Millán-Puelles. IV. Obras completas
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Millán-Puelles. IV. Obras completas

  1. 296 páginas
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Millán-Puelles. IV. Obras completas

Descripción del libro

Este cuarto volumen comprende el título La estructura de la subjetividad (1967). Con un permanente horizonte metafísico, Millán-Puelles ha desarrollado una ontología del espíritu que investiga la articulación de las facultades superiores en la estructura trascendental del sujeto. Razón y libertad son temas de los que siempre parte y a los que continuamente retorna. La amplitud de su planteamiento filosófico le permite abrir su indagación hacia cuestiones específicas del ámbito económico, social o cultural, con lo que sus hallazgos antropológicos quedan contrastados en campos aparentemente ajenos a su ontología del ser humano. Su amplia bibliografía es clara muestra de la universalidad de sus intereses intelectuales, que cubrían la práctica totalidad del saber filosófico.

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Información

Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788432143588
Categoría
Literatura

TERCERA PARTE
LA INTIMIDAD SUBJETIVA

SECCIÓN PRIMERA
LAS APORÍAS A LA INTIMIDAD

Para el esbozo, que ulteriormente habrá que desarrollar en este mismo capítulo, de las más importantes aporías a la noción de la «intimidad subjetiva», nos proporciona un primer criterio tipológico la distinción entre la subjetividad «consciente en acto» y la subjetividad «aptitudinalmente consciente». De una manera muy amplia, la voz «intimidad» puede ser referida a los dos miembros de esta distinción, si bien, como en seguida habrá que ver con todo el detenimiento necesario, su sentido se determina en cada caso por las respectivas inflexiones. Algo enteramente paralelo hemos venido haciendo en el uso del término «trascendencia». Por una parte, se ha empleado esta voz para significar un trascender pasivo o receptivo, que conviene a la subjetividad en el nivel, enteramente preconsciente, en el que se ejerce sobre ella la eficacia de una fundamental apelación. Este nivel es el que corresponde a la subjetividad aptitudinalmente consciente, aunque mediante esta afecta, en realidad, y en cualquier situación, a la subjetividad entera. Por otra parte, también se ha hablado aquí de «trascendencia» para expresar con este mismo término la índole intencional de las operaciones de la vida consciente o, lo que en nuestro caso da lo mismo, de la subjetividad en el nivel de la conciencia en acto.
La distinción entre estos dos niveles no debe interpretarse en el sentido de que ambos planos de la subjetividad permanezcan aislados entre sí. Como ya se aclaró, el que sirve de base condiciona todo el dinamismo operativo de la vida consciente, y todavía es preciso insistir en que la misma subjetividad consciente en acto es también, por esencia, subjetividad aptitudinalmente consciente. Ninguno de sus actos de conciencia es en ella otra cosa que la actualización de una aptitud por la cual, y no por su ejercicio, se define. La esencia de la subjetividad consciente en acto no es ningún determinado acto de conciencia, sino la aptitud, en que la subjetividad siempre consiste, de llegar a ejercerlo.
Una vez hechas estas aclaraciones, queda libre el camino para la distinción de la «intimidad de la subjetividad consciente en acto» y la «intimidad de la mera subjetividad aptitudinalmente consciente», y ello, desde luego y por completo, de un modo paralelo al de la distinción de las respectivas «trascendencias». En su primer sentido, «intimidad» expresa aquí la propiedad por la que, ante todo, cualquier acto de la vida consciente connota a la subjetividad que lo realiza. Es, pues, en primer lugar, una autopresencia inadecuada, pero absolutamente indispensable para la misma heterología de toda aprehensión y volición según el modo de la finitud de nuestro ser. Y en segundo lugar, también corresponde a este sentido la tautología de la reflexividad de la conciencia, como una cierta auto-objetivación. En cambio, la intimidad de la mera subjetividad aptitudinalmente consciente es el ser en el que la subjetividad siempre consiste «previamente» a sus actos de conciencia (no solo, pues, su sustancia, sino también todas sus determinaciones estables). Claro es que los mismos actos de conciencia no son formalmente íntimos en esta segunda acepción, pero lo son, en cambio, en la primera, si bien hay que observar que la autopresencia que poseen no es nada sobreañadido a la de la subjetividad que los realiza.
Dos grupos bien definidos cabe hacer en una esquemática enumeración de las principales aporías a la intimidad de la subjetividad consciente en acto: 1.º, el de las que llegan a negarla, por considerarla incompatible con la esencial heterología de la conciencia; 2.º, el de las que la afirman, pero precisamente en calidad de un hecho negativo. Y por su parte, las aporías a la intimidad de la subjetividad aptitudinalmente consciente también pueden ser clasificadas, de un modo muy sumario, en otros dos grupos: 1.º, el de las que niegan tal intimidad, considerándola una «ficción metafísica», enteramente opuesta a los postulados y al espíritu del método científico; 2.º, el de las que la admiten, aunque tan solo como una mera condición «formal», desprovista de todo «contenido».
Por último, y para dejar bien aclarada la significación de este inicial esbozo tipológico, conviene reparar en que ni en él, ni en las consideraciones subsiguientes, se trata de una reseña de fórmulas literales ni de nada que se le pueda parecer. En la mayoría de los casos, el término «intimidad» no es empleado por quienes rechazan la idea. Mucho menos debe buscarse en ellos una distinción terminológica como la aquí propuesta para señalar la diferencia entre la tautología subjetiva y el ser que establemente le subyace. Son los conceptos, y no las palabras, lo que aquí se ha intentado recoger.

