Parte I Descubrir como pasatiempo
En esta sección presento empeños y tradiciones de ciencia ciudadana que se originaron muchas décadas atrás. Si bien es casi seguro que estés hasta cierto punto familiarizado con los aficionados a la meteorología, los observadores de aves, los entusiastas de las mariposas o los astrónomos amateurs, espero que una mirada detallada a sus historias les dé la vuelta a algunas ideas falsas muy extendidas. Para empezar, la ciencia ciudadana no es de ninguna manera un fenómeno nuevo, aunque la expresión se acuñó recientemente. Los proyectos de ciencia ciudadana prosperaban antes de la llegada de internet y los teléfonos inteligentes. Sin embargo, a pesar de que era posible sin ellas, como casi todo en la vida, estas y otras nuevas tecnologías vuelven la práctica de la ciencia ciudadana más fácil, rápida y eficiente.
Espero que las historias de esta sección contrarresten la idea, tan común como equivocada, de que la ciencia ciudadana es gratuita simple-mente porque en ella participan voluntarios. Sí, los voluntarios permiten ahorrar dinero porque su trabajo es gratuito y ese ahorro se va sumando. Pero no hay almuerzos gratis: aunque los voluntarios comparten observaciones con los investigadores sin cobrarles, luego los investigadores tienen que cargar con los costos de la infraestructura de cómputo para convertir las observaciones en datos útiles y archivarlos a perpetuidad. Además, la mejor manera de mostrar aprecio por las aportaciones voluntarias es crear sistemas en línea que ayuden a los voluntarios a interpretar y usar los datos colectivos.
Por último, espero que en los siguientes capítulos aprendas que, a diferencia de lo que piensan los críticos y los escépticos, la calidad de los datos de la ciencia ciudadana es útil para muchos propósitos. Cuando la ciencia ciudadana es una colaboración bien planeada entre los científicos y el público, se coproduce nuevo conocimiento. Esto significa que la ciencia ciudadana no es simplemente participación, extensión o educación ambiental. Con ayuda de los entusiastas de la ciencia, los investigadores pueden explorar los confines del conocimiento y encontrar respuestas que de otro modo serían inalcanzables.
1. Meteorología Cómo atrapar un diluvio
Solos podemos hacer muy poco;
juntos podemos hacer mucho
HELEN KELLER
En marzo de 2003 se pronosticó una tormenta de nieve en la Cordillera Frontal de Colorado. Para la zona de Denver, eso no tenía nada de extraordinario. “Nuestros meteorólogos locales dan pronósticos del tiempo para los centros de esquí y los límites de la ciudad de Denver. A mí eso no me sirve de nada —explica Vivian Kientz—. Pero si se avecinara una de esas tormentas ‘cuesta arriba’, entonces sí estaría en problemas.” Kientz vive a escasos 25 kilómetros de las afueras de Denver, en la ladera norte de una montaña. La expresión “cuesta arriba” [upslope], respecto de una tormenta, se refiere a un sistema de aire que viaja por el suelo y se ve obligado a elevarse cuando se topa con la ladera de una montaña; cuando se eleva, el aire se enfría y el vapor de agua se condensa y forma lluvia. Como la precipitación cambia según el terreno, y el terreno varía muchísimo de un lugar a otro aunque estén muy cercanos, prácticamente hace falta elaborar un pronóstico confiable para cada valle o cresta. Para ese pronóstico personalizado, Kientz visita el sitio electrónico del servicio meteorológico de Estados Unidos, administrado por la National Oceanic and Atmospheric Administration [Agencia Nacional Oceánica y Atmosférica] (NOAA), e introduce su latitud y longitud exactas.
“Nadie tenía idea”, me dijo en 2014, recordando los acontecimientos de 2003, cuando se pronosticó una verdadera tormenta “cuesta arriba” que dejaría tras de sí varios centímetros de nieve. Advirtió a todos sus amigos y vecinos que corrieron a la tienda a comprar velas, comida, cerveza y otras provisiones.
