Un mundo nuevo
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Un mundo nuevo

Diario íntimo de Pochettino en Londres

  1. 344 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Un mundo nuevo

Diario íntimo de Pochettino en Londres

Descripción del libro

Desde su llegada en 2014, Mauricio Pochettino ha convertido al Tottenham en un serio aspirante a ganar títulos. En el proceso, se ha consolidado como uno de los mejores entrenadores del mundo. Lo ha logrado con un estilo de juego valiente y agresivo, y nutriéndose de jugadores jóvenes, a los que ha logrado insuflar una inusitada pasión y entrega.Guillem Balagué tuvo un acceso privilegiado a Pochettino y su entorno más directo durante la temporada 2016-2017, y ha logrado componer junto con el entrenador argentino un fascinante relato en primera persona, en forma de diario íntimo, donde Pochettino da rienda suelta no solo a los pormenores de su día a día en Londres, sino también a su debut como jugador en Newell's, como internacional argentino, jugador —y luego entrenador— del R.C.D. Espanyol, y su posterior etapa como mánager, ya en la Premier, del Southampton.

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Información

Editorial
Contra
Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788494858345
Edición
1

1. Pretemporada

El Tottenham acabó la temporada 2015-2016 en tercera posición, un gran logro para un equipo que no puede competir en el mercado con los ingentes presupuestos que manejan Arsenal, Chelsea, Liverpool, Manchester City y Manchester United. El último partido de liga, una derrota 5-1 ante el descendido Newcastle, dejó un mal sabor de boca a Mauricio Pochettino y su cuerpo técnico. Para la temporada que empezaba los objetivos estaban claros: mejorar. El entrenador y la mayoría de la plantilla debutarían en la Liga de Campeones, la segunda participación del club en la principal competición europea, tras cinco años de ausencia. Pero mientras se planeaba el camino, Pochettino seguía escuchando el clamor de un St. James’ Park rugiendo con los goles de su equipo descendido.
¿Por qué empezamos las vacaciones antes de ese partido? ¿Qué hicimos mal? Ahí, justo ahí, en ese lugar tan incómodo, es donde estamos de momento. Fue todo culpa mía. Algo hice mal. Debemos entender qué nos llevó a perder de ese modo.
Saqué la pantalla a la media parte. Perdíamos 2-0. Pero no se trataba de adelantar la línea defensiva o cambiar la posición de los jugadores. «Lo que está pasando aquí no tiene nada que ver con la táctica. No estamos luchando. No estáis sobre el césped.» Lo repetí varias veces.
Pero no sirvió de nada.
¿Dónde estaba el compromiso hacia el grupo? ¿El sentido de pertenencia? Me molesta mucho cuando no puedo encontrar la manera de motivar, de generar la pasión necesaria para disfrutar de este juego.
¿Fue culpa mía?

Al acabar el partido, llegué a un vestuario vacío. Poco a poco entraron los jugadores, pero yo tuve que ir a atender a los medios de comunicación; primero las televisiones, luego las radios. Volví al cabo de tres cuartos de hora. Ya estaban todos duchados, cambiados, ya no se podía decir nada. ¿Qué iba a hacer?
Volvimos juntos a Londres, pero no había manera de estar a solas con los futbolistas. Ni lo intenté. Todo eran caras largas. Seguramente cada uno tenía una explicación en la cabeza, cada uno sacó sus propias conclusiones. No nos evitábamos, pero nadie sonreía. Sentíamos vergüenza cuando nos cruzábamos los unos con los otros. Si veíamos un aficionado, agachábamos la cabeza.
Entiendo que el jugador es el primero que quiere ganar, porque al final es quien está dentro del campo y queda retratado. El problema es que, aunque lo tenga en cuenta, vive en una burbuja. Su entorno le protege y a menudo no le deja ver toda la realidad; solo ve la suya. Ciertamente el futbolista debe protegerse, crear muros para que los factores externos no le afecten en exceso, pero para poder rendir bien debería haber un equilibro entre la autoestima, el ego y la realidad. La autocrítica excesiva es castrante. La ignorancia, también.
El asunto es grave cuando se produce una desconexión mental, cuando el objetivo del futbolista deja de ser común para pasar a ser solo individual y olvida el orden necesario en este deporte: el individuo brilla más cuando está al servicio del colectivo, de la estructura que lo soporta.
En todo eso pensaba mientras aterrizaba en Londres de regreso de Newcastle. Agarré el coche y me fui para casa. Lo primero que hice fue abrir una botella de vino y atiborrarme de comida poco saludable. Creo que pagué conmigo mismo esa frustración. Comí de todo: patatas fritas, snacks, almendras, de todo. Si había pizza, pues pizza, nada de ensalada. El vino era argentino, un malbec. Siempre que estoy un poco deprimido me gusta oler el vino argentino; me produce alegría y me remonta a mi país, a sitios reconocibles, a cuando era niño, al olor a campo, como aquel donde yo viví hasta los ocho años, a aquella casa con su huerta, sus caballos… Si me retan a una cata a ciegas de vinos, detecto rápido el argentino. Y más si es malbec.
Hoy empecé este diario.

