La homosexualidad 
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La homosexualidad 

Compasión y claridad en el debate

Thomas E. Schmidt

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La homosexualidad 

Compasión y claridad en el debate

Thomas E. Schmidt

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Escribiendo desde una perspectiva cristiana evangélica y con una profunda empatía, Schmidt trata el debate actual sobre la homosexualidad: La definición bíblica de la homosexualidadLo que la Biblia dice sobre la homosexualidad¿Se puede nacer con orientación homosexual?Las recientes reconstrucciones pro-gay de la Historia y de la BibliaLos efectos del comportamiento homosexual sobre la saludDebido a toda la investigación que el autor ha realizado y a todos los argumentos que presenta, este libro es la respuesta cristiana actual más convincente y completa que existe en cuanto al tema de la homosexualidad.

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Información

Año
2008
ISBN
9788482675855
1
ACERCA DE MÍ,
ACERCA DE TI
Sentado con la mirada fija en la pantalla del ordenador, busco palabras para presentar una cuestión moral; una cuestión tan importante que parece ir ocupando cada vez más el campo de batalla de todas las fuerzas que compiten por dar forma al mundo del siglo que viene. Sin embargo, lo que se me aparece no son palabras, sino caras. Y es que después de que los políticos, los consejos escolares y la Justicia hayan dado forma a la política pública, después de que las denominaciones hayan interpretado las Escrituras y las tradiciones, después de que los educadores, científicos y psicólogos hayan explicado el fenómeno, después de que los Medios lo hayan confeccionado todo para el consumo de masas; después de todo esto, las personas, de una en una, siguen deseando amar y ser amadas. Algunas buscan el amor entre personas de su mismo sexo.
Se trata de personas con rostro, personas con nombre, a menudo personas cristianas y, sea cual sea nuestra conclusión sobre el tema más general que representan sus historias, nunca debemos perder de vista su lucha individual, su dolor individual, sus rostros. Si desdeñamos los rostros, desdeñamos el Evangelio. El Evangelio es un medicamento poderoso, pero a fin de cuentas no administrado ni por dosis, ni por votos, ni por veredictos. Lo administra una sola mano temblorosa que sujeta una cuchara ante el dispuesto rostro de otra persona.
En mi mente veo a Jim: uno de mis mejores amigos de Secundaria, muy popular, un líder nato, todo un deportista, un joven comprometido con profundizar en la fe de su juventud. Compartimos el mismo apartamento de solteros durante unos meses al terminar la Universidad y pude observar a Jim sembrando avena silvestre con algunas amigas que pasaron allí la noche. Pero al cabo de menos de un año, cuando ya nos habíamos trasladado a costas opuestas del país, Jim me escribió inmerso en una gran confusión. Había recibido una beca de una prestigiosa escuela de Artes Escénicas y durante el primer año de su estancia allí, la amistad con el compañero de habitación había cobrado una dimensión sexual. Decidió volver a su tierra para aclarar las ideas y luego me escribió expresando lo mucho que agradecía mi carta, pero con el tiempo dejó de escribirme y se volvió a ir a la costa Este. Era el año 1980. Me pregunto si todavía sigue vivo y si todavía podríamos ser amigos.
Otro rostro que veo es el de Laura, una gran pensadora y una creyente comprometida con quien asistí a una universidad cristiana. Recientemente y, tras un lapso de tiempo de 15 años, me escribió diciendo que le gustaría asistir a uno de nuestros encuentros de ex - alumnos, pero que sabía que nunca iba a sentirse aceptada ahí con su pareja lesbiana. Ya en la Universidad había estado luchando en privado contra sus deseos de intimidad con otras mujeres, pero luego con el tiempo llegó a la conclusión de que sus deseos eran un don de Dios, no una tentación. Ahora debe vivir con la confusión de tener un pie en el mundo gay, que es ampliamente anticristiano, y el otro en el mundo cristiano, que es ampliamente antigay. Me pregunto de qué manera experimenta Laura la Justicia de Dios.
Y luego veo el rostro de Frank, un familiar que tuvo sus primeras experiencias sexuales de pequeño y con un miembro del clero de su propia iglesia. A Frank dichas experiencias le resultaron agradables. Ahora de adulto prefiere la intimidad sexual con los hombres y es un activista gay. Su bien intencionada familia cristiana quiere “odiar el pecado y amar al pecador”, pero lucha con el conflicto entre los valores de Frank y aquellos que quiere infundir en sus propios hijos. Frank, por su parte, lucha por mantener su lealtad a una familia que desaprueba lo que él percibe como su verdadera identidad. Me pregunto qué significa la familia para Frank.