Mientras tanto, Kientz fue a la ferretería a complementar sus suministros para el seguimiento del estado del tiempo. Su pluviómetro es un doble cilindro común y corriente. El angosto cilindro interno, con líneas marcadas como en una regla, recibe agua de lluvia con un embudo más amplio en su parte superior; tiene capacidad de hasta 25 milímetros. El cilindro externo mide unos diez centímetros de ancho y se usa para atrapar nieve si se le quitan el embudo y el cilindro externo en el momento indicado (según el pronóstico del tiempo). Para la esperada tormenta, Kientz necesitaba un cilindro externo más grande y compró un largo tubo para chimenea de diez centímetros de ancho. También necesitaba una tabla de nieve, no para descender una montaña o hacer acrobacias en una pista de medio tubo, sino simplemente una tabla de contrachapado de un metro cuadrado pintada de blanco que le sirviera de superficie para tomar muestras.
En octubre de 2002, Kientz había visto en el periódico local un anuncio con el que se buscaban voluntarios para la Community Collaborative Rain, Hail & Snow Network [Red Colaborativa y Comunitaria de Lluvia, Granizo y Nieve]; el acrónimo de este trabalenguas es CoCoRaHS. Desde que se afilió, ni un solo día ha dejado de recolectar datos sobre las precipitaciones. Originaria de Tennessee, hace 25 años se mudó a Colorado y se ha acostumbrado a que nieve en cualquier momento del año, incluso en verano. Ella creció con lluvia: “125 milímetros de una sentada allá en el oeste de Tennessee”, explica por teléfono desde su casa en Colorado, donde rara vez cae lluvia. La mayoría de los sistemas climáticos atraviesan Norteamérica desde el oeste hacia el este y la mayor parte de la precipitación cae en el lado oeste de las montañas Rocallosas. Por consiguiente, el lado este de la cordillera, llamado “sombra de lluvia”, es bastante seco. Como cuenta Kientz, “Cuando aquí la gente dice ‘Hoy llovió’, yo pienso ‘¡¿Qué?! ¿Llamas lluvia a eso?” A pesar de tener esclerosis múltiple, por lo que Kientz usa una silla de ruedas de manera intermitente, siempre abre con la pala un camino en la nieve para tomar las lecturas de CoCoRaHS. Ella se declara experta en “conocer el clima del sitio de la Tierra donde estoy”. Es tan experta como para saber que ahí la temporada de cultivo es demasiado corta para cualquier jardín. Tiene un invernadero de más o menos tres por nueve metros, donde cultiva cientos de cactus, orquídeas y plantas exóticas. Sabe exactamente cuándo se congelará y cuándo se descongelará la entrada de su casa. Sabe cuándo podrá ella sola retirar la nieve para salir y cuándo tendrá que llamar a alguien con un quitanieves.
El día anterior a la tormenta, Nolan Doesken, climatólogo de Colorado y fundador y director de CoCoRaHS, había enviado un correo electrónico en el que les explicaba a los participantes que su misión, si decidían aceptarla, implicaría trabajo extra para obtener buenas mediciones de esa nevada en particular. Como la nieve se acumula en diferentes densidades, los participantes recaban mediciones de la profundidad de la nieve y su contenido de agua; a esto se le llama la equivalencia nieve/agua. Para una tormenta, los participantes necesitan una regla larga, como de un metro (porque la de escritorio, de 30 centímetros, es demasiado corta), para medir la profundidad en la tabla de nieve. Luego recogen una columna de nieve en su pluviómetro de 10 centímetros de ancho, voltean el indicador de cabeza, lo meten en la nieve de la tabla como si fuera un cortador de galletas, voltean la tabla y el pluviómetro como si pasaran un pastel del molde para hornear a una rejilla para enfriarlo (o poniéndole abajo una espátula) y al final limpian la tabla y dejan que se acumule más nieve. Para una gran tormenta, en la que se esperan más de 30 centímetros de nevada, tienen que hacer mediciones repetidamente conforme se acumula la nieve (o, si quieren dormir toda la noche, compran, como hizo Kientz, un largo tubo de chimenea para obtener una muestra profunda por la mañana). Los participantes meten a la casa cada muestra para que se derrita lentamente y vierten el líquido en el pluviómetro para medir la cantidad. Las mediciones típicas durante la tormenta de 2003 fueron proporciones de aproximadamente 8 a 1 (o sea que 8 milímetros de nieve se convierten, al derretirse, en 1 milímetro de agua), que es una nieve húmeda, pesada y pegajosa. A quienes hacen snowboard o esquían les gusta la nieve esponjosa y pulverulenta con una proporción de 15 a 1 o más.
