La hoja del olmo no es perfecta
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La hoja del olmo no es perfecta

  1. 168 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La hoja del olmo no es perfecta

Descripción del libro

La Tierra no es perfectamente redonda, pero la circunferencia creada por los hombres sí lo es. Lo malo es que cuando intentaban medir esa circunferencia inventada con su diámetro, salía un número irracional, un número desconcertante, el número pi.Otros conceptos ideales creados también por los hombres, como la simetría, la ortodoxia, la unanimidad, el orden o la belleza pueden derivar también en consecuencias irracionales, indeseadas, injustas y dañinas.Este libro reivindica, pues, las ventajas de una cierta asimetría, una cierta heterodoxia, un cierto disenso o imperfección, como las que lucen las hojas de los olmos en su hechura imperfecta.La perfección, el orden, la disciplina e incluso la ortodoxia, nos dice el autor, no deben perseguirse a cualquier precio ni a cualquier coste, porque una cierta imperfección, un poco de desorden o de heterodoxia pueden ser saludables y también hermosos.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788494634352
Categoría
Filosofia

1 LA CONSTRUCCIÓN DEL OBELISCO

Los seres humanos han sido politeístas durante milenios; lo han sido, por lo tanto, durante mucho más tiempo del que llevan siendo monoteístas. Tras un periodo presumiblemente muy largo en el que practicarían una religión sin imágenes y rendirían algún tipo de culto a fenómenos y fuerzas naturales, cuando por fin empezaron a representar visual y plásticamente a sus múltiples dioses, les dieron unas apariencias reconocibles y que les resultaban familiares. El filósofo Jenófanes (VI-V a.C.) lo resumió con una mezcla de lucidez y de candoroso cinismo en su conocida reflexión: Si los bueyes y los caballos y los leones tuvieran manos y supiesen pintar o hacer obras como los hombres, los caballos pintarían a sus dioses con formas semejantes a la suya y los dotarían de unos cuerpos como los suyos.
En Egipto, donde floreció la cultura de la que tenemos los registros históricos quizá más prolongados e ininterrumpidos, vemos cómo van apareciendo representados poco a poco los distintos dioses en imágenes zoomorfas o más o menos antropomorfas, pero en un momento determinando aquellos afanosos seres humanos empezaron a erigir también unos abstractos monolitos u obeliscos construidos de una sola pieza (griego mono-lithos, “de una sola piedra”), cuyo único precedente podían ser los lejanos menhires paleolíticos de los que no podía existir ni conocimiento ni recuerdo. El obelisco más antiguo de los que se conservan en pie parece ser de la XII dinastía, en la época de Sesostris I, hacia el 1950 a.C.
Afortunadamente se han conservado canteras en las que esos obeliscos se tallaban en la roca y en ellas se conservan algunos de ellos rotos y otros a medio hacer, lo que nos permite conocer bastante bien cómo se hacían; sabemos además cómo se transportaban y cómo se erigían de nuevo en su emplazamiento definitivo.
Sus traslados desde Egipto a otros países en época romana y en épocas posteriores están bien documentados y por lo tanto los conocemos con detalle.
Tengo para mí, sin embargo, que no se sabe muy bien para qué valían o qué significaban realmente, porque los expertos “no descartan ninguna hipótesis”, como dicen los portavoces de la policía cuando no tienen ni idea de las causas y circunstancias de algún crimen; o sea, en el fondo, no tenemos ni idea o, por lo menos, no parece existir una explicación generalmente admitida y mínimamente convincente de su razón de ser.
La cosa no es excesivamente grave, porque tampoco se sabía exactamente para qué iba a valer la torre Eiffel o, más recientemente, para qué serviría el “Faro de la Moncloa”, que es una especie de seta gigante construida en la ciudad universitaria de Madrid en 1992, aquel año de tantos excesos. En realidad no tenemos que dar por sentado que los antiguos egipcios eran más prácticos, más racionales o más sensatos que nosotros y por lo tanto tenemos que estar dispuestos a aceptar que también ellos podían gastar muchísimos recursos en un artefacto de escasa o nula utilidad.
El lector mejor informado sabe que en Tokio existe una réplica de la torre Eiffel pero, para más inri, un poquito más alta que la original, construida en 1958 y que ha sido utilizada durante años por la cadena de televisión NHK como torre de radiodifusión. Les confieso que cuando iba entrando yo en Tokio desde el aeropuerto de Narita y empecé a ver esa torre, no podía dar crédito a lo que veían mis ojos y eso que aquella torre tokiota está pintada de rojo y blanco que si no, resultaría idéntica a la del Campo de Marte de Paris.
