Los nombres de Dios en la Sagrada Escritura
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Los nombres de Dios en la Sagrada Escritura

  1. 200 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Los nombres de Dios en la Sagrada Escritura

Descripción del libro

Los nombre divinos aparecidos en la Biblia como ELOHIM, JEHOVA, EL SHADDAI, EL ELYON, ADONAI, EL OLAM y otros son analizados de forma profunda e inteligible llevando a una mayor comprensión de la realidad de Dios.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788482677880

1

Dios, o Elohim

Habiendo visto, pues, que en la Sagrada Escritura se habla de Dios bajo diferentes nombres, cada uno de los cuales con el propósito de resaltar diferentes virtudes o características de su naturaleza, debemos ahora prestar atención al primer nombre bajo el cual es revelado: «Dios», —en hebreo, «Elohim».
Éste, y sólo éste, es el nombre por el cual se nos presenta a Dios en el primer capítulo del libro de Génesis. Ahí lo encontramos repetido en casi cada versículo. Bajo este nombre vemos a Dios trabajando con una especie de materia primigenia, envuelta en oscuridad y confusión, hasta que todo fue puesto en orden de acuerdo con su voluntad y por medio de su palabra para hacerlo «muy bueno». Este es el nombre que debemos conocer antes que cualquier otro. Por lo tanto, éste es el primero revelado en las Sagradas Escrituras, y nos habla de Uno que, cuando todo está perdido, en oscuridad y confusión, reintroduce en la criatura primeramente su luz y vida y, después, su imagen, haciendo así todo nuevo y muy bueno.
Ahora bien, hay ciertas peculiaridades conectadas con este nombre, las cuales debemos considerar si queremos entender todo lo que el Creador nos enseña por medio de él.
Este nombre (en hebreo, «Elohim», o «Alehim») es un plural que, aunque primero y principal se usa en las Sagradas Escrituras para describir al único Dios verdadero, nuestro Creador y Redentor, también se usa de forma secundaria con referencia a los «muchos dioses y muchos señores» (1ª Co. 8:5), a quienes los paganos primitivos temían y adoraban. Veamos, entonces, el uso primario de este nombre, mediante lo cual aprenderemos su significación más alta. Entonces estaremos en mejores condiciones de entender cómo pudo ser aplicado a los dioses de los paganos o a los ídolos que lo representaban.
Así pues, primeramente, este nombre, aunque en plural, cuando se usa con referencia al único Dios verdadero va constantemente acompañado por verbos y adjetivos en singular. Por tanto, ya desde el principio se nos prepara para el misterio de la pluralidad en Dios, el cual, aunque dice «no hay dioses conmigo» (Dt. 32:39) y «no hay Dios fuera de mí» (Is. 45:5, 22), también dice «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» (Gn. 1:26); «el hombre es como uno de nosotros» (Gn. 3:22); «descendamos y confundamos allí sus lenguas» (Gn. 11:7); y, otra vez, «¿A quién enviaré y quién irá de nuestra parte?» (Is. 6:8). Y este mismo misterio, aunque incomprensible para un lector inglés o español, aparece una y otra vez en muchos otros textos de la Escritura. Pues «Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud» es literalmente «Acuértade de tus Creadores» (Ec. 12:1). Similarmente, «Y ninguno dice: «¿Dónde está Dios mi Hacedor?» es en hebreo, «Dios mis Hacedores» (Job 35:10). Y, otra vez, «Alégrese Israel en su Hacedor» es, en hebreo, «en sus Hacedores» (Sal. 149:2). Igualmente en Proverbios, «La inteligencia es el conocimiento de los Santos» (Pr. 9:10) Asimismo donde el profeta dice «tu marido es tu Hacedor», ambas palabras están en plural en el texto hebreo (Is. 54:5). Muchos otros pasajes de la Escritura tienen precisamente la misma peculiaridad. Por tanto, en los cielos, los querubines y serafines exclaman continuamente: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos» (Is. 6:3; Ap. 4:8), mientras que en la tierra, enseñados por el Espíritu del Señor, decimos, «Padre, Hijo y Espíritu Santo» (2ª Co. 13:14). La forma plural del primer nombre de Dios, «Elohim», está envuelta en el mismo misterio. Mientras que el verbo, e incluso el adjetivo, concuerdan con él en el singular (como «el Viviente» en 2ª Ro. 19:4, o «el Justo» en Sal. 7:9), «Elohim», aunque plural, significa un Dios.
