
- 144 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Jesús, el hijo salvador
Descripción del libro
¿Quién fue realmente Jesucristo? ¿Por qué le siguen todavía millones de personas? ¿Qué dice sobre él la historia y la Biblia? ¿Era un hombre como nosotros, y además era Dios? ¿Cómo era su personalidad, su psicología, su manera de comportarse?
En este breve estudio de cristología, el autor expone los resultados de la ciencia teológica de un modo accesible y sintético, abordando el misterio de Jesucristo, su persona y su doctrina.
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Información
V. LA OBRA SALVADORA DE CRISTO
1. LA FINALIDAD DE LA MEDIACIÓN SALVADORA DE CRISTO
El designio de Dios
Dios ha creado al hombre para su propia gloria y para la felicidad humana. Lo hizo a su imagen y semejanza, lo consideró su “hijo” y lo llamó al amor y a la comunión filial con Él. Lo creó como persona, es decir, como un ser espiritual y libre. Por eso la vocación al amor era, para el hombre, una tarea a realizar mediante su propia libertad, no un estado que se alcanzaría de modo automático (es decir, él no estaba sujeto a leyes fijas, como las de los astros). La amistad con Dios en el cumplimiento de esa tarea lo habría conducido a una vida inmortal, habría podido participar de la vida divina. El hombre, por tanto, respetaba el plan de Dios cuando vivía de acuerdo con su propia finalidad, de modo justo, como un buen hijo de Dios.
La ruptura de la comunión con Dios
El pecado, sin embargo, ha hecho que en la práctica ese proyecto fuera inviable. Desde el primer momento, el hombre perdió la amistad con Dios y se incapacitó para glorificarlo con sus obras. Se alejó de Dios y se sometió al poder del Diablo y de sus propias pasiones. Empezó a sufrir la atracción de lo efímero y de lo perverso. En esta situación, aunque había sido creado por Dios como imagen suya, el hombre estaba perdido, desorientado: era incapaz de alcanzar el destino feliz que Dios había querido para él. El Antiguo Testamento nos muestra abundantes ejemplos de la dificultad que tenía el hombre para seguir el camino que Dios le había marcado. De hecho, después del pecado de la primera pareja, la rebelión y la desobediencia a Dios se difundieron por el mundo como una auténtica plaga. Tanto que, según la Escritura, «le pesó a Dios el haber hecho al hombre en la tierra» porque vio «que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo» (Gn 6, 5-6 ).
Sin embargo, Dios es rico en misericordia y había reservado en su corazón un proyecto para salvar a las criaturas. Una de las plegarias eucarísticas de la misa lo afirma con palabras incisivas y hermosas: «Cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres…» (Misal Romano, Plegaria eucarística IV). Las alianzas del Antiguo Testamento pactadas con Noé, Abrahán, Moisés, etcétera, reflejan la iniciativa gratuita de Dios para reconducir gradualmente el hombre hacia Sí. El objetivo de estas alianzas era, según san Ireneo, “acostumbrar” al hombre a vivir con Dios, educarlo en el conocimiento de Dios. Entre ellas fue especialmente importante la alianza con Moisés, porque Dios eligió a Israel como su pueblo y estableció con él una relación muy estrecha. Pero, desde el principio, el pueblo tuvo poca fe en Dios y desoyó sus llamadas para que fueran fieles al pacto.
Al final, tras siglos de subsistencia precaria de esa relación, los últimos profetas del Antiguo Testamento tuvieron que admitir, con amargura, que el pacto había fallado en su realización práctica. Había faltado en el pueblo una fidelidad verdadera y duradera a la alianza. Estos profetas notan que la fragilidad de la criatura humana no facilita esa correspondencia de amor generoso que Dios se merece. Por eso, anuncian para el futuro, para los tiempos del Mesías, una intervención divina que, por fin, cambiará radicalmente la situación y transformará la fragilidad del hombre en docilidad firme, para que el hombre pueda gustar y desear el amor de Dios.
La raíz del problema
La debilidad intrínseca que señalan los profetas tiene su raíz en el pecado original. Veamos cómo lo explica el Credo del pueblo de Dios (Pablo VI, 1968):
La culpa original cometida por Adán hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado (EV, vol. 3, n. 552).