No hace ni veinticuatro horas del partido. Me acaba de llegar un mensaje de Harry Kane. Me dice que gracias por la temporada, que fue un buen año a pesar del último partido… Parecía abochornado al acabar el encuentro.
No le voy a contestar. Tampoco es que él espere que lo haga.

He empezado el verano en Catar. Recibí una invitación de uno de los directores del hospital Aspetar de Doha, el doctor Hakim Chalabi, un buen amigo que fue mi médico en el París Saint-Germain. Viajé tres días con Jesús Pérez, mi asistente y mano derecha, y con mi hijo Sebastiano, que se especializó en Ciencias del Deporte. Lo pasamos muy bien, nos explicaron cómo están preparando el Mundial.
Todo el mundo valora la temporada que hemos hecho. Se dijo que éramos el equipo que mejor había jugado, el que más lanzaba a puerta, el que menos goles encajaba y demás, pero no podía desprenderme de la vergüenza del último partido.
Me acompaña otro dolor, más profundo. Mi suegro está muy enfermo. Viajó a Barcelona para seguir tratándose y, cuando le vimos, mi mujer Karina y yo supimos que no estaba bien; que ya no era la misma persona que conocíamos y que habíamos disfrutado por última vez dos años atrás.
Acabo de enviar mensajes de «good luck» a los chicos que están en la Eurocopa, que acaba de empezar. Mientras les escribo, pienso que en Newcastle no se hizo lo que llevábamos dos años practicando. No es lo mismo acabar segundos que terceros, aunque algunos piensen lo contrario. Al final nos adelantó el Arsenal. No reconocí a mi propio equipo.
Tenía que haberlo visto venir. Haber presentido que algunos estaban de vacaciones, que otros tenían la cabeza en la Eurocopa. En realidad, lo presentimos, lo vimos. Tenía que haber cortado en seco esa dinámica. Pero, ¿cómo?
Me duele enviarles mensajes de buena suerte. Lo haré de todos modos antes de cada partido. Pero duele.
¿Cómo se puede pensar que acabar terceros es lo mismo que segundos?