Además, este nombre, como cualquier otro nombre hebreo, tiene un significado preciso, lleno de sentido. La palabra «Elohim» proviene de «Alah», «jurar», y describe a alguien que está bajo un pacto que debe ser ratificado mediante juramento. Parkhurst, en su bien conocido Lexicon, explica así el nombre: «Elohim»: «Un nombre que se da usualmente en las Sagradas Escrituras a la bendita Trinidad, por medio del cual se representa a las tres Personas como estando bajo la obligación de un juramento... Este juramento (mencionado en el Salmo 110:4, “Juró Jehová, y no se arrepentirá”) fue anterior a la creación. De acuerdo con esto, “Jehová” es llamado «Elohim» al principio de la creación (Gn. 1:1), lo cual implica que las divinas Personas se habían conjurado ya antes de crear; y, a la luz de Gn. 3:4, 5, es evidente que tanto la serpiente como la mujer conocían a Jehová por este nombre, “Elohim”, antes de la caída.» Aquí la naturaleza del ser de Dios es como un maravilloso abismo que se abre ante nuestros ojos. Bendito sea su nombre, porque por medio de su Hijo y de su Espíritu ha arrojado alguna luz a este abismo insondable para la carne y la sangre.
Así, pues, esta relación de pacto que expresa «Elohim» es primeramente una relación en Dios. Dios es uno, pero, como su nombre declara, en él hay también pluralidad, y las relaciones implicadas en esta pluralidad, por ser precisamente en él y con él, nunca pueden disolverse ni romperse. Por lo tanto, como Parkhurst dice, este nombre contiene el misterio de la Trinidad. Para la perfecta revelación de este gran misterio, el hombre debió de hecho esperar hasta que fue declarado por el Unigénito del Padre, y aun así esto no courrió hasta después de su resurrección, cuando lo dio a conocer a los que había llamado para ser sus discípulos. Pero, desde el principio, el nombre «Elohim» lo contenía e indicaba vagamente, y las visiones y palabras de los profetas lo insinuaban todavía con mayor claridad.
Sin embargo, no penetro en este misterio. Como máximo, digo con san Agustín que, si Dios es amor, entonces en Dios debe haber un Amante, un Amado y el Espíritu de amor, porque no puede haber amor sin amante y sin amado. Y si Dios es eterno, entonces debe haber un Amante eterno, un Amado eterno y un eterno Espíritu de amor que une al Amante eterno con el Amado eterno en un vínculo de amor eterno e indisoluble. La relación en Dios, en él y con él mismo, es una unidad sin brechas; inquebrantable. Dios es «Elohim» desde el principio, y lo es en una unión de pacto con él mismo desde siempre y para siempre.
Pero la verdad de la relación de pacto implicada en el nombre «Elohim» aún va más lejos, pues el Amado es el Hijo, «el Verbo», «por quien todas las cosas fueron hechas» y «en quien todas las cosas subsisten». «Todas las cosas fueron creadas por él y para él» (Jn. 1:3). Por lo tanto, Dios, o «Elohim», al estar bajo pacto con el amado Hijo, debe estar igualmente bajo pacto con todas las cosas creadas por él, las cuales subsisten y se mantienen en él. Como Pablo dice, él es el Dios que no miente, que prometió vida eterna desde antes de los tiempos eternos (Tit. 1:2), (palabras estas que de nuevo se refieren al pacto en Cristo antes de la caída del hombre), «el fiel Creador», como Pedro añade, a quien debemos encomendar nuestras almas (1ª P. 4:19); porque «de él, y por él, y para él, son todas las cosas» (Ro. 11:36). Y en virtud de esta relación de pacto (porque él es «Elohim»), aunque sus criaturas fallen y caigan, «nunca nos dejará ni nos abndonará».