I. APORÍAS A LA INTIMIDAD CONSCIENTE EN ACTO

1. OPOSICIÓN A LA HETEROLOGÍA DE LA CONCIENCIA
A la idea de una intimidad consciente en acto se oponen, en primer lugar, como ya vimos, todos los prejuicios que la excluyen por considerarla incompatible con la «heterología» de los actos conscientes. Una fórmula que vale para el caso, si se la toma en su literalidad, es la de Merleau-Ponty: «Los actos de nuestro Yo son de tal índole que se rebasan a sí mismos, y no hay intimidad de la conciencia» (Phénoménologie de la perception, parte III, I). La negación es tajante. No hay, no puede haber, ninguna intimidad de la conciencia, porque los actos del Yo trascienden necesariamente de sí mismos, y ello, por cierto, en virtud de su propia índole, ni más ni menos que porque su ser consiste en trascender. No parece que haya que preguntarse de qué conciencia se trata, en qué sentido se habla aquí de ella. La conciencia consiste, lisa y llanamente, en los actos del Yo. Aquello a lo que se le niega así la intimidad son, por tanto, esos mismos actos trascendentes, de suerte que toda nuestra conciencia es trascendencia: por esencia, actividad de trascender. Ni tampoco parece que haya que aclarar lo que se entiende por intimidad. La cosa está bien clara: intimidad es justo lo contrario de la índole activamente trascendente de los actos del Yo, el imposible que sería preciso para que tales actos fuesen inmanentes como actos de conciencia.
A este sistema autónomo de «claridades» se opone, sin embargo, una cuestión: ¿hasta qué punto y por qué no pueden ser activamente inmanentes los actos de nuestro yo? ¿Tan solo porque son activamente trascendentes? Esta razón no basta, de no ser que ya se sobreentienda por inmanencia activa la de una actividad vuelta sobre sí propia de tal forma que ella y tan solo ella constituya su legítimo objeto intencional. Pero no es esa la única manera en la que cabe hablar de una inmanencia activa de nuestros propios actos de conciencia. Además de que en su dimensión estrictamente física estos actos son, en cuanto tales, inmanentes, acontece que su objeto intencional, aunque distinto de ellos, es el objeto de una actividad inobjetivamente autopresente. Esta autopresencia inobjetiva, constituida como una tautología irreductible a toda forma de auto-objetivación (tanto adecuada, como inadecuada), es, sin duda alguna, intimidad, no una intimidad objetivada, ni tampoco una intimidad incompatible con la activa trascendencia hacia un objeto, sino una intimidad tan solo subjetiva, aunque por supuesto activa: la que más formalmente pertenece a la subjetividad consciente en acto.
La causa de que nominalmente se rechace una intimidad que, sin embargo, es afirmada de hecho, consiste, sobre todo, en la dificultad de exponerla sin incurrir en grave deformación. En realidad, las negaciones de esta intimidad prestan mejor servicio que las afirmaciones de la misma no suficientemente matizadas. Los complementos que Merleau-Ponty le da a su fórmula acaban siendo una verdadera afirmación, no, ciertamente, de índole nominal, pero sí conceptual y hasta exagerada, según se observa en la descripción metafórica del cogito como un «contacto simultáneo con mi ser y con el ser del mundo». Sería, no obstante, excesivo aplicar a esta fórmula el mismo rigor que su autor ha aplicado sobre la palabra «intimidad». En cualquier caso, es imposible eludir por completo el riesgo de las metáforas. Lo que resulta posible es compensar las unas con las otras; y lo más necesario consiste en no confundir los respectivos planos de la tautología y la heterología.