De todo se aprende.
Cuando tenía entre ocho y diez años, jugaba a fútbol y a vóley. Lo que más me gustaba era el fútbol, pero en el vóley había muchas chicas. Jugábamos en un gimnasio cerrado, y cuando viajábamos a pueblos vecinos nos acompañaban las chicas, que también competían. Sí, me encantaba jugar al vóley. Sobre todo fuera.
También hacía judo. El profesor era un japonés fuerte, con muy mal carácter. Tenía un hijo que era un año mayor que yo que había estado practicando artes marciales desde la cuna. Era, además, el portero de un conjunto rival al que me enfrenté en un torneo en Murphy. Yo era el mejor de mi equipo. Subí al área para rematar un córner. Empecé a situarme para recibir el balón, que llevaba una trayectoria interesante. Inicié el salto. Y lo que ocurrió a continuación me marcó para siempre.
El portero, el muy hijo de…, para sacarme del partido, va y me baja los pantalones. ¡Imagínate la hinchada! ¡Y los padres! ¡Esto con unos diez años! Me dio tal bronca… Lloré, me puse a llorar de impotencia en el campo. Me miraban todos. Los que estaban y los que no estaban, ¡el mundo entero! Fue la mayor humillación de mi vida. Y lo que más sufrí fue que no tuve los huevos de reaccionar. ¡Tendría que haberlo agarrado por el cuello y cagarlo a trompadas!
Es una lección, claro que sí. Es útil para cuando alguien te gana un partido o una acción, si pierdes un duelo, si te meten un caño. Eso hace que te rebeles y te da fuerza, sacas energía de donde no crees que había. Aquello me sirvió para ser más fuerte todavía, más duro y más apasionado.
La siguiente vez que me pasó algo similar, le metí una piña al rival. Eso ya fue en primera división. El árbitro era Francisco Oscar Lamolina y jugábamos contra San Lorenzo. Un delantero rival me hace una entrada desde atrás. Yo me lo quedo mirando y él se me encara. Me empieza a insultar, y yo me reboto. Entonces veo que él prepara un escupitajo. Me escupe y me entra en la boca, ¡el escupitajo! Y, claro, en ese momento de indignación… ¡Pam! Le suelto un puñetazo. Mientras se lo estaba pegando, me iba arrepintiendo. Al final le pegué muy suave, así que el árbitro, que ve que yo me arrepiento, y que ha visto el escupitajo, me dice: «Pendejo de mierda, ¿qué cojones hacés? ¡Te voy a echar a la mierda! ¡No te echo porque he visto lo que ha hecho el otro y los tendría que echar a los dos!». ¡Y seguimos los dos jugando! ¡Así es como funciona, a menudo, la primera división argentina! Buena decisión.
Luego Lamolina me dijo, a solas, que él hubiera hecho lo mismo.