La tormenta llegó en las primeras horas de la tarde del 17 de marzo de 2003 y terminó el 19, el día que las tropas estadounidenses invadieron Irak. La nieve cayó durante tres días en lo que el meteorólogo Doug Wesley llamó “una tormenta de nieve climatológicamente anómala”. Además su caída fue veloz: cientos de tejados se colapsaron bajo el peso de tanta nieve húmeda. Se cerraron las carreteras y la gente se quedó varada en el Aeropuerto Internacional de Denver y en los centros de esquí de alrededor. Miles de automovilistas buscaron refugio en hoteles y en albergues de la Cruz Roja.
Kientz se abrigó y salió a tomar mediciones de la nieve con la dedicación de un niño que debe memorizarse las tablas de multiplicar. Es una mujer relativamente alta, de 1.80 metros, pero la nieve terminó por superar su estatura. Midió en total 183 centímetros de nieve allí donde ella vive, mientras que los informes indicaban que la región estaba cubierta por más de 150 centímetros de una densa nevada. En las semanas siguientes, los habitantes de Denver hicieron reclamaciones a sus seguros por más de 100 millones de dólares.
Casi toda la gente reconoció el lado positivo de la tormenta: la enorme precipitación puso fin a una sequía extrema, al menos en esa región.
Otro aspecto positivo fue la oportunidad que representó para la investigación. Era una tormenta perfecta para un acontecimiento de ciencia ciudadana porque: 1] los meteorólogos sabían que algo grande se avecinaba, 2] tenían en el lugar preciso un ejército de voluntarios calificados y 3] tenían la capacidad de comunicarse con los voluntarios (por correo electrónico) para prepararlos y alentarlos a hacer el arduo trabajo extra. “En 2003, la gente todavía leía los correos electrónicos —reflexiona Doesken (cada año refrendan su interés como 60 por ciento de los participantes de CoCoRaHS del año anterior, pero la fatiga de los voluntarios es un problema general en la ciencia ciudadana)— y la gente se ofreció y tomó esto como incitación.”
El legado de aprovechar el atento trabajo de los observadores en Estados Unidos se remonta a 1776. Cuando Thomas Jefferson no estaba ocupado redactando cosas como la Declaración de Independencia, se dedicaba a idear planes para nombrar a una persona de cada condado de Virginia y darle un termómetro, una veleta e instrucciones para anotar dos veces al día sus observaciones sobre la temperatura y la dirección de los vientos. Jefferson experimentó con los aparatos de medición de la más alta tecnología de su época, entre ellos los pluviómetros y los barómetros; él es el pionero de los aficionados a la meteorología en Estados Unidos. Llevó el registro con diligencia y, a diferencia de Kientz, detestaba que hubiera lagunas en sus datos.