El primer pecado no quedó confinado en la esfera de la conciencia individual de nuestros primeros padres, sino que alteró profundamente a toda la especie humana. Produjo en Adán una ruptura interior de su relación con Dios, fruto de la culpa, que condicionó toda la existencia humana posterior. Por haber truncado voluntariamente la relación con Dios, Adán quedó en cierto modo herido. Esto no debe sorprendernos: para el hombre, la amistad con Dios no es cuestión de poca importancia. La finalidad de la criatura humana, su destino, consiste precisamente en la comunión con Dios. Puesto que el hombre había sido pensado por Dios “en Jesucristo” y había sido destinado a ser hijo de Dios, la renuncia voluntaria a todo eso no podía dejarle incólume. La pretensión de expulsar a Dios del horizonte humano tiene consecuencias: genera un desequilibrio y un desorden del que derivan la autosuficiencia, la autojustificación, la perdición en las criaturas y una conciencia opaca acerca del bien y el mal que acaba convirtiéndose en algo habitual. Este “estado” deteriorado del hombre es lo que, desde los primeros padres, se transmite a los descendientes con la generación. La larga cadena de las generaciones transmite de padres a hijos una humanidad privada de la gracia, de la santidad y de la amistad con Dios, con dificultad para reconocer el proyecto de Dios (herida en el conocimiento), débil a la hora de realizarlo (herida en la voluntad), y desordenadamente seducida por los bienes del mundo (herida del desorden de la concupiscencia).
Naturaleza de la obra de salvación
La venida de Jesús se sitúa en este contexto. Jesús viene al mundo a restaurar el proyecto de Dios, y a llevarlo a cumplimiento. No viene a inaugurar un proyecto nuevo, como si el anterior hubiese sido cancelado, sino a volver a abrir el que existía y encaminarlo hacia la salvación. Jesús “retoma” el plan de Dios, que había sido bloqueado precisamente en el punto donde se había detenido: a partir de la situación en la que había quedado la humanidad, incapaz de levantarse por sí misma, marcada por la oscuridad y por la ruina, por la fragilidad moral, por el sufrimiento y por la muerte.
Jesús entra en el mundo que yace en estas condiciones porque quiere recomponerlo desde dentro. Por eso toma en sus manos la situación de Israel, tras siglos de confusión y derrotas, y se inserta plenamente en el contexto religioso de la historia de la salvación. Viene al mundo para llevar el peso de una humanidad abatida y de un Israel mortecino, para rescatar a ambos de una existencia desgraciada. Desea encaminar nuevamente, por el camino recto, a una humanidad alejada de Dios, que ha abandonado la senda recta de la bondad y de la justicia, y que marcha hacia adelante sin rumbo, como un tren fuera de control. Es necesario que esa humanidad vieja se rehaga en una nueva, y que esa humanidad nueva alcance efectivamente la unión definitiva con Dios. Este es el motivo por el que Jesús se convierte en “uno de nosotros”.
Una explicación
¿Cómo logra Jesús reconducir el mundo de los hombres al amor paterno de Dios? Para responder a esta pregunta, hay que analizar la relación que Jesús instaura con los demás hombres y con el mundo, con la realidad que ha venido a salvar. El mundo es maravilloso porque es fruto del Creador, pero con frecuencia está alejado de Dios por el pecado. Ese mundo hermoso, pero deshecho por el pecado, se presenta ante Jesús en cada momento e interpela a su conciencia humana, a su espíritu humano, que es la sede del amor del Padre. De ese contacto suyo con el mundo nace, por así decir, la realidad redimida, el mundo y el hombre tal como los desea el Padre: maduran en el alma de Cristo, en su conciencia y en su corazón.
El Reino de los cielos adquiere forma humana en la intimidad de su corazón, y de ahí mana también la gracia del perdón, la luz para caminar y la fuerza que sostiene en el camino. Ahí se forjan los modelos que Jesús propone, los juicios que indican lo perfecto, los consejos sobre lo que agrada a Dios Padre. Y ahí se hace frente también al mal. Porque, al entrar en contacto con la humanidad, Jesús hace también experiencia de la maldad humana, de la mentira, de la traición. Y así puede albergar en Sí mismo la gran aflicción que es el fruto de nuestros pecados. En el acontecimiento de la Cruz, ese sufrimiento penetra en su corazón y se convierte en sacrificio extremo. La maldad y la injusticia, de las cuales el hombre es a la vez causa y víctima, son para Jesús fuente de un sufrimiento que Él acoge voluntariamente por nosotros, como signo de gracia y de perdón, y como reparación al Padre por nuestros pecados. El alma de Cristo contiene la medicina para reconstruir la humanidad. Su amor sacrificado purifica a la humanidad del pecado.
