Precariado: una carta de derchos
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Precariado: una carta de derchos

Guy Standing, Andrés de Francisco

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Precariado: una carta de derchos

Guy Standing, Andrés de Francisco

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En su libro El precariado. Una nueva clase social, Guy Standing introducía el concepto de "precariado" como una clase masiva emergente a la que se le han negado derechos políticos, civiles, sociales y económicos, y caracterizada por una creciente desigualdad e inseguridad.De una naturaleza cada vez más global, el precariado se ha convertido en un fenómeno social, reivindicado por movimientos como Occupy Wall Street o el 15M. Pero esta masa no es una simple víctima, es también un agente dinámico de cambio social. El autor nos habla de la importancia de redefinir nuestro contrato social alrededor de las nociones de libertad asociacional, agencia y comunes.Un texto indispensable, no solo porque pone al día el marco teórico desarrollado en su libro anterior, sino porque ofrece un detallado programa político para acabar con las desigualdades extremas que la globalización neoliberal ha generado. Su concepto y sus conclusiones han sido admiradas extensamente por pensadores de la talla de Noam Chomsky o Zygmunt Bauman, y por muchas destacadas figuras del activismo político.Esta carta de derechos es un regalo para aquellos que aspiran a forjar una nueva sociedad, en la que el trabajo humano tenga significado y los derechos de los trabajadores sean totalmente respetados.