Si los humanos siguen persistiendo denodadamente en extinguirse algún día por sí mismos, o bien si un desastre natural los borrase de la faz de la tierra, me imagino la perplejidad de unos eventuales arqueólogos extraterrestres del futuro tratando de encontrarle un sentido a dos torres casi idénticas, levantada una de ellas en lo que hoy es Paris y la otra a miles de kilómetros de distancia, en lo que hoy es Tokio.
Pues bien, una perplejidad semejante me producen a mí, que no soy experto en la materia, los enormes obeliscos monolíticos que levantaron los antiguos egipcios y que posteriormente muchos pueblos con vocación o pretensiones imperiales se llevaron a sus capitales como botín: “la historia de los obeliscos es un relato de éxito técnico, conquista imperial, piedad y triunfalismo cristianos, egoísmo, brillantez académica, soberbia política, nacionalismo fanático, seguridad democrática en uno mismo, austeridad modernista y horterada estilo Hollywood, en pocas palabras, el relato de la civilización occidental”[2].
Incluso quienes no somos egiptólogos sabemos que la religión del Antiguo Egipto era una religión típicamente politeísta y que disponía por lo tanto de un elevado número de dioses y de diosas de diferente rango, como Amón, Anubis, Horus, Isis, Osiris y muchos más, algunos de ellos unitarios, pero otros formando trinidades, fenómeno este que se ha conservado en el cristianismo en una especie de atavismo teológico.
Esa religión, que podemos llamar faraónica para entendernos, duró más de tres mil años y fue sustituida por el cristianismo primero y posteriormente por el islam (con la excepción de la minoría copta que ha seguido siendo cristiana). Los dioses egipcios eran adorados en grandes templos o en pequeños santuarios, se les rezaban oraciones, se les hacían ofrendas, eran sacados en procesión por tierra o por el río Nilo en barcazas y disponían de una casta sacerdotal dedicada profesionalmente a su culto y servicio. Los faraones, además, no es que fuesen dioses en la misma medida que Amón, Isis, Anubis o cualquier otro, pero sí eran divinos, como algunos emperadores romanos, que no alcanzaban la categoría de deus pero sí la de divus, o el emperador de Japón, que no era propiamente un dios, pero sí era kami es decir, un ser tan divino como el viento, el sol o el mar y es que el concepto de lo divino es bastante diferente en las culturas monoteístas y las politeístas.
En torno a esos dioses faraónicos se crearon una serie de rituales que regulaban los trabajos y los días de la gente, la vida y la muerte, los nacimientos y los enterramientos y funcionaban aparentemente de una manera positiva y armónica, porque aportaban seguridad, tranquilidad, cohesión social y sentimiento de pertenencia a un gran pueblo de valores compartidos.
Aunque existían múltiples dioses, parece ser que no se llegó nunca a crear una jerarquización estricta entre ellos: cada uno tenía una función más o menos diferenciada y se recurría a uno u otro según las necesidades o la ocasión, tal como los católicos de hoy invocan a sus santos, sus vírgenes y sus cristos según los casos, sin que sientan la necesidad de establecer un estricto ranking ultraterreno, ni les preocupe la existencia de posibles celos o suspicacias entre ellos. En Egipto se dio pues una especie de “teodiversidad” que en un momento determinado se vio interrumpida por la aparición del monoteísmo.
Las imágenes de los dioses egipcios eran figurativas y tenían un carácter zoomorfo o antropomorfo, excepto precisamente los obeliscos que se erigían en las entradas de los templos y que por lo tanto debían tener algún significado religioso: esos iconos, en efecto, son o bien abstractos, o en todo caso muy estilizados; son además imponentes y quizá un poco inquietantes; a mí personalmente ya me inquietaban antes de haber visto la película de Stanley Kubrik 2001: Una odisea en el espacio.
Aunque los obeliscos empezaron a surgir unos quinientos años antes de la aparición del monoteísmo, inventado durante la efímera reforma religiosa de Ajenatón en el siglo XIV antes de nuestra era, yo los he asociado siempre precisamente con esa construcción del monoteísmo; en cuanto al carácter “efímero” de esa reforma monoteísta de Ajenatón, habrá que hacer muchas matizaciones, porque hoy en día miles de millones de personas son monoteístas, seguidoras pues de una doctrina inventada por Ajenatón, al hilo de una reforma política y religiosa que alumbró un monoteísmo tan monolítico como el más desafiante obelisco.
El reinado de Amenofis IV, que se cambiaría el nombre por el de Ajenatón al hilo de su reforma, se extendió aproximadamente entre el 1353 y el 1336 a. C. y pertenece por lo tanto al “Reino Nuevo”.
