Inferior
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Angela Saini, Alejandra Chaparro

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Angela Saini, Alejandra Chaparro

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Cuando Darwin publicó El origen de las especies, fundamento de la teoría de la biología evolutiva que revolucionó la visión de la especie humana, paradójicamente la mujer siguió en el mismo sitio, salida de la costilla de Adán, ocupando el lugar secundario al que la había llevado el dominio político y económico de los hombres.En este libro la investigadora inglesa Angela Sainirecorre rigurosamente y con amenidad alguno de los lugares comunes sobre las diferencias entre sexos más aceptadas hoy, como el de la debilidad física de la mujer respecto al hombre, el de la diferencia de cerebros o el tópico de que los hombres son más promíscuos que las mujeres.Las mujeres están muy poco representadas en la ciencia moderna porque durante la mayor parte de la historia se las ha tratado como a sres intelectualmente inferiores y se las ha excluido deliberadamente de ella.Inferiorofrece una mirada imparcial sobre el papel de la mujer a través de los siglos en el mundo de la ciencia

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Información

Año
2017
ISBN
9788412039184
Edición
2
Categoría
Storia
Categoría
Storia mondiale
1. La inferioridad de la mujer
frente al hombre
Para demostrar la inferioridad de la mujer, los antifeministas empezaron a hablar no ya de religión, filosofía o teología, como antes, sino también de ciencia: biología, psicología experimental, etcétera.
Simone de Beauvoir
El segundo sexo (1949)
Al final del verano, cuando las hojas pierden su lozanía, la Universidad de Cambridge es tan hermosa como debía de serlo cuando Charles Darwin estudiaba aquí a principios del siglo xix. Aún quedan trazas de él arriba, en un tranquilo rincón noroccidental de la Biblioteca Universitaria. Estoy sentada en la sala de manuscritos, ante una mesa con tablero superior forrado de cuero sobre la que reposan tres cartas que ya amarillean. La tinta está un tanto desvaída; los dobleces, ligeramente marrones. Juntas, las cartas narran la historia de cómo se consideraba a las mujeres en uno de los momentos cruciales de la historia de la ciencia moderna, cuando se estaban sentando los fundamentos de la biología.
La primera de ellas, dirigida a Darwin, está escrita con una caligrafía impecable en una pequeña hoja de grueso papel color crema. Lleva fecha de diciembre de 1881 y la envía la señora Caroline Kennard, que residía en Brookline, Massachusetts, una rica ciudad a las afueras de Boston. Kennard era una figura destacada del movimiento feminista local (en una ocasión, llegó a sugerir que podría haber mujeres policía). También le interesaba la ciencia. En su nota a Darwin, se limita a plantear una petición surgida a raíz de un sobresalto experimentado en una reunión de mujeres en Boston. Kennard escribe que alguien había defendido la postura de que «la inferioridad de las mujeres, pasada, presente y futura, se basaba en principios científicos». La persona que había hecho tal afirmación decía basarse nada más y nada menos que en los libros del propio Darwin.
Cuando recibió la carta de Kennard, Darwin vivía sus últimos meses de vida. Muchos años antes había publicado su obra más importante, El origen de las especies (1859), y doce años más tarde, El origen del hombre. En ellas narra cómo los hombres de su época podrían haber evolucionado a partir de formas de vida simples, desarrollando las características que les permitían sobrevivir mejor y tener más descendencia. Ambas obras contienen la esencia de su teoría de la evolución basada en la selección natural y sexual, que en la sociedad victoriana fue tan explosiva como la dinamita y cambió radicalmente la forma de pensar sobre el origen de la humanidad. Su legado aún pervive.
En su carta, Kennard asume que es imposible que un genio como Darwin piense que las mujeres son inferiores a los hombres por naturaleza. ¿Acaso se había malinterpretado su obra? «Si ha habido un error, debería hacer valer el gran peso de su autoridad y opinión», suplica.
«La cuestión a la que hace usted referencia es muy compleja», escribió Darwin al mes siguiente desde su casa de Downe, en Kent. La carta, escrita con mano temblorosa, resulta tan difícil de leer que alguien se ha tomado la molestia de transcribirla entera, palabra a palabra, en otro folio. El original se conserva en los archivos de la Universidad de Cambridge. Pero lo peor de la misiva no es la mala letra, sino lo que escribe Darwin. Si la amable señora Kennard esperaba que el gran científico le asegurara que las mujeres no eran inferiores a los hombres, debió de sufrir una gran decepción. «Opino que, si bien las mujeres suelen superar a los hombres en cualidades morales, intelectualmente son inferiores», escribe. «Y creo que, partiendo de las leyes de la evolución (si es que las entiendo correctamente), será muy difícil que su intelecto llegue a igualar al de los hombres.»
La cosa no acaba aquí. El científico añade que las mujeres, para superar su desigualdad biológica, tendrían que ganarse la vida como los hombres, lo que no sería buena idea, pues iría en detrimento de los niños y de la felicidad de los hogares. Lo que Darwin le explica a la señora Kennard no es ya que las mujeres sean inferiores, sino que ni siquiera deben aspirar a una vida más allá de sus hogares. Tal idea suponía la negación de todo aquello por lo que luchaba el movimiento feminista de la época.
