Introducción heterodoxa a las ciencias sociales
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Introducción heterodoxa a las ciencias sociales

Danilo Martuccelli

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Introducción heterodoxa a las ciencias sociales

Danilo Martuccelli

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Un relato –sin fisuras, incuestionado e influyente– estructura y condiciona las formas de pensar de las ciencias sociales. Es la narrativa occidental moderna, surgida y alimentada al calor del descubrimiento y la conquista de América en los siglos XV y XVI, y de la Revolución Industrial de los siglos XVII y XVIII, que ha construido el edificio conceptual de la excepcionalidad de Occidente.¿Es esta manera de mirar la más pertinente para hacerse las preguntas que demanda este mundo descentrado y desigual? ¿Están preparadas las ciencias sociales –como hoy se enseñan, se escriben, se leen y se aprenden– para poner en cuestión ese mundo? En este libro original y desafiante se sostiene con argumentos sólidos que es necesario "reiniciar las ciencias sociales", es decir, revisar críticamente ese relato hegemónico, no para negar su influencia o deconstruirlo, sino para insertarlo en una historia de mucho más largo aliento y extensión geográfica.A través de un recorrido apasionante que va enhebrando el devenir de civilizaciones de todo el globo –de Grecia a Persia, de Japón al África subsahariana, del mundo musulmán a América Latina, de la Antigüedad a las "modernidades múltiples" del mundo contemporáneo–, Danilo Martuccelli –académico de larga trayectoria y experiencia en la enseñanza de la sociología– cuestiona el sentimiento de superioridad occidental y se hace preguntas contraintuitivas: ¿fue realmente excepcional la modernidad occidental? ¿Fue necesario el protestantismo en el advenimiento del capitalismo? ¿El capitalismo realmente nació en el Occidente moderno? ¿Lo hizo el individualismo?En la mejor tradición del ensayo –aquel que va llevando amable y críticamente al lector de la mano de sus argumentos–, este libro está destinado a volverse ineludible en las bibliotecas de estudiantes, docentes, investigadores de las distintas ciencias sociales, y en general lectores y lectoras que busquen nuevas claves de comprensión de un mundo desconcertante.

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Información

Año
2020
ISBN
9789876299909
1. Un breve relato-mundo
La eficaz impronta de la hegemonía occidental moderna ha tenido un impacto decisivo en las ciencias sociales, pero sobre todo en la sociología. En efecto, es dentro de este marco que la sociología ha escrito su gran narrativa histórica, lo que no es necesariamente el caso de otras ciencias humanas y sociales. Pero aunque se trata de un problema agudo en nuestra disciplina, sería un error considerar que esta problemática se reduce de modo exclusivo a la sociología. Lo que está en discusión es mucho más importante. El relato hegemónico de la Modernidad occidental estructura nuestras visiones sociales e históricas de tal manera que impide captar nuevos fenómenos sociales.
Expliquemos mejor el objetivo de este primer y breve capítulo. La sociología debe romper el candado del relato hegemónico occidental moderno y en este sentido solo podemos estar de acuerdo con muchos trabajos críticos actuales. Pero, como veremos en el capítulo 4, en la medida en que varios de estos estudios no se remontan suficientemente “atrás” en la historia (ya sea porque ratifican las fronteras entre civilizaciones y períodos, ya sea porque están encerrados en un trabajo que es más que nada crítico), descuidan el esfuerzo de reconceptualización del trasfondo histórico de las ciencias sociales que en verdad necesitamos. Es con este objetivo en mente, y solo para este propósito, como debe leerse el breve relato-mundo que aquí ofrecemos y las propuestas que siguen.