Finalmente, veo el rostro de Bill, un estudiante de la universidad cristiana en que doy clases. Recientemente y, de manera anónima, escribió al periódico estudiantil acerca de su soledad. No piensa que esté bien meterse en una dinámica homosexual, pero entre sus colegas encuentra poca comprensión por esta lucha. Percibe que cuando otros estudiantes hablan abiertamente de sus tentaciones y fracasos heterosexuales, los demás los consideran modelos de vulnerabilidad dignos de apoyo y oración. Pero Bill se guarda dentro todas sus propias tentaciones y fracasos, pues teme que si los comparte, se convierta en un leproso social. Me pregunto quién tiene las manos de Jesús para tocarle.
Estos son algunos de los rostros que veo y algunas de las cosas que me pregunto cuando pienso en ellos. No pretendo que estas historias se tomen como representativas de la experiencia sexual en general; como tampoco pretendo arrancar un juicio positivo o negativo en torno al comportamiento de estos individuos. Sencillamente son personas que he conocido, algunos de los rostros que veo cuando pienso en todo este tema. Los describo por varias razones.
Autoridad, experiencia y yo
Al presentar las historias ya insinuaba que no se puede tratar un tema al margen de la experiencia humana. Nuestra experiencia es variada, compleja y cargada de emociones, por lo cual se puede caer en el peligro de lo demasiado general o abstracto. Desdichadamente, esto es algo que a menudo no parecen comprender aquellos que se hallan en el lado más conservador de la controversia que nos ocupa. Como consecuencia, los debates suelen enfrentar a gays y lesbianas, narrando su emotiva experiencia de haber superado la duda y la persecución, contra clérigos fríos y racionales, citando versículos sobre el pecado sexual y el juicio eterno. Quienes defienden un acercamiento objetivo no entienden el debate público, que lejos de buscar la verdad se convierte en un deporte de espectador. Nos guste o no, los espectadores reaccionan ante historias emotivas y animan al desvalido. Es más, dado que el valor reinante en la cultura moderna no es la verdad, sino la tolerancia, todo aquel que adopte una postura que desaprueba la conducta de otro está condenado a perder el debate.
¿Se trata, entonces, de alentar a ambas partes a que se limiten a intercambiar historias o argumentos y a dejar de actuar como si nada? No. La vida consiste tanto en Historia como en argumentación, tanto en experiencia como en autoridad. Las dos cosas deben entrar en diálogo, no en enfrentamiento. Es decir, las experiencias de personas reales deberían moderar nuestras abstracciones; al mismo tiempo, nuestras actividades deberían responder a autoridades más altas, tales como la Razón, la Familia, la Tradición y las Escrituras. Errar en una u otra dirección produce exactamente la misma fatua exigencia: “Yo lo sé mejor que tú”. La única diferencia es que quienes ponen a la experiencia contra la autoridad acentúan el “yo”, mientras que los que ponen a la autoridad contra la experiencia acentúan el “”. Ambos reivindican servir a la causa de Cristo. Ambos han perdido de vista el camino de Cristo.
Mi propia historia
¿Y quién soy yo para tocar este tema? Ya que acabo de explicar la importancia del diálogo entre la experiencia y la autoridad, haría bien en aplicarme el cuento y abrirme todo lo que pueda, explicar quién soy y por qué estoy escribiendo. ¿Qué puedo revelar de mi vida, mi rostro y de cualquier pretensión de experiencia que pueda ayudar al lector a apreciar la perspectiva de este libro?
En términos profesionales, estoy preparado para interpretar textos de la Antigüedad con orígenes cristianos y estoy especializado en la Ética del Nuevo Testamento. Obtuve un doctorado en la Universidad de Cambridge, ejerzo en la enseñanza y escribo en boletines académicos nacionales e internacionales, y también para editoriales (como este libro) cuyos lectores son primordialmente cristianos. Este libro ofrece parte de la investigación erudita más reciente en un formato accesible al público en general. También estoy publicando toda una colección de ensayos académicos sobre la homosexualidad con la participación de expertos en toda una serie de campos distintos.
En términos de sexualidad, represento a esa clase de gente responsable de la vasta mayoría de maldad sexual de hoy en el mundo: los varones heterosexuales. He sobrepasado mi propia cuota de maldad y necesito el perdón y la Gracia de Dios a diario para convertirme en el ser sexual que Dios desea. Jamás he deseado la intimidad sexual con otro hombre, ni jamás he recibido proposiciones ni he sido tratado más que con respeto por parte de los hombres gay que he conocido.