No sé bien por qué escribo todo esto. Ni el porqué del orden, o del desorden. No sé bien de qué hablar. O si dará para un diario. Quizá es que es un buen momento para contarme de dónde vengo, intentar encajar el puzle de lo que he sido, o estoy siendo. Si la cosa va por ahí, supongo que debería empezar por el principio. Y es buen momento, porque de repente me he encontrado con un tiempo en mis manos con el que no contaba. Fuimos con la familia a Bahamas a pasar una semana. Y llovió todos los días. El colmo. Una semana para tomar el sol, una semana lloviendo.
Mientras esperábamos a que escampara, miraba el fútbol, me salvaba el fútbol. Estaba en una casa muy bonita y ahí, por lo que sea, la televisión tenía cable y pasaban todos los partidos de la Eurocopa y de la Copa América. El fútbol me consolaba. Mi señora, por supuesto, estaba enojada. Pero mis hijos, encantados viendo el fútbol conmigo. Tres contra uno. No hay equilibrio ahí.
Al final acortamos el viaje, y porque no encontré pasaje, si no, regresamos antes. Así que volví rápido a Londres, y de Londres a Barcelona a pasar una semana tomando el sol en la piscinita de nuestro apartamento familiar. Y entre vuelos, y lluvia, entre partidos y descanso, he ido tomando notas y voy rellenando páginas en blanco.
En concreto, me doy una vuelta por los campos de Murphy de Newell’s, de donde salí. Pero antes, me meto en la cama de casa de mis padres, de adolescente. Yo dormía cuando, en mi habitación y de madrugada, se empezó a negociar mi pase a Newell’s Old Boys.
Había dos chicos de Murphy que tenían tres y cuatro años más que yo que jugaban en Rosario Central. Uno de ellos, David Bisconti, llegó a debutar en primera división y también en la selección. Querían que yo fuese con ellos a Central. Me llevaron un día a entrenar y enseguida me quisieron fichar. Pero, con trece años, estaba terminando el año escolar en Murphy, el pueblo de Santa Fe en el que nací, a ciento sesenta kilómetros de Rosario. Así que hasta final de curso, en diciembre o enero, no podía fichar, pero me dijeron que mientras tanto fuera a entrenar uno o dos días cada semana mientras seguía jugando en Murphy. Es lo mismo que hizo Dele Alli cuando le fichamos: se preparaba con nosotros pero jugaba con el MK Dons, de donde venía. En mi caso, estaba en un grupo con chicos que eran tres y hasta cuatro años mayores que yo, pero aguanté bien. Pensé que acabaría en Central.
Esta era mi rutina: estudiaba Agrónomo General en una escuela de campo a veinte kilómetros de casa. Me levantaba a las seis de la mañana para agarrar un autobús y, al acabar, sobre las cinco, me iba a Rosario. Tres horas más de autobús. A veces me venía a buscar mi padre, pero normalmente iba en colectivo y esas tres horas me las pasaba durmiendo o charlando. Ese viaje solía ponerme de los nervios porque paraba en todas partes, ¡como un lechero! Finalmente, tuve que cambiar de escuela e ir a una con horario solo de mañana, y así no tener que andar corriendo para llegar al entreno.
Una vez en las instalaciones de Rosario Central, entrenaba y pasaba la noche allí. Trabajaba de nuevo por la mañana y luego regresaba a casa. Los fines de semana jugaba en mi pueblo, tanto el sábado como el domingo. Y el lunes, vuelta a empezar.
Uno de esos lunes, por la noche, Marcelo Bielsa y Jorge Griffa, de Newell’s, el rival de Central en Rosario, montaron una prueba para un grupo de jugadores en Villa Cañás, un pueblo a cincuenta kilómetros de Murphy. Había un entrenador en Villa Cañás que me conocía y sabía que jugaba bien, así que llamó a mi padre para que me llevara. Aquel día salí del colegio y llegué como a las seis de la tarde a Murphy. Estaba muerto, después de todo el día en la escuela, habiendo jugado el fin de semana. No tenía ganas de ir. Se lo dije a mi padre y me dijo que no me preocupara. No fuimos a la prueba.
El martes por la mañana, en el desayuno, mi padre me contó lo que había ocurrido esa misma noche.
Resulta que, después de la prueba, Bielsa y Griffa, que recorrían el país en busca de talento, estaban comiendo un asado con el entrenador, que me conocía, y le preguntaron si había algún jugador más por ahí que fuera interesante. «Sí, el mejor de todos no vino, porque está en Central», les dijo. Ellos dos se miraron con cara de no puede ser. «¿Dónde queda su pueblo?», preguntaron.
Era la una de la mañana. En pleno invierno…
Llegaron a la estación de servicio de Murphy y preguntaron hasta que dieron con la casa. Llaman a la puerta, mi madre se levanta. Le dicen quiénes son, pero mi madre no les abre. Va a buscar a mi padre, lo despierta, y mi padre —que los conocía o había oído hablar de ellos— les hace pasar a tomar un café. Bielsa me contó que, después de hablar cinco o diez minutos y explicar qué hacían ahí, ya no sabían qué decir o de qué hablar. Así que los dos le preguntan a mi padre «y… ¿podemos ver al nene?». Y mi madre y mi padre, orgullosos, les dicen que sí, vamos a ver al nene. A su habitación. A la una de la mañana.
Mientras yo dormía, Griffa dijo: «¿Le puedo ver las piernas?». Y cuenta Bielsa qué mi madre me destapó y que los dos dijeron: «¡Qué pinta de futbolista, qué piernas de futbolista!». ¡Claro! ¿Qué le iban a decir...

Índice

  1. Cubierta
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Introducción
  6. 1. Pretemporada
  7. 2. Agosto
  8. 3. Septiembre
  9. 4. Octubre
  10. 5. Noviembre
  11. 6. Diciembre
  12. 7. Enero
  13. 8. Febrero
  14. 9. Marzo
  15. 10. Abril
  16. 11. Mayo
  17. Epílogo: Pochettino en otras palabras
  18. Apéndice 1: Resultados de la temporada 2016-2017
  19. Apéndice 2: Comparativa entre temporadas
  20. Agradecimientos
  21. Imágenes
  22. Notas
  23. Los autores
  24. Contracubierta