Para ello movilizaremos la noción, con una alta carga polisémica, de “civilización”. Si bien este concepto tiende a veces a ser empleado para señalar un rasgo específico de la Modernidad occidental –la única “civilización” que habría alcanzado un alto nivel de evolución–, utilizaremos el término en su sentido más amplio, como una manera de identificar un conjunto de sociedades más allá de las estrictas fronteras de los Estados-nación, de acuerdo con la caracterización, más o menos lábil de la noción, presente tanto en Arnold Toynbee como en Fernand Braudel, en Jacob Burckhardt o en Ibn Jaldún. Sin embargo, a pesar de su labilidad, el uso del vocablo ha terminado restringiéndose a algunos casos particulares. Si a pesar de esta imprecisión, tal vez difícilmente superable, utilizamos el término es porque es –o sigue siendo– la principal brújula analítica de la que disponen las ciencias sociales para dar forma a un relato-mundo.[4]
El trabajo de revisión crítica del relato de la hegemonía occidental moderna debe imperativamente expandir el marco temporal (y geográfico) que este ha restringido. No es posible olvidar –o descuidar– la historia anterior. Ahora bien, esto es lo que ocurre en los hechos. Por supuesto, no cabe duda de que la historia no comienza en los siglos XVI o XVIII; pero reconocer la historia anterior, es decir, recuperarla como trasfondo histórico de las ciencias sociales, teniendo en cuenta las diversas hegemonías militar-económicas que dominaron en distintas épocas, es un enfoque que cuestiona el velo analítico que la hegemonía occidental moderna ha proyectado de manera retrospectiva sobre la historia del mundo.
Sin embargo, esta inflexión en la mirada no debe convertirse en un modo de reparar sensibilidades nacionales o religiosas al reconocer la diversidad de hegemonías históricamente rotatorias. Esto se intensifica como imperativo cuando tenemos en cuenta que cualquier relato-mundo varía según el campo elegido (cultura, arte, política). Sin embargo, es posible establecer ciertos consensos. Para subrayarlos, sin dejar de lado aspectos culturales o religiosos, privilegiaremos como hilo conductor de nuestro relato las dinámicas establecidas entre las distintas hegemonías militar-económicas.
El relato que vamos a proponer no contiene en sí mismo ninguna originalidad. Tiene una sola vocación: describir y contar de manera muy esquemática las maneras y los momentos en que las distintas partes del mundo han entrado en contacto a lo largo de la historia. La palabra contacto es deliberadamente ambigua. De hecho, se trata de un conjunto de contactos de carácter comercial (intercambios) o militar (guerras), que a menudo se prolongaron en otras formas de contactos e influencias culturales o religiosas.
Reconozcámoslo: este relato es arbitrario. La fecha de inicio que elegiremos –alrededor del siglo VI a.C– lo hace enseguida transparente, aunque solo sea porque los conocimientos disponibles sitúan el comienzo de la historia humana en el África subsahariana, una historia inseparable de la revolución neolítica y de los conflictos –y de la cooperación– entre grupos humanos desde ese período. Pero no traicionamos la verdad si afirmamos que, durante un largo período que se extiende por más de diez mil años, los contactos entre las diferentes partes del mundo fueron escasos o esporádicos (Demoule, 2017). Las hegemonías fueron, cuando existieron, muy locales, con un radio limitado. Configuraban un mundo con imperios (si los había) que ejercían dominaciones regionales más o menos fuertes, pero que no reivindicaban una dominación extendida y, aún menos, mundial. Aunque por supuesto estas denominaciones son inexactas para describir con precisión las realidades civilizatorias de este período, los “chinos”, “rusos”, “árabes”, “indios”, “europeos”, “subsaharianos”, “americanos” y muchos otros, se caracterizaron por entonces por la debilidad de sus relaciones. Por eso no es nada extraño que sea a partir de las grandes migraciones y bajo esta modalidad que se hayan descrito los primeros grandes contactos entre civilizaciones.
Será apoyándonos en esos contactos entre civilizaciones y desde el hilo narrativo de una sucesión de hegemonías económico-militares que intentaremos formular una breve recomposición de los trasfondos de un relato-mundo para uso de los sociólogos. Un breve relato que nos permitirá extraer una serie de consecuencias analíticas y heurísticas.