Las cartas personales de Darwin se hacen eco de lo que expresa en sus libros. En El origen del hombre afirma que los varones adquirieron ascendencia sobre las mujeres, tras miles de años de evolución, a causa de la presión a la que estaban sometidos para encontrar compañera. Los machos del pavo real, por ejemplo, despliegan un brillante y hermoso plumaje a fin de atraer a las pavas, mucho menos vistosas. Los leones habrían desarrollado sus melenas por razones similares. Lo que quiere decir es que, en términos evolutivos, las hembras son capaces de reproducirse por muy soso que resulte su aspecto. Se pueden permitir el lujo de sentarse a elegir un compañero, mientras que los machos deben trabajar duro para impresionarlas, aparte de competir con otros machos para atraer su atención. Según esta lógica, en el caso de los seres humanos, la dura lucha por las mujeres ha hecho a los hombres guerreros y pensadores. Con el paso de los milenios, esto los ha convertido en mejores especímenes físicos con mentes más agudas. Desde este punto de vista, las mujeres son, literalmente, seres menos evolucionados que los hombres.
«La principal diferencia en la capacidad intelectual de ambos sexos se percibe en el hecho de que los hombres son más eminentes en cualquier cosa que emprendan, ya requiera de pensamientos profundos, de raciocinio, de imaginación o, simplemente, del uso de los sentidos y de las manos», explica Darwin en El origen del hombre. Él hallaba pruebas por doquier. Todos los escritores, artistas y científicos famosos eran varones. Asumía que esta desigualdad reflejaba un hecho biológico. Su argumento: «El hombre se ha hecho superior a la mujer».
Cuando lo leemos hoy, nos resulta sorprendente. Darwin escribe que si las mujeres han logrado desarrollar algunas de las magníficas cualidades de los hombres es porque las han adquirido de ellos. En el vientre de la madre, los niños heredan atributos de ambos progenitores y las niñas roban algunas de las cualidades superiores de sus padres. «Es una suerte que la ley de transmisión de caracteres de ambos sexos haya prevalecido en todos los mamíferos. De no ser así, es probable que los hombres estuvieran mentalmente tan dotados en comparación con las mujeres como los pavos reales respecto de las pavas.» Vale decir: ha sido un golpe de suerte biológico lo que ha impedido que las mujeres sean más inferiores a los hombres de lo que ya lo son. Intentar ponerse a la altura es perder el tiempo: supone nada menos que luchar contra la propia naturaleza.
Para ser justos con Darwin, hay que decir que era un hombre de su tiempo. Sus ideas tradicionales sobre el lugar que deben ocupar las mujeres en la sociedad no aparecen solo en sus obras científicas, sino también en las de muchos otros biólogos destacados de la época. Es posible que sus ideas sobre la evolución fueran revolucionarias, pero su actitud hacia las mujeres era sólidamente victoriana.
Podemos imaginar lo que debió de sentir Caroline Kennard al leer los comentarios de Darwin gracias a la larga e indignada respuesta que le envió. Su segunda carta no es ni mucho menos tan pulcra como la primera. En ella afirma que, lejos de verse constreñidas por el cuidado del hogar, las mujeres contribuían a la sociedad tanto como los hombres. Después de todo, las únicas mujeres que podían permitirse no trabajar eran las de clase media alta. Los salarios de muchas mujeres victorianas eran esenciales para mantener las familias a flote. La diferencia entre hombres y mujeres no era la cantidad de trabajo que aportaban, sino el tipo de trabajo que se permitía hacer a las mujeres. En el siglo xix, las mujeres no tenían acceso a la mayoría de las profesiones, ni recibían educación superior, ni participaban en política.
El resultado era que las mujeres tenían empleos peor pagados, como criadas, como lavanderas, como trabajadoras de la industria textil o en las fábricas. «¿Cuál de los esposos es el que gana el pan, cuando el marido trabaja cierto número de horas a la semana para llevar a casa una parte ridícula de sus ganancias [...] a su esposa, quien, a todas horas, con gran capacidad de sacrificio personal a la hora de ahorrar para los suyos, se esfuerza para dar buen uso a cada centavo?»
La carta termina con una nota llena de indignación: «Espere a que el “entorno” de las mujeres sea similar al de los hombres, a que tengan las mismas oportunidades, antes de juzgarlas intelectualmente inferiores, por favor».
No sé cómo reaccionó Darwin ante la respuesta de la señora Kennard. En los archivos de la biblioteca no hay más cartas de ellos dos.
Lo que sí sabemos es que ella tenía razón: las ideas científicas de Darwin reflejaban los prejuicios de la sociedad de su época y se emplearon para confirmar lo que eran capaces o no de hacer las mujeres. Su actitud se inscribe en una línea de pensamiento científico que se remonta al menos hasta la Ilustración, cuando la difusión de la razón y el racionalismo en Europa cambió la forma de pensar sobre la mente y el cuerpo humanos. «Se privilegió la ciencia porque permitía conocer la naturaleza», me explica Londa Schiebinger. Las mujeres quedaron relegadas a la esfera privada del hogar, y los hombres ocuparon la esfera pública. La función de las madres era educar a los futuros ciudadanos.
Cuando Darwin desarrolló su labor investigadora, a mediados del siglo xix, el estereotipo de mujer más difundido era el de un ser humano más débil e intelectualmente menos dotado. La sociedad exigía a las esposas que se mostraran virtuosas, pasivas y obedientes ante sus maridos. Un ideal que ilustra muy bien un famoso poema de la época, El ángel de la casa, del poeta inglés Coventry Patmore: «Debe complacer al hombre, pero complacerlo es el placer de la mujer». Muchos creían que las mujeres no eran capaces, por naturaleza, de desempeñar un buen número de profesiones. No necesitaban una vida pública. Tampoco necesitaban votar.
Cuando estos prejuicios se unieron a la biología evolutiva, el resultado fue una mezcla especialmente tóxica que e...

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