La intimidad de la subjetividad consciente en acto, la que formalmente se articula con la actividad de trascender, además de no ser un a priori de esta actividad o de su objeto, tampoco es nada que pueda serles «simultáneo», si por tal simultaneidad debe entenderse la que afecta a los términos de una correlación. Correlativo de un objeto dado, o bien de la actividad de darlo como objeto, es tan solo otro objeto que en cuanto tal se da, o bien la actividad correspondiente. Por el contrario, la intimidad de la subjetividad consciente en acto tiene un carácter formalmente subjetivo, que excluye, según se dijo, no al objeto intencional del trascender, sino a la propia objetivación total del ser que activamente se trasciende. Y porque excluye a esta objetivación, o mejor, porque no está determinada por ella, la autopresencia de la subjetividad consciente en acto puede y tiene que darse en la misma actividad de trascender intencionalmente hacia un objeto. En este sentido cabe, en efecto, decir que no hay una pura intimidad de la subjetividad que se trasciende, una tautología cerrada y absoluta, independiente de toda heterología, de tal manera que el acto de trascender fuese otra actividad, un acto nuevo; pero ello obliga a reconocer al mismo tiempo que no hay tampoco una absoluta trascendencia activa de la subjetividad consciente en acto, un puro éxtasis, una heterología independiente de la connotación de la subjetividad activa. Y además de no haberla, tampoco es concebible. En la actividad de trascender, la subjetividad se enajena, pero no por completo, no para perderse como subjetividad, sino al contrario, para ganar la «presencia inobjetiva» de sí misma.
La única simultaneidad que cabe atribuir a esta presencia con relación a la presencia objetiva del término intencional del trascender es la que se declara al afirmar que la una y la otra se dan en un solo acto; de suerte que tampoco hay que pensar en una simple simultaneidad cronológica, en la medida en que esta se predica propiamente de dos actos distintos, ya sean independientes, ya enlazados en la unidad de una estructura. Tautología y heterología se dan aquí, en la unidad de la subjetividad consciente en acto, como dos dimensiones de un solo y mismo acto, siendo la intimidad la dimensión subjetiva y connotada, mientras que la presencia de un objeto es formalmente la dimensión objetiva y temática, la que define el sentido de la intención en su modalidad más natural, que es la que corresponde a las vivencias originarias y no a los actos de la reflexión estrictamente dicha.
La dificultad de «exponer» esta tautología inobjetiva en que consiste la intimidad más formal de la subjetividad consciente en acto, se debe principalmente a tres razones que se ayudan o complementan entre sí: 1.ª, la ya aludida al señalar el riesgo, nunca enteramente superable, de las interpretaciones metafóricas, en las que hay siempre un cierto deslizamiento hacia las realidades corporales; 2.ª, la tendencia al lenguaje de la objetividad intencional o, respectivamente, al del trascender activo hacia la misma; 3.ª, la posibilidad de interpolar la descripción de las vivencias originarias con lo que es específico de la reflexión estrictamente dicha. Examinemos sucesivamente estas razones.