Sin embargo, Jefferson no estaba imponiendo una nueva tendencia al observar el clima. La tradición de recolectar datos del clima es tan vieja como la civilización misma. Los registros escritos del clima más antiguos que conocemos están inscritos en “huesos oraculares” de la dinastía Shang en China (del siglo XVIII al XII a. C.). Los adivinos Shang usaban cuchillos filosos para grabar huesos de buey y caparazones de tortuga con los registros del clima. Primero inscribían preguntas en los huesos o caparazones, aplicaban calor hasta que el hueso o el caparazón se resquebrajaba, y luego interpretaban el resquebrajamiento para hacer una predicción. En ocasiones las preguntas eran sobre el estado del tiempo y las respuestas eran tempranos pronósticos. En ocasiones los adivinos daban seguimiento e inscribían cómo había estado realmente el tiempo —llamado verificación— en los mismos pedazos de hueso o caparazón (que ahora se consideran valiosos como artefactos). Lamentablemente, los registros no son una representación completa del tiempo; nunca se pretendió que fueran registros diarios, como hoy en día serían normalmente esos documentos. Pero en la actualidad esos huesos oraculares, de los que conocemos alrededor de 150 mil y que forman parte de distintas colecciones, son de interés para los investigadores del clima (por desgracia, antes de 1900, cuando se descubrieron esos registros, los huesos oraculares se confundieron con fósiles del Pleistoceno, llamados huesos de dragón, y luego fueron molidos y tomados como medicina: el plastrón de los caparazones se usaba para tratar la malaria y con los huesos de buey se hacían cataplasmas para curar heridas de cuchillo).
Posteriores dinastías conservaron registros de tiempo inusual, además de registros fenomenológicos de las fechas de floración de los árboles. Alrededor de 100 a. C., los chinos tenían técnicas para medir la lluvia y la nieve, pero no existen descripciones detalladas de cómo se hacía, así que seguirá como un secreto de la antigua China. Usaban veletas para conocer la dirección del viento y unos postes con plumas a manera de bandera para calcular su velocidad. Medían incluso la humedad de una manera algo tosca, basándose en el peso del carbón.
Aunque los datos sobre el tiempo antecedieron a la ciencia formal, una disputa científica motivó el deseo de Jefferson de obtener información sobre las precipitaciones condado por condado. Quería pruebas que refutaran una afirmación europea, la llamada teoría de la degeneración: la reprensible idea de que la temperatura y la humedad del Nuevo Mundo producían animales más pequeños, débiles y sencillamente inferiores que sus homólogos europeos. Era fuerte el ímpetu para sofocar esa afirmación, porque la teoría la había planteado un francés, Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, quien clasificó a los seres humanos como parte del reino animal —y eso para su época era algo notable—. Así, su teoría equivalía a que los franceses les dieran una bofetada con guante blanco a los nuevos americanos. Como alguien casi recién llegado al Nuevo Mundo, Jefferson tenía pocos datos para desmentir esas afirmaciones de superioridad. Era el chip patriótico en la mente de este padre fundador lo que le hizo darse cuenta de que la fuerza científica de una nación estribaba en su gente.
Con datos diarios sobre el tiempo, Jefferson planeaba elaborar su propia teoría del clima. Por desgracia, la guerra de Independencia tuvo prioridad sobre un plan sistemático de recolección de datos de un extremo a otro de cada estado. Con todo, de 1776 a 1816 el presidente Jefferson y muchas de las personas a las que reclutó (entre ellas los exploradores Lewis y Clark) mantuvieron una serie casi completa de observaciones sobre el tiempo. A la larga, Jefferson usó los datos, sin descontar los de los cinco años que pasó en Francia, para mostrar que en Estados Unidos había un mayor índice de días soleados frente a días nublados que en Europa.