Como otros políticos visionarios que a lo largo de la historia fundaron una capital nueva, como Washington, Brasilia o Islamabad, o bien trasladaron la sede capitalina a otra ciudad, Amenofis IV fundó una nueva capital a la que llamó Ajetatón, “horizonte de Atón”, dejando bien claro desde el mismo nombre que el dios Atón era a partir de entonces el único dios y que quedaba destronado o relevado el dios Amón que hasta entonces tenía el papel más destacado del panteón. Es como si aquel activo faraón hubiese leído el libro de Sánchez Ferlosio, Mientras no cambien los dioses nada habrá cambiado[3] porque sus reformas políticas y artísticas fueron consecuencia de un cambio revolucionario en el ámbito de los dioses.
El joven faraón se llamaba Amenofis, es decir Amen-Hotep que parece significar algo así como “Amón está satisfecho” o “hágase la voluntad de Amón”, pero al poco tiempo de reinar adoptó el nuevo nombre de Ajenatón, que viene a querer decir “agradable a Atón”.
Su esposa principal fue la bella Nefertiti, cuyo retrato sigue subyugando a los visitantes del Neues Museum de Berlín y de la que consta además que era una persona extraordinariamente inteligente y poderosa.
Fue compañera y cómplice del faraón en todas sus reformas políticas y religiosas, pero como murió antes que el marido y solo había parido mujeres, Ajenatón elevó al rango de “gran esposa real” a una de sus propias hijas. La endogamia era entonces una costumbre extendida y aceptada, particularmente dentro de la corte faraónica, pero era más frecuente entre hermanos y hermanas que entre padres e hijas, o madres e hijos. Ajenatón, por otra parte, habría tenido donde elegir, porque había heredado el harén de su padre, en el que no faltaban princesas extranjeras enviadas como artículos de regalo para validar pactos diplomáticos entre reinos.
En cualquier caso aunque Nefertiti le había dado solo hijas, el faraón acabaría teniendo después un hijo, Tutanjamón, quizá el faraón más famoso de todos, porque tuvo la fortuna de que su tumba se conservara intacta para así dejarnos hoy pasmados al contemplarla.
Ajenatón había heredado el reino quizá en las mejores condiciones económicas y militares de su historia y esta abundancia de recursos le permitió emprender costosas reformas y granjearse apoyos políticos para llevarlas a cabo.
Los distintos dioses del panteón egipcio habían venido gozando de mayor o menor popularidad y de mayor o menor favor real según las épocas; convertirse en el dios preferido en un momento determinado era muy rentable para sus respectivos sacerdotes, que veían de esta manera cómo se incrementaba su número, su poderío y su riqueza en tierras, ganado, siervos o concesiones reales.
Hacía ya bastantes siglos que el dios Amón era el dios principal u “oficial”, por así decir, porque bajo su celestial protección se habían unificado el Alto y el Bajo Egipto, se habían extendido las fronteras del reino por el sur y el este y con cada triunfo o cada conquista imperial se construía un nuevo templo a Amón y se daba más poder a su casta sacerdotal. Al fin y al cabo a la gente, y sobre todo al faraón, bajo la protección de aquel dios, originariamente tebano, no les había ido nada mal.
Durante el reinado de los faraones anteriores a Ajenatón había ido prosperando el dios Atón, un dios en principio menor, pero cuyos sacerdotes tuvieron la habilidad de formar en torno a él una trinidad con otros dos dioses menores, Shu y Tefnut, en una especie de pacto tripartito.
Para restarle al sumo sacerdote de Amón algo del excesivo poder acumulado, cosa que ya había intentado sin éxito su propio padre, el faraón tras varios años de reinado y cuando se sintió seguro en el trono, se cambió su viejo nombre que hacía referencia al detestado dios Amón y adoptó el nuevo de Ajenatón, se declaró único intermediario entre el dios Atón y él mismo, anuló la mediación sacerdotal hasta entonces vigente y llevó a cabo una reforma religiosa, moral, estética, económica y política que recuerda la reforma luterana, salvando las distancias y simplificando las circunstancias de ambos procesos reformadores.
El nuevo dios Atón carecía de representación antropomorfa o zoomorfa: era demasiado importante para esas minucias terrenales, él era el disco solar al atardecer, iluminándolo todo con sus rayos e iluminando especialmente al faraón Ajenatón, que era su hijo, el hijo de dios.
Así aparece representado en todas las figuras que se conservan de Atón de aquel reinado y me reconocerán ustedes que tiene cierto sentido que lo asociemos a un obelisco monolítico, que probablemente resulta ser, al fin y al...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Dedicatoria
  5. PRÓLOGO
  6. 1 LA CONSTRUCCIÓN DEL OBELISCO
  7. 2 LA PODA DE LAS DISCREPANCIAS
  8. 3 OSTRACISMOS Y PERSECUCIONES POLÍTICAS MÁS SERIAS
  9. 4 LA REGULACIÓN DE LAS EMOCIONES ESTÉTICAS
  10. 5 EL NÚMERO PI Y OTROS DESCONCIERTOS
  11. 6 ANALOGÍA Y ANOMALÍA EN EL LENGUAJE
  12. EPÍLOGO
  13. ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS
  14. Notas
  15. Notas a la conversión