociocultural en la constitución subjetiva, pesquisando cómo y por qué se invisten y negocian posiciones y sentidos singulares que combinan lo novedoso con lo tradicional.
El género puede ser comprendido como un proceso socioregulador que ordena el espacio, y a la vez, como una categoría social que se impone sobre un cuerpo sexuado en el que se plasma, más allá de la diferencia anatómica, ...

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