Los griegos y los persas
[1.] La lógica de los contactos entre civilizaciones permite en cierta medida justificar la selección del tiempo y del lugar, alrededor del siglo VI a.C. entre Grecia y Persia, como punto de partida de esta narrativa histórica. Aprovechemos a decirlo para evitar cualquier malentendido: lo que se encuentra en la base de este relato es una realidad hegemónica militar-comercial y no la existencia de una época axial común a diferentes civilizaciones en un mismo período.[5]
Sin ignorar el papel de otras civilizaciones y regiones, privilegiar la dinámica entre los griegos y los persas inscribe el punto de pregnancia de este relato (los contactos entre civilizaciones) en una región particular del mundo: la que marca el paso entre Asia y Europa o incluso África. Por cierto, existieron contactos (comerciales, militares y culturales) que precedieron a la dinámica entre griegos y persas, pero ningún otro habrá reflejado con tanta fuerza lo que caracterizará durante mucho tiempo el indiscutible lugar central de los contactos civilizatorios en el mundo. Como la geopolítica no cesa de afirmarlo, el que controla tal espacio, es decir, aquel que se abre a la extensión de tierra más grande del planeta, controla el mundo militarmente. Tarde o temprano a lo largo de la historia, siempre fue necesario pasar por allí (Kaplan, 2014; Frankopan, 2017).
La historiografía opone, por lo general, a los griegos y los persas. El contraste ha sido sin duda endurecido retrospectivamente a causa de la narrativa hegemónica occidental moderna (y la invención de Occidente), pero existen muchos textos de escritores griegos de la época que enfatizan con fuerza la oposición entre las dos civilizaciones, desde el historiador Heródoto –nacido, sin embargo, sujeto “iraní” (en 470 a.C. en Asia Menor)– hasta Esquilo y su obra de teatro Los persas, sin olvidar la centralidad de las guerras médicas y las conquistas de Alejandro. Pero esta historia de contactos antagónicos se podría escribir con facilidad a través de otra narrativa, que inserte en un marco mucho más articulado estas dos civilizaciones y subraye así un conjunto múltiple de influencias e interdependencias: el antagonismo militar, por supuesto, la competencia comercial, las comparaciones y las diferencias políticas, las influencias religiosas e incluso las discusiones filosóficas. La visión de estas dos civilizaciones articuladas entre sí tendría una doble ventaja narrativa. Por un lado, situaría el punto de gravedad “inicial” de la historia de la humanidad entre el Mediterráneo y Asia, donde se encuentra la encrucijada del espacio habitable más grande del planeta. Por otro lado, un relato así articulado, al tiempo que reconocería la importancia de las fronteras entre civilizaciones (y el trabajo histórico que los colectivos realizan para establecerlas y mantenerlas), subrayaría también la realidad histórica indiscutible de los contactos, las influencias y los préstamos (recíprocos pero jerarquizados) y en ocasiones, incluso, las auténticas interdependencias entre estas civilizaciones. La antigua Grecia, ya se trate de la Edad de Oro de Atenas, Esparta y Tebas, o de la del Imperio Macedonio de Alejandro (356-323 a.C.), es indisociable de los reinados persas. Primero, de los aqueménidas (550-330 a.C., Ciro el Grande, Darío I, Jerjes I); luego, de los seléucidas, ya bajo la dominación de Macedonia.