Podemos preguntar si cuando este nombre fue revelado por primera vez, los receptores de la revelación pudieron entender todo cuanto implica y enseña. Probablemente, no. Cuando Dios habla por primera vez, los hombres raramente le entienden por completo —si es que, en realidad, le han entendido algo. Es gradualmente, y justo en la proporción en que sus siervos y discípulos atesoran las palabras que reciben, que tales palabras desvelan su contenido, cosa que a menudo ocurre lentamente. Todas nuestras primeras percepciones de Dios y su verdad con imperfectas y están mezcladas con las falacias y los errores que producen los sentidos. No obstante, sus palabras, aun siendo poco entendidas, conllevan una auténtica bendición para quienes las reciben y aceptan, aunque la profundidad de la divina sabiduría que contienen esté más o menos oculta. ¿Quién puede abarcar y asimilar de una todo cuanto la naturaleza nos dice? ¿Quién puede entender de primeras todo lo que el Evangelio o los sacramentos del Evangelio contienen y anuncian? Así ocurre con los nombres de Dios. Aun cuando no se comprendan muy bien, desde el principio han estado diciendo lo que es la plenitud de Dios, y, por su gracia, el hombre caído ha sido capaz de recibirlo y aprovecharlo. Exactamente en la proporción en que los hombres caminaban con Dios, sus nombres y palabras se les abrían, pero, si le abandonaban, las mismas palabras se tornaban primeramente oscuras y después se pervertían para representarlo falsamente. Pues la palabra de Dios, si no es obedecida, se convierte en una maldición y una trampa hasta el punto de confirmar a los hombres en sus errores y engaños.
Esto era así con este primer y maravilloso nombre, «Elohim». La verdad que enseñaba era maltratada y transformada en mentira en la medida que el hombre se apartaba más y más de Dios «y adoraba y servía a la criatura más que el Creador». La verdad de la pluralidad que encierra «Elohim» (que dice: «No hay Dios fuera de mí») fue pronto pervertida e interpretada en sentido politeísta. Los diversos y multiformes poderes de la naturaleza, que habían sido creados para manifestar la plenitud de Dios, fueron vistos y adorados como diferentes divinidades. Como consecuencia, la relación de pacto entre Dios y sus criaturas se convirtió en la base de la creencia de que cada nación o pueblo tenía sus dioses tutelares, los cuales estaban especialmente relacionados con quienes los reconocían y servían. Así, cada país tenía sus propios dioses, «dioses de las colinas» o «de los valles» (Jue. 10:6; 1° Re. 11:33; 20:23, 28), cada uno de los cuales era adorado de acuerdo con la mayor o menor relación de intimidad que se pensaba tenían con determinados lugares o pueblos., Pues, mirando la naturaleza, el hombre caído vio poderes y fuerzas por todas partes: poder en el sol, que hacía a la tierra producir y florecer; poder en la tierra para sostener y nutrir a todas las criaturas; poder en el mar y en el aire, en el frío, en el rayo y en la tormenta. Cualquiera de ellos aparecía más fuerte que el hombre; algunos a veces le servían, pero podían también serle adversos, herirlo y matarlo. Así, el hombre habiendo desechado la verdad de que Dios es amor, se doblegó a los poderes que lo circundaban y los miró y adoró como a dioses. ¿No se da incluso ahora una adoración semejante? Ciertamente, el mundo siempre hace esto. El hombre es adorador por naturaleza, y si no puede confiar en un Dios de amor y de verdad, el verdadero «Elohim», de seguro que buscará ayuda en algunas de las fuerzas, visibles o invisibles, que lo rodean.
Pero volvamos a «Elohim» como se usa en la Sagrada Escritura, es decir, como el nombre del único y verdadero Dios. Todo el primer capítulo del Génesis nos muestra a Uno que, porque es «Elohim», en virtud de su propia naturaleza y relación de pacto con su criatura, nunca puede dejarle, pese a estar caída, hasta que todo sea otra vez muy bueno. En ese capítulo, que es en verdad el fundamento y la suma de toda revelación posterior, se nos habla de la creación de los cielos y la tierra llevada a cabo por «Elohim»; y, después, que la creación, o al menos una parte de ella, se la veía caída, «sin forma y vacía», con «tinieblas sobre la faz del abismo». Pero ¿la abandonó «Elohim» por haberse vuelto oscura, vacía e informe? No. Cuando todo está inmóvil, «el Espíritu de Dios se mueve», (literalmente, «empolla») «sobre la faz de las aguas», y entonces «Elohim» habla, y por su palabra se va produciendo el maravilloso cambio, paso a paso, hasta que llega el día de reposo, cuando «todo es muy bueno».
