La condición femenina
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La condición femenina

  1. 330 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La condición femenina

Descripción del libro

Cuando hablamos de la condición femenina, la expresión puede aludir al estado de la feminidad, a su posición subjetiva. Pero la voz "condición" permite en español la doble significación del estado de una cosa por un lado, y a la vez del requisito, de lo que tiene que darse para que algo tenga lugar. Freud nos enseña que el amor de la feminidad, de lo que él designó como el tipo femenino más puro y auténtico, tiene una condición. Es ésta la razón del título de este libro. La condición femenina no alude únicamente a la posición subjetiva de la mujer y al estatuto de su sexualidad. Se refiere más centralmente a la condición que esa sexualidad impone, por así decirlo. Es la condición de un deseo que pudiera sostenerse allí donde ella, una mujer, encarna al Otro absoluto. La de ser amada más allá de los espejismos en los que el partenaire –y ella misma- se consuelan.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789878372334
Categoría
Psychology
Categoría
Psychoanalysis
VII

El goce
De la mujer como agente de la castración
“…la mujer no vive solamente de pan, sino también de la castración de ustedes, los varones”.
J. Lacan, De un Otro al otro.
“Hay siempre en el deseo cierta delicia de la muerte, pero de una muerte que no podemos infligirnos nosotros mismos”.
J. Lacan, La transferencia.
“Cuando más orgulloso está el hombre de su desempeño, no es raro que para la mujer no haya motivo de alegría”.
A. Bioy Casares, “El héroe de las mujeres”.
Desear al hombre deseante
Con razón dice Lacan en la página 228 de La relación de objeto que no es lo mismo cumplir con una imagen que tener algo real que ofrecer, y además tener que darlo cash, por así decirlo. Asociamos esa expresión con el acto de pagar, sobre el cual el erotismo anal arroja su mirada degradante para anular la dimensión ética de lo que eso implica como acto, como asunción subjetiva de una responsabilidad. Semblante por excelencia, el dinero es el recurso para no pagar con algo real, para no hacerse cargo. Hay una referencia muy breve y tangencial de Lacan en La transferencia, a propósito de su extenso comentario sobre una trilogía dramática de Paul Claudel. Es una referencia de la página 349 acerca de lo que él entiende por una posición viril auténtica, la del “hombre verdadero, el hombre hecho y derecho, el que se afirma y se mantiene en su virilidad”. Esta posición es la del que paga, en todos los casos, y, en el límite, con su vida. ¿Qué decir de esto? Debo a Graciela Brodsky el haber reparado en esa referencia de Lacan. Cuando ella lo hizo notar en un curso al cual asistí, preguntó si acaso el comentario de Lacan era irónico; una manera de mostrar que “la virilidad”, tan cacareada, no es nada más que eso, algo tan fútil como el orgullo de pagar la cuenta. Podría ser. Pero también ella preguntaba si ese fugaz comentario indicaba algo esencial. Descartamos la oblatividad del obsesivo, porque la verdad de la neurosis obsesiva es que ella no da nunca nada y su posición esencial es la de la retención. Lo que se pone en juego en el encuentro con la feminidad como deseo y como goce es que, tarde o temprano, de una manera o de otra, el hombre tiene que perder algo. Se trata de la cesión fundada en la castración y no del don. Y esa pérdida interesa a la mujer en tanto Otro absoluto. No tiene nada que ver con los sacrificios, los gastos, las hazañas, los gestos, que él, el hombre, está dispuesto a hacer. Esto es importante porque lo que uno está dispuesto a hacer es algo que entra dentro del fantasma propio, y la presencia femenina encarna un llamado a que el partenaire sea capaz de ir más allá. Hay que advertir que esto no tiene que ver con ninguna demanda de la mujer, a excepción de su inconmensurable demanda de amor. Se trata, en principio, de la castración.