El deslizamiento hacia la realidad corpórea no se debe tan solo a la fuerza de las metáforas ni al origen empírico o sensorial de todos nuestros conceptos. Hay, ante todo y fundamentalmente, el hecho de que la subjetividad autopresente es por esencia su cuerpo, aunque no más que en una forma inadecuada. Esto lleva consigo, además de una inclinación al uso de expresiones que según su acepción más rigurosa convienen a los cuerpos y solamente a ellos, también una connotación del cuerpo propio en calidad de algo que ella misma es. La tautología inobjetiva de la subjetividad consciente en acto es algo más que esta tautología del cuerpo propio, pero la incluye o complica, sin necesidad de un acto nuevo. La misma connotación de la subjetividad que se trasciende es ya connotación del cuerpo propio. De ahí que cuando se afirma que la interpretación sustancialista de la subjetividad implica unas categorías de significación evidentemente corpórea no solo se dice algo muy cierto, sino también algo que no debe reprocharse a esa interpretación. El uso de las categorías corpóreas en la teoría sustancialista de la subjetividad responde a la connotación del cuerpo propio en la realidad de ciertas vivencias originarias; y no es la fidelidad a estas vivencias lo que hay que censurar a la interpretación de las mismas (una interpretación que es sustancialista no por estar inadvertidamente contagiada de categorías corpóreas, sino, primariamente, porque la propia subjetividad se advierte, en algunas de sus vivencias, como una sustancia que también es cuerpo).
La tendencia a expresar la intimidad de la subjetividad consciente en acto por medio del lenguaje de la objetividad no es otra cosa que una manifestación de la dirección natural de nuestro ser hacia el término intencional de sus vivencias. Nuestro ser se realiza, en la vida consciente, como una dirección hacia algo otro. Vivir con otros seres y entre ellos significa, para la subjetividad, primordialmente, tenerlos ante sí, contar con ellos como con algo que objetivamente se presenta en calidad de otro, tanto en lo que de negativo tiene esto, como también según su aspecto positivo. Ello explica la tentación de concebir el trascender activamente intencional como excluyente de la intimidad subjetiva, pero sobre todo explica la tendencia a referirse a esta en un lenguaje idóneo para lo que la subjetividad tiene ante sí. Y en rigor toda dicción, toda palabra, es ya una cierta objetivación de lo que expresa; una objetivación que desde luego implica una subjetividad activa, pero también a su vez una subjetividad que, justamente en tanto que es activa según el modo peculiar de la conciencia, se halla intencionalmente enderezada hacia algo distinto de ella misma y de su propio acto. Que no se dé en la trascendencia intencional una completa y pura enajenación ni pueda tampoco haberla (¿cómo podríamos luego objetivarla en su mismo concepto?) no quiere decir que, desde una absoluta autoposesión, la subjetividad con-descienda o trascienda hacia algo otro. La subjetividad consciente en acto se autoposee en la dirección hacia el objeto de alguna vivencia originaria, aun en el caso de la reflexión estrictamente dicha que, por muy encumbrada que se encuentre, es siempre reiterativa de alguna vivencia de esa clase y, por lo mismo, del objeto de ella. (La posibilidad de reiterar la reflexión está condicionada por la necesidad de reiterar alguna vivencia originaria y, con esta, su objeto. Si este llega a evadirse totalmente del campo de la atención, ya no hay propiamente reflexión como acto que actualmente se ejecuta. Lo que subsiste es solo la «idea» del reflexionar.)