Al margen de la preocupación natural por que algún extremista pueda amenazarme a mí o a mi familia como venganza por haber expresado mi opinión públicamente, no pienso que tenga ninguna razón para temer a los gays y las lesbianas. Sin excepción alguna, mi experiencia es que los hombres gays y las mujeres lesbianas son de las personas más inteligentes, con más talento y más consideradas que he conocido. Sus deseos y prácticas sexuales difieren de las mías, pero ni me repulsan ni me siento amenazado por ellas. Sencillamente las desapruebo, del mismo modo que desapruebo algunos deseos y prácticas heterosexuales.
Por tanto, no me siento amenazado. ¿Cómo me siento, entonces? Pues la sensación de fastidio es la que me ha llevado a escribir este libro. Pero lo que me fastidia no son ni los gays ni las lesbianas, sino sus partidarios y detractores. Mi fastidio tiene dos vertientes. Empezó por fastidiarme el debate unilateral que se halla en los círculos académicos, en el cual se da una caracterización común de la postura cristiana tradicional sobre la homosexualidad como simplista y basada en el temor. Eso me condujo a investigar algunos de los temas por mi cuenta y la consiguiente labor académica desembocó en una serie de charlas para iglesias. Pero entonces me empezó a fastidiar la poca preparación de muchos cristianos para tratar este tema. La mayoría goza de un instinto moral conservador, pero desconoce casi por completo el punto de vista liberal, encuentra confusa la posible tensión entre Ciencia y Escrituras y habla de soluciones casi exclusivamente en términos políticos. Como resultado, suele adoptar una mentalidad de asedio y una sospecha de conspiración que, irónicamente, refleja como en un espejo todo aquello que detesta de la comunidad homosexual.
Ambas partes sienten frustración por no ser escuchadas, por no tener poder suficiente como para influir en la política pública, por no ganar enseguida. Pero ese desacuerdo degenera demasiado rápido en una batalla de etiquetas, la guerra cultural entre los Derechos Religiosos (que son todos “homófobos”) y la Agenda Homosexual (respaldada por el “humanismo secular”). A pesar de la verdad parcial que tales etiquetas representan, lo que de hecho hacen es socavar los esfuerzos de quienes las emplean. Aquellos que están en desacuerdo se alejan incluso más y la gente sabia que todavía no se ha decidido sospecha que, de donde hay etiquetas con intercambio de temores al acecho, solo se pueden esperar argumentos deshonestos.
Si quería ser de ayuda en esta volátil situación, primero debía preguntarme a quién iba a dirigir el libro. Haber elegido editor reducía, de alguna manera, el abanico de posibilidades, ya que InterVarsity Press sirve primordialmente a la comunidad cristiana de moral conservadora y de moderadamente a bien instruida. Esto quiere decir que no estoy escribiendo para convencer a la comunidad gay y lesbiana y sus partidarios, sino más bien para profundizar en la comprensión y sensibilidad de quienes cuestionan o desaprueban las prácticas homosexuales.
Pero incluso dentro de este mismo ámbito, escribo para muchos tipos diferentes de personas. A un amigo que ha vivido una larga y solitaria lucha por reconciliar su fe y sus deseos de intimidad sexual con alguien del mismo sexo. Al feligrés que jamás se ha preocupado por el tema y que se pregunta a qué viene todo esto, si la Biblia lo deja tan claro. Al profesional de la salud que trabaja con pacientes de SIDA. A la mujer inquieta que quiere fomentar un debate más a fondo en su iglesia. Al estudiante universitario con una fecha tope, que está desesperado por encontrar en una sola fuente toda la información que necesita sobre este tema. Al miembro de una familia cuyo ser querido le acaba de comunicar su orientación homosexual. Al médico, psicólogo o pastor que quiere salvar la distancia entre Ciencia y Teología. Al creyente que se está muriendo de SIDA.
Todas estas personas me están mirando por encima del hombro mientras escribo. Más rostros, más personas a quienes rendir cuentas con veracidad, claridad y honradez. Casi nada. ¡Que el lector extienda algo de gracia sobre mí en aquellos puntos en los que no dé la talla!
Aunque considero mi responsabilidad primordial fomentar una mayor comprensión y sensibilidad entre los cristianos de moral conservadora, espero también cumplir otro propósito para quienes estén en desacuerdo con mis conclusiones, es decir, demostrar la posibilidad de discrepar sin estupideces, sin odio y sin consignas. Discutan conmigo, pero no me coloquen dentro de una caja, no hagan de mí una caricatura para poder descartar mis conclusiones. Consiéntanme un rostro.
Un enfoque evangélico