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Información

Año
2018
ISBN
9788494531163
05
Por una Carta del precariado
Ningún partido político convencional ha recogido verdaderamente el guante del precariado. En las elecciones generales italianas de febrero de 2013, se dejó a un movimiento populista, ostensiblemente antipolítico, que tirara de ese hilo y dibujara un escenario para el desmantelamiento transformador del establishment político del siglo XX. Saliendo de la nada, consiguió más de un cuarto del voto popular y 163 representantes electos en un parlamento sin mayoría.
El ruido discordante del Movimiento 5 Estrellas (MoVimento 5 Stelle, M5S), liderado por Beppe Grillo, un cómico, puso de manifiesto que estaba todavía en su infancia un nuevo utopismo progresista. Era no obstante un momento significativo; fue casi una genialidad política unir al primer y al tercer grupo del precariado (los procedentes del núcleo de la clase obrera y los jóvenes universitarios) en torno a una agenda incoherente basada en el mero rechazo de la vieja política de centro izquierda y de centro derecha. Señaló la fragilidad de esos bastiones del privilegio.
De lo que carecía el M5S es de un conjunto de políticas que pudieran satisfacer las necesidades y aspiraciones del precariado. Dichas políticas deben basarse en una visión factible de la buena sociedad. Para ayudar a identificarlas, podemos proponer una carta de demandas que reconozca las inseguridades y privaciones del precariado y que ofrezca una reinterpretación de la gran trinidad de libertad, fraternidad e igualdad.
Una carta unificadora
La idea de una carta del pueblo tiene una rica historia, y se remonta al Cilindro de Ciro de 539 a. C., por el cual el rey persa liberó a los esclavos, autorizó la libertad de religión y estableció la igualdad racial. Fue la primera carta de derechos humanos. De las que la sucedieron, la más pertinente es la Carta Magna de 1215 firmada por el rey Juan de Inglaterra bajo la presión de sus barones junto al río Támesis en Runnymede.
La Carta Magna era notable por su detallismo —63 compromisos enumerados— y por el hecho de que era un mecanismo constitucional de clase que reflejaba el avance social y económico de una clase en ascenso, cuyos intereses estaban constreñidos por la estructura social generada 150 años atrás por los normandos. Es menos conocido que la Carta Magna fue seguida en 1217 por una Carta de los Bosques, un toque de rebato para la preservación de los bienes comunales y la reproducción del medio ambiente mediante la afirmación de derechos del hombre común. Hoy merece ser celebrada por los ecologistas y el precariado. Fue un gesto hacia la clase trabajadora de la época.
El siguiente salto adelante fue la Declaración de Derechos inglesa de 1688-1689, que de nuevo puede interpretarse en términos de clase, pues reflejaba el avance de la aristocracia terrateniente (protestante) y de la burguesía emergente a su servicio. La Declaración eventualmente fue la inspiración de la Declaración de Independencia americana, la Constitución de los Estados Unidos y la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
El modelo de la Carta quedó muy arraigado. Puede trazarse una línea desde la Carta Magna, pasando por la Declaración de Derechos, hasta la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU de 1948 y la Convención Europea de Derechos Humanos de 1950. Estas dos últimas pueden interpretarse en parte como defensas de la legitimidad del proletariado y el laborismo triunfante en la época, como queda reflejado en el artículo 23 de la Declaración de 1948 sobre el empleo y el «derecho a trabajar».
En los siglos comprendidos entre la Carta Magna y la Declaración de Naciones Unidas, la marea de los derechos avanzó gracias a otras declaraciones. En Inglaterra, la continuación más relevante de la Declaración de Derechos fue la agitación social en la década de 1830 precipitada por los cartistas y la Carta del Pueblo, con sus seis puntos, todos políticos, formulados en 1838 por radicales de clase obrera. Los puntos eran: sufragio universal masculino, distritos electorales de igual tamaño, voto secreto, eliminación de las cualificaciones de propiedad para los miembros del Parlamento, remuneración de los diputados y elecciones anuales al Parlamento. Cinco de los seis puntos (excepción hecha de las elecciones anuales) se dan hoy por sentados, pero en la década posterior a su formulación fueron encarcelados, deportados o ejecutados los principales proponentes de la Carta.
El movimiento cartista fue liderado por artesanos y obreros varones, y articulado por radicales filosóficos. Aunque no era un movimiento para toda la clase obrera, sí fue una lucha contra los intereses de la clase dominante a favor de los intereses de clase emergentes. Y la Carta ayudó a dar coherencia a un batiburrillo de demandas de un variopinto número de grupos. Como recordaba John Bates, un activista del momento:
Había asociaciones [radicales] en todo el país, pero había mucha falta de cohesión. Uno quería el voto, otro el sufragio masculino, y así sucesivamente. Los radicales carecían de unidad de propósito y de método, y apenas había esperanza de que pudiera conseguirse algo. Sin embargo, cuando se redactó la Carta del Pueblo [...] que definía con claridad las demandas urgentes de la clase obrera, sentimos que teníamos un vínculo real de unión; y así transformamos nuestra asociación radical en centros locales cartistas (citado en Thompson, 1984).
Así pues, alcanzar el punto en el que se formuló una Carta común llevó un tiempo considerable. Aunque los cartistas fueron suprimidos entonces, sus ideas echaron raíces para no desaparecer nunca. Entre sus subversivas demandas había una de distribución de la tierra. También desarrollaron la herramienta de las huelgas localizadas y entre sus principios más radicales y perdurables estaba la demanda de «igualdad ante la ley».
El suceso que más relevancia tiene para los desarrollos contemporáneos fue un encuentro masivo en Manchester en abril de 1848, convocado para establecer una Convención cartista, el cual provocó disturbios en las calles y, como era predecible, fue descrito por las autoridades como actividad de la turbamulta y violentamente suprimido. Pero los cartistas prepararon el terreno para un futuro avance. Eran una alianza laxa de intereses de clase emergentes, afirmaban derechos y expresaban sus inseguridades e injusticias. Pronto sus demandas se convirtieron en nuevas normas. Ahora denigramos a sus represores.
Frente a la crisis de la transformación global
Quizá esos sucesos históricos tengan su equivalente en el siglo XXI. Un contramovimiento está tomando cuerpo. Y no hay que ser futurólogo para apreciar que las reacciones de los gobiernos y las reacciones internacionales a la crisis múltiple que siguió al crack de 2007-2008 eran, y son, insostenibles a medio plazo.
El mayor temor ha sido que el establishment político fuera tambaleándose de una borrachera de austeridad a otra y que, tras años de políticas económicas y sociales divisivas se produjera una deriva autoritaria dirigida coercitivamente contra los grupos más vulnerables de la sociedad. Entre 2008 y 2013, eso es lo que pasó. No es hiperbólico hablar de una Estado neoliberal consistente en instituciones y políticas encaminadas y favorables a la liberalización económica, y ejecutadas por todos los partidos políticos principales. Pero después de 2008, el poder ejercido por los intereses dominantes era un poder negativo que causó más miseria a las minorías, al precariado y a los residentes, pero incapaz de ofrecer una visión atractiva de lo que iba a resultar de todo ello. Quedaba en el aire una vaga promesa de «crecimiento» renovado y más «empleo» ante una población cada vez más escéptica.
No obstante, está surgiendo una alternativa progresista. El reto es encontrar la manera de articularla y diseñar una estrategia para realizarla. La palabra «revolución» está demasiado contaminada por la historia para describir lo que se requiere. La palabra «reforma» está demasiado contaminada por el uso neoliberal que se le ha dado y es demasiado débil. Lo que capta la esencia es el concepto de «transformación», asociado a la gran transformación de Karl Polanyi, esto es, un contramovimiento para volver a arraigar el sistema económico en la sociedad, con nuevos mecanismos de regulación, protección social y redistribución.
Tras las convulsiones de 2007 y 2008, quedó claro que los partidos políticos que se decían de «izquierda» estaban huérfanos de ideas. La mayoría era culpable de haber hecho tanto como cualquiera de la «derecha» por crear el desastre económico y la penuria del precariado. Otros han implosionado tras el final del socialismo autocrático de Estado. Y se había dejado de considerar a los partidos políticos como vehículos de cambio estructural. En su mayoría se habían mercantilizado, apuntalados por plutócratas y otros ricos donantes, por la generosidad de las corporaciones, los cheques de los famosos, las comidas para recaudar fondos, o las menguantes contribuciones de sindicatos atávicos que trataban de resucitar el laborismo.
Nadie entendió que una crisis de la magnitud de la implosión financiera de 2008 era una oportunidad para una transformación del paisaje político y económico, basada en tres principios fundamentales de acción política.
La clase emergente como vanguardia
«La derrota es la batalla que no se libra… Las batallas perdidas son batallas no luchadas.»
Alexis Tsipras
Mayo, 2012
El primer principio es que, aunque toda transformación exitosa resulta de la lucha por una mayor libertad y por la igualdad, cada paso adelante en esa dirección se define por las necesidades, inseguridades y aspiraciones de la clase emergente. A principios del siglo XX, ese era el proletariado. A principios del siglo XXI, debe ser el precariado. Y así como la lucha de la clase obrera contra el capitalismo industrial fue dirigida por los obreros relativamente bien preparados y por los que tenían acceso a las formas más modernas de comunicación de la época, diseminando ideas mediante panfletos y participando en la educación de los trabajadores, así también puede anticiparse que —si se llega a dar un paso adelante— será definido por la parte preparada y conectada del precariado, capaz de explotar el potencial de las comunicaciones electrónicas.