La criatura ni comienza nada, ni continúa nada, ni perfecciona nada. Cada etapa de la restauración es el resultado directo de la iniciativa, la palabra y obra de «Elohim». A cada paso leemos una y otra vez «Dios dijo» y «Dios hizo» (Gn. 1:3, 6, 7, 9, 11, 16, etc.). Todo es la obra de Dios, cuyo nombre y naturaleza contienen en sí mismos la garantía de que no puede descansar hasta que su criatura caída sea restaurada y recreada. No es, pues, sorprendente que la iglesia primitiva hiciera tan a menudo hincapié en la obra de los seis días, viendo en ellos a un Dios de pacto, cuya nueva creación es de principio a fin el fruto de su labor. ¡Y qué labor! Primeramente, «Elohim» por medio de su palabra trae «luz». Después un «cielo» es formado en la todavía bulliciosa criatura, para dividir las aguas de las aguas. Seguidamente, una «tierra» emerge de las aguas. Acto seguido brotan «frutos» y aparecen«lumbreras», y «seres vivientes» de las aguas y de la tierra, hasta que finalmente el hombre es creado a imagen de Dios para que gobierne sobre todo. Nada impide el trabajo de Dios ni cambia su propósito. Una y otra vez, incluso después de haber comenzado su obra, la tremenda oscuridad aparece durante un rato, y cada nueva «tarde» parece tragarse la luz. Pero, también una y otra vez, el Dios de pacto, «Elohim», sujeta las tinieblas cada «mañana» e incluso las utiliza para formar «días» de una bendición siempre creciente, pues, como está escrito, «Y fue la tarde y la mañana un día», hasta que el séptimo día viene y entonces ya no leemos nada acerca de nuevas «tardes». Bendito sea Dios porque no pocos distinguen por gracia estas siete etapas en su propia experiencia. Ellos saben que hasta que la Palabra o el Verbo no ha hablado no hay luz en ellos que les permita ver su ruina. Lo que las inquietas e infecundas aguas hacen es lo que la luz primeramente revele. Pero el descubrimiento en sí de la esterilidad ya es un progreso. Hasta que esto no es descubierto, no se forma cielo alguno. Hasta que el cielo no está formado, la tierra ni produce frutos ni se desarrolla o progresa. Hasta que los frutos aparecen, no hay lumbreras en los cielos, que gobiernen el día y la noche, ni seres vivos de las aguas o de la tierra. Cada etapa es una preparación para algo todavía más perfecto. Conocemos a Dios únicamente cuando somos conscientes de nuestra necesidad. Y por su obrar en nosotros nos hace conocer lo que significa tener un Dios de pacto, cuya plenitud sale al paso de todas y cada una de nuestras necesidades, y cuyo nombre y naturaleza es la garantía de nuestra liberación.
Tomemos especialmente nota de que «Elohim» obra no sólo en la criatura sino también con la criatura. Esto es en verdad expresión de la más maravillosa y abundante gracia. Pues es sólo por gracia que «Elohim» restaura y salva a su criatura caída. Sin embargo, es todavía señal de una gracia mayor el hecho de que, en la restauración, convierta a esa criatura en un compañero de trabajo suyo. Y así es, pues él es quien dice: «Produzcan las aguas» y «produzca la tierra» (Gn. 1:11, 20, 24). En otras palabras: Dios llama a la criatura caída a que trabaje y labore con él. Su amor es ciertamente la causa de todo y, su Palabra, el agente por medio del cual lo efectúa todo. Pero, repetimos, Dios no lleva a cabo su trabajo independientemente de la criatura, sino juntamente con ella. Precisamente aquí está la raíz de la verdad de la doctrina de la evolución. Pues no se trata de que la naturaleza, sin ninguna ayuda o aparte de Dios, pueda recrearse o cambiarse, o dar por sí misma lugar a nuevas y más avanzadas formas de vida hasta llegar al hombre como ser que lleva la imagen de Dios; sino más bien que, aunque la criatura se encuentre en su estado caído más bajo, conserva unos poderes que Dios acepta como la matriz de la cual, por medio de sucesivos nacimientos, acelerados por la palabra divina, él puede hacer brotar formas más y más avanzadas de vida, cada una de las cuales mostrando una mayor semejanza con su imagen. Y el hecho de que esta tierra, cuando Dios comenzó a obrar en ella, era en sí la ruina de una creación anterior (Is. 45:18) (los escombros, si no estoy equivocado, de lo que una vez fue el brillante reino espiritual de Satán y sus ángeles, destruido por él), puede explicar lo que parece tan confuso, a saber: que debe haber en toda naturaleza lo que algunos han llamado «concausación del mal». Dios ciertamente adoptó las tinieblas de cada «tarde» y las incorporó en los «días» en un orden creciente, hasta llegar al séptimo, que ya no tenía tarde. ¿No contenían la «tierra» y las «aguas» los gérmenes de su naturaleza caída y corrupta, y no se manifiestan incluso cuando «Elohim» les ordena producir nueva vida? Ciertamente, en nuestra regeneración vemos cómo el viejo hombre se muestra, y cómo es incluso estimulado por la Palabra, que extrae de la criatura caída nuevas y extrañas formas de vida. Semejante forma de obrar muestra lo que «Elohim» es, el cual, en su fidelidad y gracia, es indulgente con las formas imperfectas de vida (el «pez» mudo y «todo cuanto se arrastra») hasta que «crea» (Gn. 1:27) al hombre a su propia imagen, cuando «todo es muy bueno». Siempre ha sido así: Moisés antes que Cristo; la carne o la letra antes que el Espíritu; pero todo proviniendo de Dios y demostrando su gracia, por la cual obra no sólo en la criatura sino también con la criatura.