En definitiva, Jesús consigue recuperar el mundo, con la ruina que ha producido el pecado, cuando le abre la puerta de su alma y lo pone en contacto con la justicia y con el amor de su corazón. De este modo lo introduce nuevamente en el plan de Dios y lo reconduce al Padre. Podemos desarrollar esta idea con una analogía: pensando, por ejemplo, en una vasija de porcelana que se ha roto y necesita recomposición. La reparación se hace retomando los trozos y pegándolos en torno a algo que actúe como soporte. En nuestro caso, el objeto roto es el hombre, el mundo de los hombres, y en cierto sentido también la creación material, que está ligada a él. En toda esa realidad ha penetrado la caducidad, que el hombre experimenta de muchas maneras: en la precariedad de lo que es y de lo que tiene, en la indolencia del cuerpo que carga su peso sobre la debilidad del alma, en las insidias de una sociedad movida por incontables egoísmos.
Jesús se pone en contacto con ese mundo decaído y permite que penetre en Él espiritualmente y se haga experiencia humana suya. Es verdad que esta experiencia de Jesús, por sí sola, no basta para realizar eficazmente la recomposición, pues esta requiere un acto de Cristo, de modo análogo a como la porcelana rota necesita de la destreza del artesano que aplique la cola a los fragmentos rotos y recomponga el objeto. El acto de Jesús consiste en esto: en reunir la realidad en su espíritu humano y aplicarle la cola de su gracia filial, para integrar todo, unido de nuevo, en el plan de Dios. La gracia de Cristo, la caridad de su corazón, su justicia y santidad, son como la cola que, cancelando las fracturas, reúne los fragmentos y hace posible que el objeto recupere su forma originaria. De este modo, queda curado en Jesús todo el contexto humano con el que Él entra en relación. Todo queda despojado del pecado, y vuelve a adquirir su sentido en el plan de Dios. Y entonces, no existe solo Jesús, sino Jesús junto con el mundo que ha sido reconciliado en su corazón y que ahora lleva consigo: un mundo apto para ser comunicado a los hombres.
La obra de la salvación se concentra, en la práctica, en que Jesús ha hecho nacer en Sí mismo, con su vida y con su muerte en la Cruz, este mundo agradable a los ojos del Padre; un mundo que forma parte de Él, que se hace palabra con su predicación que Él ahora, resucitado, puede comunicar a los hombres, de modo que la gracia y la novedad de su mundo interior se hagan realidad en ellos. Algunos Padres de la Iglesia, especialmente de la tradición griega, han resumido estas ideas con el término “recapitulación”. Al afirmar que Jesús recapitula en Sí mismo toda la realidad, han querido decir que lo que sucede en la vida de Jesús, desde el nacimiento hasta la Cruz y la Pascua gloriosa, constituye un misterio que se puede comunicar a los hombres para su salvación. La vida de Cristo, su muerte y resurrección, es gracia donada al hombre para que, a través de ella, pueda recorrer su propio camino y pasar del pecado a la gracia y de la gracia a la gloria. Esta comunicación que Jesús hace de Sí mismo tiene lugar mediante su Espíritu y a través de la acción de la Iglesia y de los sacramentos, y su finalidad es que los discípulos puedan vivir una verdadera vida de hijos de Dios y realizar así el destino que el Padre ha querido desde siempre para ellos.
El lenguaje de la salvación
En todo caso, la Iglesia siempre ha hablado de la obra salvadora de Cristo con una multiplicidad de lenguajes. Ya en el Nuevo Testamento s...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- CONTENIDO
- ABREVIATURAS
- PRESENTACIÓN
- I. JESÚS EN EL CONTEXTO DE LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN
- II. QUIÉN ES JESÚS SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO
- III. CRISTO EN LA HISTORIA DEL DOGMA
- IV. HACIA UNA COMPRENSIÓN DE LA PERSONA DE CRISTO
- V. LA OBRA SALVADORA DE CRISTO
- VI. LOS BENEFICIOS DE LA SALVACIÓN
- AGRADECIMIENTOS
- ANTONIO DUCAY