NAGUIB MAHFUZ
“EL TERROR NO HA PODIDO CONMIGO”
• Naguib Mahfuz en su casa de El Cairo en junio de 2006, un par de meses antes de morir. | KIM MANRESA / ALVG | NACIMIENTO: (Egipto, 11/XII/1911) MUERTE: El Cairo (30/VIII/2006) LUGAR Y FECHA DE LA ENTREVISTA: El Cairo (junio del 2006) |
CUATRO OBRAS DESTACADAS:
· El callejón de los milagros (1947). Su obra más célebre. Entre el realismo y el costumbrismo, describe la vida de unos personajes aislados en un barrio humilde, con los mayores incapaces de adaptarse a la modernidad y los jóvenes soñando con huir.
· Entre dos palacios (1956). Finales de la década de 1910 en El Cairo. La familia Abd al Gawwad, símbolo de la clase media, cuenta con un padre tradicional, autoritario y con doble vida. Sus hijos varones estudian o trabajan y las hijas están recluidas en casa. Compone la llamada trilogía de El Cairo, junto con Palacio del deseo y La azucarera.
· Miramar (1967). Los residentes de una pensión en Alejandría, propiedad de la griega Mariana, interactúan en torno a Zohra, una hermosa campesina que ha dejado su pueblo. Retrato del Egipto posrevolucionario.
· Diálogos del atardecer (2003). Libro de aforismos y alegorías en la etapa final de su vida que la sudafricana Nadine Gordimer consideró “más valioso que una autobiografía” porque es la manera de conocerle por dentro.
Naguib Mahfuz no puede vernos. Ni oírnos. Al llegar al comedor de su piso en El Cairo, nos recibe en bata y zapatillas, y le apretamos la mano fuertemente, durante un buen tiempo, para que adivine el afecto y la admiración que despierta en nosotros. Mientras nos invita a sentarnos en el sofá, su mujer –ataviada a la oriental, con un pañuelo azul en la cabeza– nos sirve té y repostería variada. Encomendamos el desarrollo de la entrevista a uno de sus mejores amigos, el también escritor Mohamed Salmawy, que le traducirá al árabe nuestras preguntas, gritándoselas a veinte centímetros de la oreja, a un altísimo volumen. La escena, que se repetirá a lo largo de varios días –Mahfuz se cansa mucho de hablar–, desprende, contra lo que pudiera parecer, una aureola de dignidad. El termómetro marca 37 grados, y estamos en el Cairo. El bullicioso Cairo de Naguib Mahfuz.
Los días del premio Nobel de Literatura de 1988 se parecen uno a otro. Acaban siempre con una pastilla (“la necesito para dormir”). Por la mañana, se levanta muy temprano, y lo primero que hace es concentrarse: “Intento memorizar lo que he soñado, tal vez escriba sobre ello”. Después de desayunar, recibe a su amigo, el señor Sabry, que le lee la prensa del día y algunos libros. Más que leerle, el señor Sabry le grita al oído, como el señor Salmawy durante nuestra entrevista. Más tarde, una vez ha comido, Mahfuz sale de tertulia, a charlar con sus amigos, un grupo diferente de amigos cada día (aunque alguno de ellos repite turno), en diferentes cafés, bares y hoteles de la ciudad, hasta las diez de la noche. Nada recluye a Mahfuz, que va a cumplir 95 años, es ciego, casi sordo y no puede hablar demasiado tiempo seguido. Sus actividades habituales incluyen sesiones de fisioterapia tres veces por semana.