El goce de una mujer está especialmente interesado, y en más de un sentido, en la castración del partenaire masculino. Son varios los lugares donde Lacan lo sostiene. Si Freud siempre endilga al padre el peligro de la castración supo ver en cambio que la amenaza era algo que venía de las mujeres. La enseñanza de Lacan describe muchas veces el acto sexual en términos de una castración del hombre operada por la mujer. En la página 36 de De un Otro al otro dice llanamente que la mujer vive de la castración del varón. Incluso sostiene algo en la página 331 de La transferencia que tiene una importancia central en el análisis de las relaciones familiares y es que para Lacan la madre es tanto más castradora de los hijos en el mal sentido, “cuanto no se dedica a castrar al padre”. Es algo completamente verificable. El párrafo tiene gran importancia clínica porque admite más de una castración, y que eso puede ejercerse en un buen o mal sentido, que hay un buen modo y un mal modo de castrar al otro. Sin mayores matices, podemos decir que de lo que se trata es de causar el deseo o de inhibirlo: la mujer que no causa el deseo del padre, inhibe el de los hijos. Esto nos lleva a comprobar que la idea expresada en el Seminario 22 del padre como aquél que hace de una mujer la causa de su deseo, compromete también a la sexualidad femenina en la función paterna.
El encuentro con el erotismo de una mujer supone que el hombre pierda algo. Y que lo pierda, no necesariamente para ella ni por ella, sino a causa de ella. ¿Perder qué? ¿El orgullo, la vergüenza, la inhibición, el dinero, la paciencia, la impostura, la cabeza, el miedo, la potencia, la seriedad, la liviandad, la seguridad, la inmadurez, la madurez? Sea lo que sea, cederá su narcisismo junto con eso, y también estará jugándose en él un deseo de separación respecto de los límites que su fantasma le impone. Lacan sugiere esta posibilidad en la última clase de La angustia, y hasta la designa como un deseo de castración. Un deseo que podríamos encontrar del lado del hombre en tanto una mujer ha sido la causa de que él llegue ahí. “Llegar allí” no debe prestarse a la interpretación heroica, a la performance deportiva. Es un “allí” que un hombre no imagina, y por eso es el ángulo femenino el que debe interesarnos. Un ángulo difícil de captar porque no es lo que se impone. Lo que se impone es lo otro. No es propio de la feminidad imponerse o triunfar; sí lo es el salirse con la suya, que es algo diferente.
Si la castración del hombre concierne al goce de una mujer, cabe preguntarse a qué goce de ella concierne. Podemos decir que, en principio, a los dos, al fálico y al Otro. A nivel del goce fálico de la mujer misma resulta necesario para ella que haya mínimamente castración en el varón para que él pueda llevar a cabo el acto sexual en el sentido más común. Más allá de esto, el tema de la castración del varón por la mujer es bastante conocido y los fantasmas abundan de un lado y del otro. En el extremo tenemos referencias como la de la película El imperio de los sentidos del director japonés Oshima, donde la mujer corta el miembro del amante. Lacan hace un breve comentario en la página 124 de El sinthome. Pero tal vez no tenga que figurarse con tales excesos que una mujer tenga como condición erótica la castración del hombre. Digamos que al hombre, en principio, a veces no le viene tan mal esa castración aunque no quiera saber nada del asunto, porque no deja de ser una ayuda, una ayuda contra él, como dice Lacan en la página 31 del mismo seminario. Si todo esto se vincula a la erótica de una mujer es porque la castración aparece, en un sentido más complejo, como una condición, no ya del acto sexual, sino para que él pueda hacerle el amor. En principio el frenesí amatorio masculino no constituye por sí mismo una disposición amorosa, abierta al encuentro con el Otro. Lo advierte Lacan en la página 12 de Aun cuando dice que abordar al Otro por medio de esa parte de su cuerpo que lo simboliza y de la que se goza, no es un signo de amor. Ya vimos que la “hiperestimación sexual del objeto” puede resultar ser una versión “altruista”, complejizada –y mucho– de esa función de consolación, esencialmente masturbatoria, que es la función fálica. Lo que fundamenta cierta queja femenina no es solamente que el deseo del hombre la reduzca a un atributo corporal, sino que hay una comodidad esencial en la consolación fantasmática que excluye al Otro y que hace, como toda ensoñación diurna o nocturna, que el deseo sea esencialmente deseo de dormir. El deseo de la feminidad contraría esa función en más de un sentido, porque existen muchas formas bajo las que un hombre puede quedarse dormido junto a la dama. Hay algo en ella que lo quiere “despierto”, y hay que leer esto metapsicológicamente, en el sentido de ese despertar que supone poder ir más allá de la cómoda homeostasis del principio del placer y soportar algo de lo real. Por eso cabe cuestionar el clisé que la mujer quiere al hombre enamorado. Como sujeto, puede ser, pero en tanto no-toda no es seguro. No al menos cuando el amor se cierra en la ilusión del uno-todo, que es la misma que encontramos en la masa y la lógica del todo. La “luna de miel”, tan redondita, no es femenina si tomamos este sesgo de la feminidad. Si entre los varones es frecuente imputar a las mujeres ser pesadas, eso es algo que no necesariamente alude a la queja histérica. “Hacé algo” es una frase muy visitada por las mujeres. Eso es demanda, pero la insistencia de la demanda vela lo que está en juego, que es el deseo de un deseo en acto. La feminidad no alienta en el partenaire una comodidad que lo lleve a un repliegue oniroide. ¿Ella lo quiere deseante? Sí, pero esto es lo contrario de quererlo demandante. De relaciones sexuales, por ejemplo. A veces el sexo se convierte, del lado del hombre, en una demanda, y un hombre demandante no es lo mismo que uno deseante. Este es uno de los puntos más notorios de desencuentro.