Tal es la luz que el capítulo con que Génesis comienza arroja sobre el significado especial del primer nombre de Dios, «Elohim». Para ilustrar con todo detalle su importancia sería necesario un examen de cada pasaje de la Sagrada Escritura donde este nombre aparece. Pero intentar eso aquí sería imposible; además, tampoco es necesario. Cualquier lector cuidadoso, una vez en posesión de la clave que el nombre hebreo conlleva, puede probar que la idea que encierra es siempre la de «uno que está bajo pacto». Una selección de textos solamente daría una parte de la evidencia. Pero puedo citar algunos para demostrar cuán distintivamente el nombre «Elohim» se refiere a —e implica— uno que permanece en una relación de pacto.
Consideremos los siguientes ejemplos. Primero, las palabras de Dios a Noé: «Y dijo Elohim a Noé: he decidido el fin de todo ser... Mas estableceré mi pacto contigo» (Gn. 6:13, 18). «He aquí yo establezco mi pacto con vosotros, y con vuestros descendientes después de vosotros y con todo ser viviente que está con vosotros... Ésta será mi señal de pacto que yo establezco entre mí y vosotros... Mi arco he puesto en las nubes... Y me acordaré del pacto mío... que he establecido entre mí y toda carne que está sobre la tierra» (Gn. 9:9-17). Asimismo, en sus palabras a Abraham, el nombre «Elohim» denota la misma relación: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto. Y estableceré mi pacto entre yo y tu, y tu descendencia después de ti en sus generaciones... para ser tu Dios y el de tu descesdencia... y seré el Dios («Elohim») de ellos« (Gn. 17:1-8); es decir, estaré con ello mediante una relación de pacto. Así, una y otra vez leemos lo que «Elohim» recordaba: «Y se acordó Dios («Elohim») de Noé (Gn. 8:1); y, de nuevo: «Cuando destruyó Dios las ciudades de la llanura, Dios («Elohim») se acordó de Abraham, y envió fuera a Lot de en medio de la destrucción» (Gn. 19:29); y, otra vez: «Y se acordó Dios («Elohim») de Raquel» (Gn. 30:22; Éx. 2:24). Hay la misma referencia a un pacto en las palabras de Dios a Isaac (Gn. 26:24) y a Jacob (Gn. 28:13, 14), e igualmente en las del moribundo José: «Yo voy a morir, mas Dios («Elohim») ciertamente os visitará, y os hará subir de esta tierra a la tierra que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob» (Gn. 50:24). También Moisés se refiere al mismo pacto (Éx. 6:2, 3, 4, 7, 8; Dt. 7:9). El gozo de David en el Señor, su Dios, es también que «Él siempre se acordará de su pacto» (Sal. 111:5). Por lo tanto, en sus mayores desgracias, «se alienta en Dios», diciendo: «Espera en Dios (alma mía), porque aún he de alabarle, Salvación mía y Dios mío» (Sal. 42:5, 11). Sus últimas palabras abundan en lo mismo: «Aunque no es así mi casa para con Dios, sin embargo él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado» (2° S. 23:5), pues Jehová «Elohim» ha dicho: «Para siempre le conservaré mi misericordia, y mi pacto con él será estable» (Sal. 89:28). Así es con todos los santos. El hecho de que Dios es «Elohim», o sea uno «que guarda el pacto» (1° R. 8:23), significa que él es el fundamento de la esperanza de sus criaturas en cualquier apuro. «Dios es nuestro amparo y fortaleza» (Sal. 46:1). «Éste es mi Dios (y) Dios de mi padre» (Éx. 15:2). Y él ha dicho: «Yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres» (Gn. 28:15), pues es «Dios de dioses, y Señor de señores... que hace justicia al huérfano y a la viuda» (Dt. 10:17). «Padre de huérfanos y defensor de viudas es Dios en su santa morada» (Sal. 58:5). El Creador fiel (1ª P. 4:19) no puede fallar a sus criaturas. Ellas pueden ser, y de hecho son, indignas, pero él es «Elohim» para siempre. Por tanto, dice: «Miradme a mí, y sed salvos todos los confines de la tierra, porque yo soy Dios («Elohim»), y no hay más. Por mí mismo hice juramento, de mi boca salió palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda rodilla, y juraré toda lengua» (Is. 45:22, 23).