¿Cómo sería la vida de Naguib Mahfuz sin la puñalada que recibió la tarde del 14 de octubre de 1994? Aquel día, el escritor, tras salir de su casa, fue atacado por un integrista religioso, que consiguió clavarle un cuchillo en el cuello. Salvó su vida porque el amigo que le acompañaba en aquel momento era médico y porque el atentado se produjo al lado de un hospital. Desde entonces, le acompañan las secuelas de aquel ataque. Por ejemplo, su mano derecha quedó paralizada. “Tuvo que aprender de nuevo a coger el lápiz –nos cuenta Mohamed Salmawy–, ¡él, que había recibido el mayor premio literario del mundo! Y lo hizo sin quejarse. Consiguió al final, tras mucho ejercicio, poder escribir media hora al día, aunque nunca más aquella letra clara de antes”. Mahfuz nos muestra, trabajosamente, su caligrafía actual, que le permite escribir alguna frase corta o firmar un libro. Parece la letra de un niño.
Por las mañanas, recorremos los callejones, mercados y cafés tradicionales descritos en las obras de Mahfuz (“no hace falta que vayan a este –nos advierte–, ahora es un restaurante moderno”). Por las tardes, le acompañamos a sus legendarias tertulias cairotas. Hoy es domingo, y estamos esperándole en la puerta de su casa, en el mismo lugar donde lo apuñalaron. Hay un gran despliegue policial. Tres agentes en la calle, otro en una garita de seguridad, un falso taxi que lo va a trasladar a un hotel y, nos dicen, varios miembros de la secreta dando vueltas por el barrio (sospechamos de un repartidor de pizzas que aparece una y otra vez con el mismo cargamento bajo el brazo). Cuando Mahfuz aparece, del brazo de su amigo Fatehy Hashem, el médico que le salvó la vida en 1994, percibimos el simbolismo de ese paseo diario, como si el lento andar del escritor nos dijera: “¿Lo ven? El terror no ha podido conmigo, sigo yendo de tertulia”.
Lo único que el atentado cambió son los lugares de esas reuniones, por motivos de seguridad. El casino Opera, el café Riche, el Ali Baba, el Qasr al Nil… tuvieron que ser sustituidos por lugares más seguros. Hoy toca en el bar Napoleón, en un piso del lujoso hotel Shepheard. Mahfuz y el doctor Hashem llegan primero y se sientan a esperar. El único Nobel en lengua árabe nos cuenta: “He tenido que reducir mi ritmo de cigarrillos. En vez de fumarme tres al día… he pasado a dos”, dice sonriendo como un pillo.
Van llegando contertulios. Hoy, asisten al encuentro una periodista irlandesa, además del director de cine Essam Deraz –que ha rodado un documental sobre el escritor–, el ingeniero Mohamed el Kafrawy, un redactor de la revista Juventud… Todos se van turnando para presentarse a gritos a Mahfuz, quien asiente, sonríe o entabla una conversación, según los casos. La mayor parte del tiempo, sin embargo, permanecerá quieto, sumido en su oscuridad, mientras los demás hablan. Parece feliz, como si le bastara saber que está rodeado de amigos.
El cineasta Deraz le ha repetido hasta cinco veces quién es, pero su suave voz no consigue traspasar el oído de Mahfuz. Mucho mejor, para ello, la gravedad del timbre del ingeniero Kafrawy, que le ha traído una docena de recortes de periódicos de la última semana “para que comentemos la jugada, Naguib”. Así, Mahfuz y Kafrawy hablan de los resultados del Mundial de fútbol, del papel de Gerry Adams en el proceso de paz de Irlanda, de la lucha entre Hamas y Al Fatah en Palestina o del auge de fanáticos religiosos dentro del país. Entre sodas y tazas de té (nadie toma alcohol), transcurre la tarde, convertida en una celebración de la amistad.
“Es cierto –nos dirá Mahfuz, al día siguiente, en el salón de su casa–, la amistad, en esta etapa de mi vida, es lo más importante. De ella saco el apoyo y la fuerza necesarios para vivir, un día tras otro. Ahora ya no puedo leer ni escribir, pero mis amigos son mis ojos, mis orejas y mi pluma. Sin ellos, estos hubieran sido los años más miserables de mi vida. Mis carencias me aíslan del mundo, así que tengo que preguntarles qué cosas nuevas suceden en el campo de l...