El “acto de amor” y la función fálica
El erotismo femenino interpela al deseo del varón que tiende a aplastarse en esa clausura autista de la satisfacción “perverso-polimorfa” del fantasma. En un párrafo muy visitado, Lacan diferencia el acto de amor de hacer el amor, distinción que tiene una especial relevancia para el tema. El acto de amor es el acto sexual en su faz fetichista. La referencia, ya clásica, la encontramos en Aun:
“…para el hombre, a menos que haya castración, es decir, algo que dice no a la función fálica, no existe ninguna posibilidad de que goce del cuerpo de la mujer, en otras palabras, de que haga el amor.
La experiencia analítica arroja este resultado, lo cual no impide que el hombre pueda desear a la mujer de todas las maneras, aun cuando esta condición no se cumpla. No solo la desea, también le hace toda suerte de cosas que se parecen asombrosamente al amor.
…Sin embargo, solo aborda la causa de su deseo, que designé con el objeto a. El acto de amor es eso. Hacer el amor, tal como lo indica el nombre, es poesía. Pero hay un abismo entre la poesía y el acto. El acto de amor es la perversión polimorfa del macho, y ello en el ser que habla”. (Lacan, J., Aun, Barcelona-Bs. As., 1981, pág. 88).
El párrafo es interesante porque muestra que hay una castración que es la condición necesaria para que el sujeto viril pueda “gozar del cuerpo de la mujer”. No es usual que la castración aparezca como favorecedora del goce. Por otra parte, el imperio de la función fálica es algo que no impide “desear a la mujer de todas las maneras”. Es evidente que aquí se trata de esa dimensión inhibitoria del deseo propia de la neurosis, de un deseo que se agota en la ensoñación y el consuelo. A menudo el “tener ganas de algo” está al servicio de inhibir un deseo del que nos queremos escapar. En lo que Lacan llama “acto de amor” el sujeto no tiene por qué salir de los límites de su fantasma; permanece dentro de una ensoñación que le ahorra el encuentro con lo real del Otro, y solo se vincula con una parte falicizada de la mujer. Inmediatamente después de decir todo esto, Lacan agrega que no hay “nada más certero, más coherente, más estricto en lo que al discurso freudiano se refiere”. Es importante remarcarlo, cosa que no siempre se hace. Lacan es freudiano porque ubica al sujeto dividido del fantasma del lado masculino y el objeto a del lado de la mujer. El entusiasmo “amoroso” es la embriaguez que se disipa en la satisfacción, y eso determina que la función fálica haga del sujeto un insatisfecho crónico, alguien habitado por “el deseo de otra cosa” o la “nostalgia de lo que fue”. Lo importante es percibir que ese deseo y esa nostalgia son un deseo de dormir. Ellas también sostienen este modo de gozar, aunque no es lo que Lacan considera lo más propiamente femenino. Lo sostienen porque la feminidad que ellas encarnan no es algo fácil de soportar y por eso es común que se deslicen, en la relación de pareja, hacia el rol materno, lo cual no es otra cosa que ir a ocupar la posición de sujeto. Freud no dejaba de tener razón al decir que esa posición era la más favorable a la estabilidad de la pareja independientemente del valor que demos a esa estabilidad. Esto no quiere decir que las mujeres amen como madres y hagan de su hombre un hijo, sino que quiere decir que es en ese punto donde el matrimonio se consolida para la mujer. Es una verdad que a nadie le gusta, pero que la clínica confirma por demás.