Mi rostro es un rostro evangélico, y puede ser un rostro difícil de enfocar, sobre todo para quienes prefieren oponentes extremistas y predecibles. Los evangélicos suelen desafiar las suposiciones de la gente sobre los denominados Derechos Religiosos (“Religious Rights” en inglés, con referencia al movimiento conservador así denominado) y sus presuntas posturas sobre temas de actualidad. Hay algunos evangélicos activos en el liderato internacional de causas tradicionalmente “liberales” tales como la reforma en las prisiones, la reforma del sistema sanitario, la ayuda humanitaria y el desarrollo del Tercer Mundo. Muchos evangélicos disienten de las posturas evangélicas mayoritarias sobre el aborto, la violencia, la moralidad de la guerra, la mujer en el ministerio, la evolución, la crítica bíblica y la afiliación política. Ocurre que yo mismo mantengo posturas minoritarias en la mayoría de estos temas y me siento libre de hacerlo sin tener que asistir a una iglesia especial para discapacitados doctrinales. En lo que se refiere a la homosexualidad resulta que mantengo la postura de la mayoría, pero aun así no llamaría a mi postura “la postura cristiana”, ni siquiera “la postura evangélica”.
Si mis opiniones en torno a éste y otros temas no pueden inhabilitarme como evangélico, ¿qué es lo que me habilita para serlo? Si para empezar no hay una línea de pensamiento establecida, ¿cómo vas a formar parte de la misma? Preguntas difíciles de contestar. Los eruditos no llegan a ponerse de acuerdo en la definición de la palabra evangélico. Del mismo modo en que los términos Bible Belt y Midwestern tienen una relación muy frágil con la Geografía, el término evangélico representa también un desafío para los cartógrafos religiosos. El fenómeno abarca tal desconcertante diversidad de opiniones, denominaciones y grupos sociales, que cualquier intento de explicarlo o de dar ejemplos deja siempre a alguien pobremente representado.
Al no haber un cuerpo directivo que marque la distinción entre los de dentro y los de afuera, el evangelicalismo no puede describirse como un sistema con unos límites claramente definidos y hay que entenderlo en términos de unos principios centrales. En otras palabras, no se trata tanto de lo que se excluye como de lo que se afirma. (Algunos que ya se han cansado de la etiqueta preferirían llamarse “cristianos y nada más”, a lo que da pie el influyente libro de C.S. Lewis Cristianismo y nada más).
Mi esbozo de algunas afirmaciones evangélicas centrales tiene la intención de aclarar la perspectiva de este libro, sobre todo en contraste con el fundamentalismo tanto de la derecha como de la izquierda. También quiero dejar claro, desde el principio, que no se trata de un intento de abarcarlo todo, sino de describir aquellas afirmaciones que para mí dan un sentido particular a este tema.
El centro de todas las cosas
En primer lugar, el evangelicalismo afirma la centralidad de Jesús. Es más, Jesús es el hijo unigénito de Dios, que estuvo dispuesto a sufrir la muerte y luego vencerla a fin de liberar a todas las personas de las consecuencias de la rebelión humana contra Dios. Jesús es también, para algunos, un dispensador de sabiduría popular, un capitalista, un feminista, un instructor de líderes, un símbolo de vida en comunidad y un ejemplo de justicia social. Pero todos esos títulos representan, como mucho, adiciones, nunca substituciones de lo que, según la Biblia misma describe, y Jesús mismo afirma, es su rol primordial.
Mientras algunos trabajan para vestir a Jesús con el traje de seda de un tele-evangelista o con las ropas caquis de un revolucionario, la tarea más humilde y difícil es la de mantenernos leales a la verdad recibida hace dos mil años. Para estar seguros, en parte se trata de guardarnos de ciegos puntos culturales y de vacíos clichés religiosos. Sin embargo, la afirmación central acerca de Jesús seguirá siendo relevante mientras lo sigan siendo el sufrimiento, la muerte y el pecado; seguirá cambiando vidas mientras permanezcan la fe, la esperanza y el amor.
Las Escrituras y otras voces
La segunda afirmación del evangelicalismo, que acompaña a la primera, es la primacía y la finalidad de la autoridad de la Biblia en términos de fe y práctica. He escogido con detenimiento los términos primacía y finalidad. El significado es que las Escrituras son el primer y último lugar al que mirar cuando se busca una guía. Eso da lugar también a que se escuchen otras voces durante el proceso de interpretación y aplicación.
Con unos pocos ejemplos se puede demostrar lo positiva que es la aportación de otras tres voces importantes. La experiencia humana es un maestro importante, como podemos observar en el caso de las relaciones entre razas; tema sobre el que la Biblia no dice casi nada. Las tradiciones humanas producen un rico tapiz de patrones de adoración, devoción y gobierno de la Iglesia; pocos de los...

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