La exposición de la intimidad subjetiva tal como esta se ejerce según su forma más propia (la que corresponde al cumplimiento de las vivencias originarias) es una reflexión estrictamente dicha, o incluso el fruto, mejor o peor logrado, de una tal reflexión; de ahí la posibilidad de deformar la originaria tautología subjetiva, interpolándola con lo que de un modo propio pertenece al acto de pensarla. Reflexionando sobre una vivencia originaria, la intimidad de la subjetividad consciente en acto queda parcialmente objetivada: se me presenta como un cierto objeto, como algo ante mí. Si yo no me doy cuenta de que esto se debe a la reflexión —por tanto, si no reflexiono nuevamente—, pienso que mi autopresencia originaria es formalmente objetiva, lo mismo que la del objeto intencional de mi acto de trascender y en la concreta forma de un correlato de ella. La tosquedad y la esencial falsedad de esta interpretación de la tautología originariamente subjetiva pueden ser superadas, tal como se acaba de decir, por medio de una nueva reflexión, pero también pueden agravarse si no se atina a recobrar la diferencia entre la reflexión y la vivencia originaria; lo cual no es fácil porque la subjetividad, esencialmente la misma en los dos actos, tiende a «unificar» su realidad, y la manera más expeditiva de lograrlo es la que no tiene que esforzarse en hacer distinciones. Tal es la causa de la interpretación de la tautología subjetiva como una especie de autopresencia confusa frente a la claridad de la presencia del término intencional del trascender. Las dos presencias serían, pues, objetivas, pero tan solo la del objeto propiamente dicho tendría un sentido unívoco. Al pensar de este modo, se olvida que equivocidad y oscuridad son maneras de darse los objetos a algo que no es objeto y tampoco, por tanto, un objeto equívoco u oscuro. No hay sombras ni transiciones en la tautología originaria de la subjetividad consciente en acto, y no las hay por la sencilla razón de que mientras no está reflexionando la subjetividad no se objetiva. Donde el equívoco y la fluctuación tienen su campo es allí donde existe alguna objetividad formal: en el objeto mismo (en cuanto objeto, no según su propia realidad) del acto intencional de trascender, y en la objetividad derivada, o de segundo grado, de las vivencias originarias (no en tanto que originarias, sino en cuanto devienen el objeto de un acto de reflexión).
También cabe una manera exagerada de reaccionar ante los «objetivismos» deformantes de la inicial autopresencia subjetiva. Los extremos se tocan, y en nuestro caso la reacción consiste precisamente en negar la autopresencia originaria, interpretándola como un mero «subproducto» del acto reflexivo. No hay, según esto, tal autopresencia, que tendría que ser inobjetiva. Toda presencia es ya objetiva por su misma esencia, y lo que ocurre con lo que se llama intimidad es que la subjetividad se hace consciente, esto es, se objetiva, únicamente cuando reflexiona. Abandonada a su espontaneidad, no repara en sí misma, vive enajenada en los objetos de su intención directa, y solamente gira sobre sí cuando una contrariedad le fuerza a ello, o cuando por cualquier otro motivo se repliega en sí misma y reflexiona de una manera formal.
Ciertamente, hay un punto de razón en estas observaciones, pero no más que porque polemizan contra una autopresencia originaria de índole objetiva. Porque es verdad que la reflexión estrictamente dicha no representa la actitud normal de nuestro ser, sino más bien algo excepcional, en el doble sentido de...

Índice

  1. Comité editorial
  2. Portadilla
  3. Índice
  4. Antonio Millán-Puelles. Obras completas
  5. La estructura de la subjetividad (1967)
  6. Estado de la cuestión
  7. Introducción. Realidad, apariencia y subjetividad
  8. Primera parte. El no-ser de la conciencia
  9. Segunda parte. El trascender intencional
  10. Tercera parte. La intimidad subjetiva
  11. Créditos