En ella, en tanto que mujer, la condición erótica está dada por el deseo del otro. Se tienta tentando al otro, dice Lacan en La angustia. Se hace amar, causa el deseo en el otro y a la vez se presenta como deseo de ese deseo. En el horizonte, no se trata de un deseo cualquiera sino de uno que aspire al acto, que se sostenga más allá de la consolación fantasmática, y eso significa un deseo que no esté al servicio de la inhibición, del dormir. Tal vez una mujer no esté hecha precisamente para “pasarla bien”. Nietzsche dice que el hombre quiere paz pero que la mujer es esencialmente batalladora, y a veces eso no tiene que ver con la reivindicación fálica. La pelea puede formar parte de la escena erótica para una mujer sin estar en ruptura con la relación sexual, sino que la continúa o la precede. Por supuesto, hay peleas que no tienen que ver con esto y que están más del lado del deseo histérico como insatisfecho. La castración de la que venimos hablando es aquella que contraría la introversión de la libido en el fantasma (una introversión que puede darse incluso en el acto de amor como tal) y que implica que el deseo del sujeto pueda ir más allá, separarse, aunque más no fuera fugazmente, de la consolación fantamática. Una mujer es, como el padre, un agente de la castración. En esto su posición es no maternal. Confronta al varón con lo real, lo fuerza a eso que Freud consideraba el deber de todo viviente, que era el de soportar la vida. También soportarla a ella. Por eso ella dice “no” a la función fálica, y es importante distinguir esto de la histeria. El problema de la histérica es que, siendo impotente para castrar al hombre, solo puede maltratarlo. Es algo de lo que se habla poco, de la agresividad histérica, pero que sabemos que existe. Y la diferencia con la mujer no pasa por suponerle a ésta un trato más tierno. La diferencia reside en que la mujer es eficaz. Diría que mientras la histérica se queda con hambre, una mujer come. No diremos como sí lo hace Lacan, que devora. Ella, la mujer, según lo que Lacan afirma, se alimenta de la castración del varón. Eso lo empuja hacia un deseo que siga la vertiente del acto, ese acto al que se oponen las consolaciones de la función. ¿Hay algo más opuesto al acto que la masturbación? Eso puede abarcar una vasta serie de comportamientos más o menos complejos y que presentan un carácter idiota en su “más de lo mismo”, en el ciclo neurótico de la repetición en cuyo destino el sujeto se refugia para no enfrentar nunca la angustia del acto posible. La feminidad requiere de ese acto. El deseo de una mujer no despierta ni se sostiene si un hombre no es capaz de avanzar. La clave reside en entender ese avanzar en un sentido lógico y no psicológico-conductual. Tampoco social. No es cuestión de que él tome un rol “activo”, ni de anillos de compromiso. Se trata de que se haga cargo, de que esté a la altura del acontecimiento, y eso no es sencillo. La forma erotomaníaca del amor exige un partenaire deseante, que hable, más precisamente que diga. La contrapartida fetichista es el fantasma del partenaire mudo y no deseante: el artificio técnico, la muñeca. Pero la muñeca también puede hablar porque la voz es tan fetiche como otras cosas. Solamente que si en el fantasma de él la muñeca habla, no por ello dice. Las mujeres por su lado no se rehúsan a la masturbación y también podríamos encontrar en ellas un goce similar. Se trate de hombres o de mujeres, el partenaire fantasmático es –supuestamente– siempre dócil. Pero esta posición no es la de la feminidad, ni como objeto ni como deseo. En ella comprobaríamos quizás una ensoñación contraria y decididamente angustiante, incluso siniestra: historias de robots que se humanizan –se castran– por el amor a una mujer. Ángeles que devienen hombres por amor. No hay que irse a la ciencia ficción, porque esto ocurre en la realidad. ¿Es necesario que diga que el “robot”, el “aparato”, puede ser ese hombre en el que la mujer pudo intuir algún “potencial”? Y aquí hay que tener presente que si hacer hablar es una función maternal, hacer decir, hacer que el partenaire incurra en el acto de palabra, que vaya más allá, es algo femenino aunque no por eso exclusivo de la feminidad. No olvidemos que un traspié es un acto de palabra plena. Acto fallido, pero acto en cierto modo. Una mujer, entonces, puede ser algo por lo que un hombre tropiece, caiga en el amor –to fall in love. La idea de caída tiene aquí un peso muy importante que no necesariamente nos ha de llevar a la dimensión del desecho. Porque se puede caer “para arriba” también.
¿Hacer el amor?