Y ésta es la verdad que, sobre cualquier otra, el Evangelio descubre en la vida y conducta de «quien es la imagen del Dios invisible» (Col. 1:15; He. 1:3), que ha venido a revelarnos un amor de Dios que no puede fallar porque somos «su linaje» (Hch. 17:28). Necesitamos también saber que Dios «ama la justicia y odia la iniquidad», y, por consiguiente, que debe juzgar todo mal, hasta destruirlo, y «lo mortal sea absorbido por la vida» (2ª Co. 5:4). Y esto, como veremos, es la lección especial que enseña el segundo nombre de Dios, «Jehova». Pero más allá de todo esto, Dios todavía es «Elohim», es decir, Dios, bajo pacto. Puede que sus criaturas no lo sepan. Incluso puede que su iglesia vea esto oscuramente. Pero Dios ha dicho: «No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios» (Sal. 89:34). Bien puede Pablo argumentar: «Un pacto, aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo invalida, ni le añade» (Gá. 3:15). Visto como «Jehova», Dios de la ley; y «la ley produce ira; pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión» (Ro. 4:15). Pero «el pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo, la ley que vino cuatrocientos años después, no lo abroga como para invalidar la promesa» (Gá. 3:17). La ley fue necesaria en su momento para mostrar a la criatura lo que es para destruir en el hombre la vida caída de independencia. Pero «el ministerio de muerte y condenación» es «pasajero», mientras que «el ministerio de justicia y gloria permanece» (2ª Co. 3:7-11). Así el apóstol dice de nuevo de los que mataron y rechazaron a Cristo: «... poderoso es Dios para volverlos a injertar... Y este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados. Por lo que atañe al evangelio, son enemigos por causa de vosotros; pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres. Porque los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables... Porque Dios encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios!... Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas» (Ro. 11:23-36).
Tal es lo que el nombre «Dios», o «Elohim», revela de forma tan plena, prediciendo en sí mismo no poco de lo que ahora llamamos Evangelio: todo esto es lo que el siempre bendito Dios nos quiere enseñar cuando nos asegura que él será «nuestro Dios» (Is. 40:1; Jer. 7:23; 11:4; 30:22; Ez. 34:31; 35:28; etc.). «Pues éste es el pacto... Pondré mis leyes en la mente de ellos, y las escribiré sobre su corazón; y seré a ellos por Dios, y ellos serán a mí por pueblo» (He. 8:10). En una palabra: Dios promete involucrando no solamente a él mismo sino también a sus criaturas. La enseñanza de nuestro Señor representa la misma verdad por medio de aquellas benditas palabras, tan poco entendidas, que dirigió a los escribas y fariseos, cuan...

Índice

  1. Cubierta
  2. Página del título
  3. Derechos de autor
  4. Índice
  5. Introducción
  6. 1. Dios, o Elohim
  7. 2. Señor, o Jehová
  8. 3. Dios Todopoderoso, o El Shaddai
  9. 4. Dios Altísimo, o El Elyion
  10. 5. Señor, o Adonai
  11. 6. Eterno Dios, o El Olam
  12. 7. Señor de los ejércitos, o Jehová Sabaot
  13. 8. Padre, Hijo, y Espíritu Santo
  14. 9. Participantes de la naturaleza divina
  15. 10. Apéndice