No es ninguna sorpresa comprobar que muchos de los que participaron en el movimiento Ocupar Wall Street en 2011 tenían títulos universitarios (Milkman, Luce y Lewis, 2013). Conforme se alargaba la ocupación, la composición fue cambiando a medida que se acercaba más gente procedente del lumpenprecariado y algunas con enfermedades sociales en busca de sopa, sándwiches, ayuda médica y un poco de simpatía. Pero el impulso y la energía vinieron de la parte más formada del precariado, no de sus partes más aturdidas y atávicas.
Nuevas formas de acción colectiva
El segundo principio es que, para dar un nuevo paso adelante, se requieren nuevas formas de acción colectiva. Históricamente, la forma que más progreso genera o tiene mayor efecto —para bien o para mal— no se conoce de antemano. Por ejemplo, una lección aprendida solo después de que hubieran surgido los Estados de bienestar fue que las políticas de la clase obrera se definían y configuraban mediante la lucha y no se tenían claras de antemano (Przeworski, 1985).
Los primeros sindicatos no eran como los batallones que llegaron a predominar a mediados del siglo XIX. Los gremios de artesanos evolucionaron hasta convertirse en sindicatos de artesanos y fueron dirigidos y conformados por artesanos y trabajadores especializados, no por proletarios. Debían sus estructuras a las tradiciones gremiales. Los sindicatos industriales posteriores se enfrentaron a los sindicatos gremiales tanto como a los empresarios y capitalistas. Describir el «movimiento sindical» como una fuerza unida es ignorar la historia. De hecho, puede decirse que los sindicatos del siglo XX en su mayoría se amoldaron a las necesidades del capitalismo industrial y no pretendían derribarlo.
Ahora todo lo que podemos predecir con confianza es que las nuevas formas de acción colectiva serán diferentes a las que predominaron en el pasado. Eso no significa que debamos rechazar o ignorar lo logrado por el viejo modelo. Eran creaciones de su tiempo, lugar, de su estructura económica y de sus posibilidades; y la sociedad moderna les debe mucho.
Hoy está tomando cuerpo una revolución asociativa, en la que fracasan los viejos sindicatos, que confluyen en organismos más generales o intentan reinventarse, a veces incorporando a organismos no sindicales. Mientras tanto, la acción colectiva en las calles y plazas está desmembrada o es lo que podría llamarse la acción de «rebeldes primitivos». A los manifestantes les ha unido más aquello contra lo que protestaban que lo que querían en su lugar.
La denuncia por el movimiento Occupy del imaginario del 1 por ciento más rico entusiasmó a la opinión pública. Pero no abordó el problema de la fragmentación de clase ni proporcionó una estrategia política. Esto no es una crítica. Es sencillamente reconocer que los mecanismos de protesta cristalizan por fases, empezando con la apreciación colectiva de un sistema de desigualdad e inseguridad crónica.
Esta fase se ha consumado con los disturbios en los arrabales de París y en las ciudades de Suecia, el surgimiento de los desfiles del EuroMayDay y luego la primavera árabe, el movimiento Occupy, los disturbios en las ciudades inglesas en agosto de 2011 (que tuvieron antecedentes menos difundidos) y la protesta del M12M (12 de marzo de 2011) en Portugal, con 300.000 personas manifestándose en contra de la «precariedad». En Grecia, surgió el movimiento den plirono (no pagues), cuando la gente se negó a pagar las facturas por los servicios públicos o los impuestos, y este fue seguido por los aganaktismenoi (los resentidos), que demandaban mayor control democrático pero carecían de una agenda unificada. El Reino Unido tuvo su movimiento Uncut, que demandaba que el Gobierno diera marcha atrás en los recortes de gasto en los servicios sociales. En España surgió el movimiento 15M o de los indignados. Y en Italia apareció el Movimiento Cinco Estrellas (M5S), que tal vez haya iniciado la segunda fase. Turquía vio la movilización en Estambul, a la que siguieron protestas espontáneas por todo Brasil. Muchos otros países presenciaron manifestaciones similares a menor escala. Por doquier el estado de ánimo era de indignación, frustración y asco.
A menudo estas protestas estaban motivadas en parte por una nostalgia que llegaba hasta el punto de la idealización, y en parte por una mezcla de sentimentalismo, ira e impotencia que llevaba a los manifestantes a arremeter contra los símbolos de la opresión y la privación. Nadie debería burlarse de los rebeldes primitivos de nuestra época. El establishment no pierde ocasión de demonizarlos y de manipular la opinión de «clase media» citando ejemplos de excesos. Pero es...

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