¿Pero por qué dar prioridad a esta región? Después de todo, los griegos y los persas tienen poco contacto con China o América (aún no “descubierta”) y de manera esporádica se relacionan únicamente con una pequeña parte de África.[6] La justificación es que, a pesar de la imposibilidad de comprender en esta época los avatares de todas las otras regiones del mundo a partir de la sola articulación greco-persa, es posible empero considerar la dinámica entre estas dos civilizaciones como la base de una hegemonía militar-comercial particular y estructurada que marcará de manera progresiva la historia del mundo en profundidad. En cualquier caso, es la narrativa combinada entre estas dos civilizaciones la que hace justicia a las conquistas de Alejandro, y –no lo olvidemos– en los siglos siguientes, la frontera del imperio de Alejandro al este, ya en tierras de la India, servirá muchas veces de límite a las expansiones que vendrán desde el oeste.
[2.] Esta hegemonía militar-comercial, tanto griega como persa, será suplantada por el Imperio Romano durante más de cuatro siglos. A condición de reconocer que el desarrollo de Roma está firmemente arraigado en sus vínculos privilegiados en torno al Mediterráneo y sus costas, Europa del Sur, África del Norte, y lo que, visto desde Europa, se denominó más tarde el Oriente Próximo y Oriente Medio. De hecho, a pesar de la expansión imperial al norte y al este del continente europeo, hacia la península ibérica (de la cual provienen muchos de los grandes emperadores romanos del siglo II d.C.), la Galia, Britania, los Cárpatos y los Balcanes, y hasta las fronteras del Imperio con los germanos, el eje de gravedad intelectual, militar y comercial de Roma siempre estuvo alrededor del Mediterráneo. Esta realidad impondrá, en el siglo III d.C., la constitución de una segunda capital en Constantinopla (antiguamente denominada Bizancio y hoy Estambul, en Turquía). Incluso el cristianismo, recordémoslo, que se extenderá poco a poco por todo el Imperio hasta la conversión de Constantino, nació en Asia, es decir, y para usar el término de los romanos, en Palestina.[7]
Tanto es así que desde el siglo III d.C., Constantinopla se convierte, si no en la capital del Imperio, en todo caso en su verdadero centro geográfico y estratégico. Los emperadores que desde entonces solo residen de manera temporal en Roma, no se instalarán necesariamente en Constantinopla, pero aun así la ciudad, ubicada en la confluencia de todos los principales ejes de comunicación, gozará de un predominio innegable (Heather, 2017: 43). Si el centro de gravedad del mundo se organiza sin duda alrededor del Mediterráneo (en Europa del Sur, África del Norte y Oriente Próximo), también se extiende hacia el este hasta Persia.
Precisémoslo: el Imperio Romano, a pesar de su magnitud, no puede explicar el mundo en toda su extensión. No hay contactos con China,[8] América y Oceanía siguen sin estar “descubiertas” y el comercio con una parte de África es escaso. Sin embargo, sin ignorar los desarrollos autónomos de estas regiones en el período, y la presencia de poderes locales dentro de ellas, una amplia historiografía da cuenta del vigor que en aquellos siglos tenía la hegemonía militar-comercial romana (las legiones serán durante siglos la columna vertebral de esta dominación). Dicha hegemonía se encuentra en el sur de Europa, en el Mediterráneo, se extiende de manera gradual hacia Constantinopla, incluye en su rivalidad a Persia, pero ya no es más patente el papel de Egipto. Hagamos hincapié en un aspecto importante, demasiado a menudo descuidado en los libros de texto: Persia, y es un caso raro en la historia mundial, experimenta un renacimiento de poderío (militar, comercial y cultural) mucho después de su conquista por parte de Alejandro, primero con los partos (248 a.C. y 224 d.C.) que resistirán a los romanos durante siglos y los obligarán incluso a firmar una paz en 166 d.C.; luego infligiendo fuertes derrotas a Roma con los sasánidas y el rey Shapur I (240-271 d.C.). Recordemos que el Imperio Persa por un lado y la Germania por el otro serán las verdaderas fronteras del Imperio Romano.