A pesar de un siglo de interés e instrumentación, el pronóstico del tiempo siguió confinado a las observaciones locales y al folclore. Había reglas de oro como “si cae lluvia durante un viento que venga del este, continuará así todo el día” o “si los venados tienen pelaje gris en octubre, espera un invierno inclemente”. Mis favoritos son las rimas folclóricas, como “Clear moon, frost soon” [Luna clara, pronta helada] y “Hark! I hear the asses bray, we shall have some rain today” [¡Atención! Oigo a los burros rebuznar, algo de lluvia tendremos hoy]. Al folclore lo reemplazaron las observaciones reales hacia 1845, cuando el uso del telégrafo se generalizó. Las raíces de un programa federal de pronóstico del tiempo empezaron de manera sencilla, cuando la gente de Virginia pudo telegrafiar a la de Nueva York para avisarle de las condiciones que iban en camino. Joseph Henry, el primer secretario de la entonces nueva Smithsonian Institution, empezó a organizar la transmisión de comunicaciones sobre el estado del tiempo. “Un sistema de observación que se extenderá todo lo posible sobre el continente norteamericano”, escribió Henry, aspirando a que “las líneas extendidas del telégrafo proporcionen un medio rápido de advertir a los observadores más al norte y al este que estén vigilantes desde la primera aparición de una tormenta que avanza”. En 1848, activamente se reclutaba a observadores voluntarios y las compañías de telégrafos permitían que se transmitieran gratis los informes del tiempo para la Smithsonian. En 1850, más de 150 voluntarios mandaban informes con regularidad. Y para 1860, The Washington Evening Star publicaba a diario informes telegráficos del tiempo. Fueron décadas de uso del telégrafo para transmitir mensajes de mal tiempo y tragedias bélicas lo que en la década de 1930 impulsó a Western Union a inventar el “telegrama cantado”, con la esperanza de que el medio se empleara también para comunicar buenas noticias.
Los informes telegráficos de la década de 1860 eran sobre el tiempo observado; no eran predicciones. La cooperación entre los estados se estancó durante los años de la Guerra Civil, pero poco después se consideró deber del gobierno ofrecer pronósticos para evitar tragedias relacionadas con el tiempo. Una ley aprobada por el Congreso en 1870, firmada por el presidente Ulysses S. Grant, requería que el secretario de Guerra hiciera observaciones meteorológicas a lo largo de los grandes lagos, el Golfo de México y la costa atlántica. En 1872, otra ley aprobada por el Congreso extendió el servicio por todo Estados Unidos “para bien del comercio y la agricultura”. El Signal Service Corps [Cuerpo de Señales] del ejército fue el encomendado para dirigirlo. Izaba diferentes banderas (por ejemplo, un cuadrado rojo con centro oscuro significaba tormenta y dos de ésas juntas significaban huracán) en medio de los pueblos para hacerle saber a la gente qué tiempo se avecinaba. Posteriores problemas de desfalcos y otros escándalos obligaron al presidente Benjamin Harrison a pasar el servicio meteorológico nacional del Departamento de Guerra al Departamento de Agricultura en 1890.
El presidente Harrison le encomendó a la nueva agencia civil del Departamento de Agricultura, el Weather Bureau [Agencia del Tiempo],† que se apoyara fuertemente en los observadores voluntarios. Esos esfuerzos de voluntarios fueron precursores de lo que hoy se conoce como la Cooperative Weather Observer Network [Red Cooperativa de Observadores del Tiempo] del servicio meteorológico nacional de Estados Unidos,‡ que recibe cerca de un millón de horas de trabajo voluntario al año en 12 mil sitios a lo largo de los 50 estados. Hay alrededor de una estación por cada 1300 kilómetros cuadrados y sin la red a menudo los habitantes de ese país quedaríamos atrapados en la lluvia y sabríamos mucho menos sobre las tendencias climáticas. En parte gracias a este programa, Kientz pudo usar su latitud y su longitud para obtener un pronóstico en pequeña escala para su lado de la montaña en Colorado antes de la gran tormenta. Los observadores del tiempo de la red cooperativa reciben certificados cada cinco años a manera de reconocimiento; quienes se dedican a la observación durante 60 años o más recib...