Si a una mujer hay que hablarle, la cuestión no radica tanto en hablar como en decir, lo cual no requiere de un modo necesario la expresión verbal. Y es ésta la razón primera y última por la que hay algo en lo femenino que va, al igual que el padre, en contra de la función fálica y las impotencias de la consolación. Eso no significa que la feminidad vaya en contra del falo, que no es lo mismo. La cuestión nos lleva a lo que significa hacer el amor, más allá de la satisfacción perverso-polimorfa del acto sexual. Lacan dice que, como su nombre lo indica, es poesía. Como su nombre lo indica. La poiesis implica un “hacer”, y por eso hemos advertido antes que la palabra poética es la que “hace el amor”, la que lo hace existir como significación amorosa. ¿Significa esto que a una mujer no le interesa el sexo, que el acceder a ocupar una posición en el fantasma de él es una concesión ajena por completo a su goce, que únicamente se satisface de palabras, y de palabras amorosas como la Roxana de Cyrano? Es difícil que el imaginario que viene adherido a la palabra “poesía” no nos estorbe. No todo es romanticismo del lado de la feminidad, y si pensamos un poco las cosas, hasta nada de “romanticismo” hay allí. Se trata del decir amoroso como acontecimiento de palabra y no de la significación “poética” de los enunciados.
Se pasa por alto que en ese pasaje de Aun se dice que en ese hacer el amor, en ese acto poético, el goce no está ausente. Hacer el amor, según Lacan, es gozar del cuerpo de la mujer, y es común que se elida esta cuestión. Lo dice con todas las letras, y eso es algo que resulta un poco complicado. ¿Cómo entender esto, después de todo lo que dijimos sobre el acto de amor? Eso sugiere que habría una dimensión del goce, de él, en la que él, el hombre, goza del cuerpo de ella, de la mujer. Y esa dimensión no sería la del acto perverso-polimorfo. Las cosas, como se ve, no son tan fáciles. Por lo pronto, lo que dijimos acerca de la consolación fantasmática no debería llevarnos a una demonización del fantasma. La neurosis, la introversión de la libido, no reside en el fantasma sino en lo que uno haga con él. Es evidente que la poesía no excluye el fantasma, sino que se apoya en él y Freud nos dice en “El poeta y los sueños diurnos” que la fantasía cumple un rol destacado en la creación artística. Es verdad que el fantasma es una pantalla que nos evita el encuentro con lo real, pero también es el fantasma lo que nos deja en el umbral de ese encuentro. Sin él, un hombre no puede encontrar nunca a una mujer. Incluso podemos conmover más todavía ciertos clisés y preguntarnos si el goce fálico mismo no estaría presente en la producción poética. Es fácil percibirlo cuando uno se acostumbra a leer poesía. Allí donde hay ritmo, corte, escansión, énfasis, sabemos que está presente esa dimensión fónica del falo que Lacan nos recuerda en El sinthome. Asimismo, el ser la causa del decir y de la ensoñación del otro no es para nada ajeno a la erótica de una mujer. Lo poético reside en una enunciación. No se trata de bellas palabras, y no siempre el objeto sexual tiene que estar figurado como la luna u otras metáforas por el estilo. El objeto sexual tiene figuraciones sorprendentes para los clisés establecidos, pero siempre mora en lo Otro. “Soy una extraña ecuación que él nunca termina de resolver”, me dijo una mujer cuyo hombre era un matemático. La poesía habita lugares insospechados, sin declamación. Eso hace que el deseo de una mujer se encienda ante la manera en que un hombre se apasiona con algo, ante su saber hacer con algo, lo cual no deja de implicar enamorarse, no de su saber, sino de su falta, porque es con lo que le falta que un hombre desea. El problema se produce cuando el otro deja que su deseo –el de él y también el de ella– se aplaste en el fantasma y en la satisfacción del anhelo homeostático, del deseo de dormir que hay en toda ensoñación y en la voluntad de dominio de la situación. En esto es importante la referencia de Lacan en la página 219 de El reverso del ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Prólogo para hombres
  4. I. La condición femenina
  5. II. Consideraciones sobre la sexualidad, el género y la época
  6. III. Examen de lugares comunes
  7. IV. La histeria como interpretación de lo femenino
  8. V. La condición femenina y el narcisismo
  9. VII. El goce
  10. VII. Las mujeres, los judíos, los psicoanalistas
  11. VIII. La condición femenina y el tiempo
  12. Epílogo para una mujer