El centro de gravedad del proyecto de hegemonía comercial y militar de la época se encuentra, por lo tanto, en Roma. Pero es fácil comprender que este universo, a pesar de lo que finalmente ha fijado –o proyectado– el relato hegemónico occidental moderno de manera retrospectiva no es en modo alguno “occidental”, si con este término designamos un conjunto de características culturales, sociales y políticas que solo se producirán en Europa en los siglos XIII o XIV. Los anglosajones, los germanos y los francos –los pueblos dominantes en el Occidente moderno–, están ausentes y son incluso excluidos de esta hegemonía mundial. En cuanto a los latinos –los romanos–, su civilización se construye más por contactos (guerras, influencias, préstamos, interdependencias) con el norte de África, Oriente Próximo y Asia Menor que con el norte o el este de Europa.
El Mediterráneo, Persia, Asia Menor, la península arábiga
[1.] Después de un breve siglo marcado por diversas invasiones bárbaras (la de Alarico, en 410 d.C., dio lugar a las reflexiones históricas de San Agustín en La Ciudad de Dios), el fin del Imperio Romano de Occidente y la caída definitiva de Roma en 476 d.C., habilitaron el surgimiento de una nueva hegemonía militar-comercial más o menos compartida entre Constantinopla (el Imperio Bizantino) y los persas. Aquí otra vez la historiografía de los libros escolares no lo enfatiza lo suficiente. La especificidad persa debe subrayarse una vez más: con los sasánidas (224-651 d.C.), particularmente en los siglos V y VI, Persia obtiene de nuevo una centralidad hegemónica (Frankopan, 2017; Lewis, 1997).
Con el fin de destacar la identidad histórica de este período todavía muy marcado en esta parte del mundo por la impronta del Imperio Romano, a tal punto que las tradiciones administrativas y las identidades culturales que forjó le sobrevivirán durante unos siglos, la denominación de “Antigüedad tardía” se ha impuesto de manera progresiva. Dentro de ella, los contactos y las tensiones entre Constantinopla y Persia dan cuenta de diversas influencias culturales, de la inestabilidad religiosa y de varias guerras. Si la proyección mundial de estas dos potencias todavía tiene un radio geográfico limitado, es entre ellas que se juega el destino de los siglos V y VI en esta región. La expulsión “fuera de la historia” de Europa durante siglos es profunda, es decir, “fuera” de esta historia de control de los contactos hegemónicos militar-comerciales. Por cierto, los pueblos europeos mantienen más contactos entre sí que muchas otras regiones, como China, una buena parte de África y, por supuesto, América, pero durante la Alta Edad Media –o la Antigüedad tardía– e incluso más allá de ella, su función y su vocación hegemónica es marginal.
[2.] En el año 622 d.C., nace un nuevo proyecto religioso y político con vocación hegemónica: es el surgimiento del islam. El incremento del poderío relativamente rápido de los árabe-musulmanes se explica en parte, en su origen, por las tensiones y sobre todo por el equilibrio de poder entre los persas y el Imperio Bizantino. Los árabes aprovecharán, en el período de formación de su nueva hegemonía, las fallas de la hegemonía militar-comercial compartida precedente (aunque con una ventaja de Persia sobre Constantinopla) para extender de forma progresiva su control militar, su actividad comercial y una nueva religión, el islam, en gran parte del mundo: desde la Meca hasta la península ibérica –Al-Ándalus–, Damasco y Bagdad (que, en 932, era la ciudad más grande del mundo con más de un millón de habitantes –véase Martinotti, 2017: 83–).[9]
Entre los siglos VIII y XI, la hegemonía militar-comercial será predominantemente árabe, aunque nunca haya sido del todo uniforme, puesto que estuvo siempre marcada por una variedad de califatos. Señalemos que la separación que se establece por entonces entre un islam oriental y un islam occidental –durante siglos una división interna del mundo musulmán– va a convertirse, después de la caída de Granada (en 1492), en la frontera entre Oriente y Occidente, y separará esta vez un mundo cristiano de una tierra del i...

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